Scott Turow - El peso de la prueba

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Un sonido lo interrumpió. El teléfono.

– Aquí está -anunció Radczyk-. Veamos. ¿Qué necesita usted?

– Es mera curiosidad, teniente. Pensé que tal vez había alguna observación del forense sobre algo inusual.

– Aquí no hay mucho. No se practicó la autopsia. Es lo que usted pidió. Le dije que había objeciones religiosas. No se me ocurrió nada más.

Stern comprendió que Radczyk llamaba por una línea privada. Ningún bip, ninguna grabación. Al menos es lo que parecía. Stern no respondió.

– Es breve y limpio, Sandy. Análisis sanguíneo con un nivel de monóxido de carbono, una copia de la nota y el dictamen del forense. Nada en los informes policiales. Los miré cuando llegaron.

– Entiendo.

Radczyk inspiró un momento.

– ¿Puedo preguntar de qué se trata?

– Un asunto intrascendente, teniente. No tiene importancia.

– Entiendo -dijo Radczyk-. ¿Qué clase de asunto?

Con estas preguntas, cobró cierta autoridad. A fin de cuentas, era policía y se trataba de su caso.

Stern se maldijo y procuró ofrecer una explicación convincente: había llegado una factura de laboratorio que lo tenía intrigado. Pero sin duda, repitió, no tenía importancia.

– Podría ir allá para investigar -propuso Radczyk.

La idea sorprendió a Stern y le resultó atractiva. En teoría los registros médicos no se podían revelar sin orden judicial. Pero la mayoría de los corazones daban un vuelco cuando veían una insignia de policía. Los empleados revelaban todo a un agente, cuando no le entregaban el documento. Radczyk podía averiguar tanto como Nate, quizá más. Pero Stern se encontraba demasiado tenso con el policía, sobre todo por este exceso de confianza.

– No quiero molestar, teniente.

– No es molestia -aseguró Radczyk, y bajó un poco la voz-. Todavía estoy en deuda con usted.

Stern no dijo nada.

– Westlab, ¿verdad? -preguntó Radczyk-. Iré personalmente, Sandy. Que quede entre usted y yo. Averiguaré qué ocurre. Tengo que atar todos los cabos sueltos para el informe, ¿de acuerdo?

– Claro -dijo Stern.

– Bien. Tendré algo el viernes, a lo sumo el lunes. Lo llamaré. Buen viaje de regreso.

Stern acunó suavemente el teléfono. Los objetos que veía en la sala de espera -ceniceros, lámparas- habían cobrado una curiosa nitidez. Lo asaltó esa sensación de ahogo que conocía desde la infancia.

Estaba seguro de que acababa de cometer un error.

11

La recepción de la fiscalía era decrépita. Era como visitar a un abogado solitario con mala racha. La alfombra deshilachada evocaba a un animal con sarna, los brazos de madera de los rectilíneos muebles comenzaban a astillarse y los habitantes eran los personajes típicos de mítines. Un par de chiflados acurrucados en los rincones, echando miradas furtivas y redactando largas e incomprensibles quejas acerca de diversos políticos o el plan de la Comisión Federal de Comunicaciones para lobotomizarlos a través de las ondas aéreas. Testigos y acusados, demasiado pobres o desvalidos para contar con abogados, aguardaban con citaciones del gran jurado en las manos, esperando a los ayudantes que se servirían de ellos. Agentes federales y algún abogado defensor con aire alicaído salían de las oficinas. Y desde luego, Alejandro Stern, eminente miembro del tribunal penal federal, también estaba allí ese día, esperando con dos voluminosas cajas a la señorita Klonsky, quien según la recepcionista estaba hablando por teléfono.

