Scott Turow - El peso de la prueba

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– ¿Quiere sus mensajes?

– Sí, por favor.

Stern estaba sentado en un sofá, el aparato de teléfono estaba insertado en la tabla de granito de una mesa de cócteles. Claudia dijo que había llamado Remo Cavarelli, un viejo malandrín que una vez más estaba en apuros y quería la fecha de su próxima presentación ante la juez Winchell. También había un mensaje de una tal Helen Dudak, quien deseaba hablar con Stern. Cuestiones personales. Había telefoneado Cal Hopkinson. Novedades, pensó Stern con una súbita oleada de un sentimiento indefinido, interés o aprensión, en cuanto oyó el nombre de Cal. Pidió a Claudia que lo llamara, pero la secretaria dijo que Cal estaba ocupado. Stern esperó un poco, luego decidió llamar más tarde y marcó el número que había dejado Helen. Le había dicho que trabajaba en su casa, con auriculares conectados al teléfono y un pequeño micrófono colgante, más pequeño que un dedal. La imaginó así.

– Continúo con la conversación donde la dejamos la otra noche -dijo Helen.

– Sí, desde luego -respondió él, sin saber bien a qué se refería.

– Quería invitarte a cenar aquí. Dentro de dos semanas. Nosotros dos.

– Ah -dijo Stern, y el corazón le dio un vuelco.

¿Ahora qué? Sin duda Helen tenía buenas intenciones y era encantadora. Pero ¿podría él afrontar tantas complicaciones? Sí, dijo de pronto una voz. Claro que sí.

Pero tras haber aceptado, pensó en Margy y se enfadó consigo mismo al colgar el teléfono. Comer, después de todo, no era una forma de relación sexual. Pero, pensó luego, se estaba transformando en todo un seductor. En la atestada sala de espera del aeropuerto, mientras los viajeros retrasados murmuraban por doquier, rió una vez más en voz alta.

Esta vez consiguió hablar con Cal.

– ¡Sandy! -exclamó-. ¿Dónde estás?

Cal le contó la historia de su más reciente retraso de vuelo en el O'Hare.

Stern al fin le preguntó por el banco.

– Por eso te llamaba -dijo Cal-, para ponerte al corriente de la situación.

El personal del River National, dijo Cal, estaba neurótico con esa transacción en la cuenta de Clara. Cada vez que había un testamento de por medio, el banco se preocupaba por todo: el tribunal testamentario, la fiscalía. Insistía en recuperar hasta el último documento antes de una reunión. Cal quería que celebraran una la semana siguiente. Hablaba con ese aire triunfal que Stern mismo adoptaba a menudo ante los clientes, describiendo sus conversaciones con banqueros y escribientes como si fueran batallas campales.

– Muy bien, Cal -concluyó Stern.

No quiso ser otro cliente con quejas y terminó la conversación en vez de decir lo que opinaba. Cal se mostraba demasiado cordial para ser enérgico (él también querría ver todos los documentos) y tal vez no estuviera en posición de presionar a los banqueros, quienes probablemente le enviaban clientes ricos que necesitaban formar fondos fiduciarios o actualizar testamentos. Pero sería injusto culpar a Cal por las complicaciones que había creado Clara. Stern había vivido décadas sin saber con exactitud qué ocurría detrás de la grácil fachada de Clara. Sin embargo, las preguntas persistían. Esa efervescente frustración hervía de nuevo en su interior.

Marcó de nuevo el número de su secretaria.

– Claudia, ¿ha llamado el doctor Cawley?

Después de esa velada en casa de Kate y John, Stern había perseguido a Nate y le había dejado mensajes en la oficina, el hospital, la casa, para que llamara al laboratorio. Stern no estaba seguro de que Nate hubiera recibido los mensajes e ignoraba si podía contar con él. A fin de cuentas, Nate tenía otras preocupaciones.

– ¿Intento llamar al consultorio? -preguntó Claudia.

Stern tamborileó sobre la mesilla pero no respondió. En la pista unos obreros montados sobre un andamio móvil lavaban un 747. Stern pensó en personal del zoológico y una jirafa. Naturalmente, él podía ir en persona a Westlab. Como albacea de Clara, tenía derecho legal a preguntar. Pero si los administradores de Westlab eran quisquillosos con la intimidad, tal como Nate sospechaba, Stern necesitaría credenciales para las cuales tendría que involucrar a Cal. Más le valía ser paciente. Tarde o temprano Nate lo averiguaría.

Pero aquí surgía una nueva irritación, más persistente que su curiosidad acerca de Clara, que parecía mecerse con la marea de su dolor. Stern tardó sólo un instante en identificarla: Peter. La sospecha surgida en casa de Kate y John, de que su hijo lo había burlado, resultaba difícil de aplacar. Sabía que era injusto e indigno suponer que Peter, en su gran angustia, había tenido la presencia de ánimo o la astucia para manipular a su padre respecto de la autopsia. Pero Peter había insistido mucho. Aún recordaba su voz resonando en el pasillo mientras acusaba a aquel polizonte desconcertado, el frenético destello en los ojos de Peter. Había preguntas pendientes. Con Peter siempre las habría.

– Claudia, por favor, ponme con la central de policía de Kindle.

En cuanto lo dijo, Stern sospechó que era un error. Durante su carrera profesional había hecho todo lo posible para evitar a la policía. Al final sólo creaba problemas. Dio a la operadora el nombre y distrito que buscaba y se consoló con la idea de que el viejo policía no estaría allí. Como se decía siempre, nunca estaban allí.

– Ray Radczyk.

– Alejandro Stern, teniente.

– Que me cuelguen. ¿Cómo se encuentra usted, Sandy?

– Tirando. -Oyó el bip de la línea por encima del habitual rumor de la comisaría. El viejo policía parecía realmente contento de tener noticias de él. Stern aún no podía recordar la relación. Había pensado sobre ello un par de veces, una divagación que se juntaba a muchas otras cuando evocaba esa tarde-. ¿Aún tiene ese archivo con mi nombre, teniente?

– Oiga -rió Radczyk-. Tengo un trabajo, igual que usted. Nunca ha habido un archivo. Usted lo sabe.

– Desde luego -respondió Stern.

Recordó que el tal Radczyk no era mal tipo. Para ser policía, desde luego.

– ¿Dónde está usted? Parece como si habláramos con latas.

Stern explicó:

– O'Hare. Un retraso.

– Lo lamento -dijo Radczyk.

– Teniente, hay una pregunta con la cual jamás lo molestaría si no me sobrara un momento.

– No es molestia. Adelante.

Stern hizo una pausa.

– Me preguntaba si el forense descubrió algo inusitado en relación con el examen de mi esposa.

Radczyk vaciló. Al escuchar su propia voz, Stern comprendió que la pregunta repentina parecía muy rara. Radczyk se tomó su tiempo.

– Sé que lo consideró suicidio, desde luego. Yo iba a llamarle, luego pensé, qué diablos…

– Entiendo -lo interrumpió Stern. Ambos callaron un instante. Stern ahuyentó a un camarero de chaqueta blanca que se acercó para ofrecerle una copa-. Comprendo que es una pregunta sorprendente…

– No hay problema. Déjeme desenterrar el informe. Lo recibimos de vuelta hace un par de semanas. Deme un número y lo llamaré dentro de un par de minutos.

Stern leyó el número de la cabina. ¿Qué haría Radczyk? Tal vez haría señas a otro para que cogiera un supletorio, o se cercioraría de que el sistema de grabación de llamadas estaba en marcha.

Pasó una mujer alta, cincuentona, vestida de rojo: llevaba un traje de seda con falda recta y ceñida, y un sombrero negro a juego con la ropa, las medias también eran negras. Una figura elegante. Miró hacia Stern y desvió los ojos, pero durante ese instante de contacto con aquellos ojos oscuros Stern pensó en Margy y creyó estar de nuevo entre sus brazos, como si de pronto hubiera atravesado las puertas de una película para quedar inundado por la luz y las imágenes de la pantalla: Margy, de pie junto al interruptor, las piernas desnudas y los senos curvos, la blusa desabrochada, el triángulo negro visible abajo, las uñas brillantes rozándole el cuerpo, el modo de abrir la boca y el color de la tez realzado bajo la profusa luz de la mañana, aun en la frágil piel de los ojos cerrados durante el éxtasis.

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