A Stern le gustaba aquella oficina. Los abogados eran jóvenes e inspirados y casi todos sabían que sólo estaban de paso. No permanecían mucho tiempo como ayudantes de la fiscalía. Cinco o seis años era el promedio. Tiempo suficiente para adquirir experiencia y para que cada cual sintiera que había realizado un sincero esfuerzo para aumentar el bienestar de la comunidad, antes de acudir a la llamada de las más verdes praderas del sector privado, donde según Stern estaba la verdadera profesión. Era un buen trabajo. El mejor abogado joven que había tenido Stern, Jamie Kemp, había trabajado en la fiscalía federal de Manhattan. Allí se había dedicado a juzgar casos y a trabajar en una ópera rock donde resucitaba algunas canciones que había compuesto dos décadas antes, cuando había sido una especie de estrella fugaz de la música.

Kemp no era el único que había buscado empleo en el gobierno. Antes de traer al actual fiscal, Stan Sennett, desde San Diego, el Departamento de Justicia había solicitado a Stern que aceptara el puesto. El ayudante principal del senador del estado había invitado a Stern a desayunar en un club céntrico. El joven, que se parecía al cantante Garfunkel, con una melena blancuzca erizada como un diente de león dispuesto a dar semillas, había abundado en adulaciones; fue peor que un funeral. El joven insistió en que la oferta era un elogio a la destreza de Stern, y éste sabía que era la recompensa a una vida en la que nunca se había definido políticamente. Mientras el senador no permitiera al alcalde Bolcarro conceder a sus seguidores puestos federales, sus enemigos conocidos rara vez ascenderían.

Para Stern no resultaba fácil rechazar la perspectiva de ser fiscal federal. Era un puesto muy alto para un abogado. Durante cuatro años Stern podría comandar los ejércitos no uniformados del Servicio Fiscal Interno, la DEA [4]y el FBI y desplegarlos como considerara necesario. Basta de las groseras triquiñuelas de los agentes de drogas. El fin de los despiadados pleitos contra viudas y bomberos por no haber declarado ingresos procedentes de empleos secundarios o certificados de ingreso. Pero, desde luego, tendría que ser fiscal. Tendría que dedicarse a capturar, acusar, castigar, una tríada de innombrables que Stern despreciaba, por tendencia de toda una vida. ¿Podía Alejandro Stern erguirse magistralmente en el tribunal para despertar las pasiones más viles en los jurados, podía suplicarles que infligieran sufrimientos que ellos no soportarían? No, no podía. Estas imágenes descomponían a Stern. No odiaba a los fiscales. Había superado esta sensación al principio de su carrera. A veces admiraba el celo incandescente de esos jóvenes que trataban de arrancar el mal de cuajo. Pero ése no era su papel ni su vocación. Él era Sandy Stern, orgulloso defensor del descarriado. Ningún argentino de nacimiento, un judío que vivía para tener noticias del Holocausto, podía calzarse las botas de la autoridad sin profundos titubeos; más le valía conservar su voz entre las voces, hablar a diario en nombre de esas frágiles libertades, tan mal interpretadas, cuya existencia, más que la acusación, nos definía como decentes, civilizados, humanos. Ahora no podía renunciar a la doctrina de toda una vida.

La ayudante Klonsky terminó de hablar por teléfono. Detrás de la puerta de la oficina, que un solemne guardián situado detrás de un cristal blindado amarillento abría electrónicamente, había pilas de basura. Sonaban teléfonos y martilleaban máquinas de escribir, todavía en uso en plena era de los procesadores de textos. Los ayudantes de la fiscalía, distinguidos abogados jóvenes con brillantes expedientes, se volvían groseros en esa atmósfera y se gritaban en los pasillos.

Stern iba a menudo allí, por lo general con una misión: estorbar, desviar, retrasar. En ocasiones -raras ocasiones, habitualmente al comienzo de una investigación- llegaba para ofrecer un sincero retrato de lo que él consideraba la verdad. Pero con mayor frecuencia la defensa se basaba en la evasión. Debía aprender todo lo posible, revelando sólo lo que el fiscal ya sabía, lo que nunca le interesaría o lo que pudiera confundirlo o distraerlo. Había fiscales que creían en la sinceridad, que exponían su caso como un desafío abierto. Pero para la mayoría el sigilo ejercía una atracción irresistible. Stern apenas podía sugerir ideas, hacer preguntas, saltando de dato en dato como una plaga, mordisqueando la fruta.

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