– ¿Sabes cómo empezó todo eso? ¿Alguna vez has oído la historia? -preguntó Margy.
– No me brindaron lo que yo llamaría vívidos detalles -dijo Stern-. Por lo que recuerdo, Dixon opinaba que el Servicio Fiscal había recibido informes de un empleado. Una filtración. ¿Brady? ¿Ése era el apellido?
– Correcto. Recordarás a Merle. Con ese bigotito que parecía partido por el medio. Dirigió nuestras operaciones durante una temporada. Un genio de la informática, un hacker o como lo llamen. -Margy agitó la mano-. ¿Recuerdas?
Stern se encogió de hombros. Los empleados de Dixon iban y venían. Por lo que él recordaba, la partida de Merle, tras una discusión salarial, había coincidido extrañamente con el comienzo de la investigación del Servicio Fiscal. Había proferido insultos y amenazas antes de irse: lo que sé, lo que puedo hacer. Estaba dispuesto a hundir a Dixon.
– Yo supuse que Merle era la persona que había recibido ciertas instrucciones críticas.
– No, no -replicó Margy con una sonrisa evasiva-. Dixon no es de los que dan a otros una soga para que se ahorquen. Pero Brady miraba el tubo de rayos catódicos y deducía muchas cosas. Así fue como averiguó en qué andaba Dixon.
Stern carraspeó. Esto tenía sentido. Brady sabía lo suficiente para causar problemas, pero no para asestar el golpe de gracia.
– De todos modos, rebobina hacia adelante. Dos años. El Servicio Fiscal le ha hecho la rectoscopia a Dixon…
– Sus propias palabras -apuntó Stern.
– Sus propias palabras -admitió Margy.
Se sonrieron.
Dixon, con sus caprichos y pasiones, con su oculto núcleo interior, era un terreno secreto que ambos habían explorado. Eran iniciados. Acólitos. Había una extraña intimidad en la comprensión compartida de este fenómeno.
– Y aquí, como dicen en mi pueblo, viene la mejor parte. Un día Dixon está en el Club de Du Sable, y adivina quién está allí. Vaya, el viejo Brady. Cualquiera diría que Dixon iba a coger un cenicero para partirle la cabeza. En cambio, lo trata con toda cordialidad. Le da la mano. Le dice que se alegra de verlo, lamenta que hayan perdido el contacto, todas esas chorradas. Y Brady, que no sabía si sonreír o mearse encima cuando apareció Dixon, siente un gran alivio. Dixon le da su tarjeta. Brady está trabajando como asesor en una oficina y Dixon le empieza a enviar trabajo. Yo no podía creerlo cuando veía los cheques. Lo llamé por teléfono y le pregunté qué demonios estaba haciendo. Dixon me respondió: «Déjame en paz, conozco mi negocio». Pensé que le habían hecho un cambio de personalidad o algo por el estilo. Se había vuelto blando. Tal vez había escuchado a Graham.
Margy bebió un sorbo y Stern brindó con ella. Nunca había visto ese aspecto de Margy. Era una narradora de la vieja escuela. Necesitaba un porche y una botella de whisky de maíz. Al escucharla, Stern intuyó que Margy había crecido observando a los hombres, admirándolos, cautivada por ellos en cierto modo. Tal vez ésa era la clave de su apego por Dixon y los aventureros de los mercados.
– De un modo u otro, lo cierto es que Dixon y Brady volvieron a ser compinches. Salían juntos con sus esposas. Brady es uno de esos tíos casados con una mujer flacucha que siempre quiere más. ¿Sabes a qué me refiero? Ella tiene que compensar algo, no sé qué. Pero iban juntos al teatro y a cenar. Tal vez salieron contigo y con Clara.
– No recuerdo nada de eso.
– No -se corrigió Margy-. Tienes razón. Pero un día yo estaba hablando con un tío, no recuerdo quién, y me comentó que Brady regresaría a MD para encargarse de mis transacciones en Kindle. Dixon no me contestó, ya sabes cómo es, pero yo lo confirmé. Todos habían oído el rumor. Vino un aviso de la oficina de Kindle. Iba a hacerse un gran anuncio. Dixon organizó un costoso almuerzo en Fina's. Llamó a todos sus personajes importantes. Yo también asistí. ¿Sabes?, todos estábamos sentados allí, pasándolo bien. De pronto Dixon miró a Brady y le dijo, delante de todos, hecho unas pascuas: «De paso». -Margy bebió un sorbo y miró a Stern a los ojos-. «Anoche me follé a tu mujer.» Así como te digo. Y además era cierto. Dixon no miente en eso. ¿Te lo imaginas? Reunió a ocho personas para que lo oyeran. El almuerzo terminó antes de que sirvieran la sopa. No es broma. Créeme, eso causó cierta conmoción aquí. Por eso te digo que nadie jode a Dixon.
Stern guardó silencio. Cogió la botella y terminó el vino.
– Notable -comentó al fin.
Lo decía en serio. La historia lo alarmaba. La verdad acerca de Dixon siempre era más desagradable de lo que él podía imaginar.
– ¿No crees? A veces pienso que Dixon tendría que consultar con un médico; no hace las cosas según lo establecido.
Stern soltó una risotada, pero Margy le clavó una mirada achispada y reprobatoria, como para advertirle que había cosas que no entendía. Esa mujer comprendía aspectos de los hombres y las mujeres, sobre la carnalidad, que a él se le escapaban.
– Volvamos a esos aburridos papeles -propuso Margy, sonriendo. Se levantó y alisó la falda y la blusa. Pero no había concluido. Por un momento pareció confundida y desvió la mirada. Mientras contaba la historia, su propio dolor por Dixon había aflorado. La angustia la había vuelto menos atractiva, le había contraído los rasgos-. Ese hijo de puta -exclamó de pronto, meneando la cabeza.
Stern se conmovió ante el tono atribulado de la seductora Margy, una cuarentona con su carrera y su vida a la sombra de la montaña de Dixon.
Stern extendió el brazo y le rozó la mano.
– Bien, eres un chico amable, ¿verdad? -observó ella.
Stern supo lo que ocurría. Ahora que había bebido bastante, comprendió lo que había sabido durante horas, desde que ella lo había mirado de aquel modo y le había preguntado con aparente indiferencia acerca de las mujeres que lo acuciaban. Debajo de todo ello tal vez se escondía el tirón de la soledad, la añoranza del alma aislada, pero ahora, a la deriva en la corriente del alcohol, la caliente picazón de la avidez lo colmó. El pulso se le aceleró mientras esperaba la siguiente maniobra.
No tuvo que esperar mucho. Margy volvió por unos instantes a los documentos, habló, murmuró, de pronto alzó los ojos con un aire ebrio e intenso. Si hubiera estado sobrio, tal vez le habría resultado cómico que una mujer le clavara una mirada tan caliente como para reblandecer la pintura. Pero no lo estaba. Se quedó mirándola mientras ella se levantaba y luego se recostaba para besarlo en el sillón de brocado. Tenía los labios agrietados y un poco duros. La carne que había comido le había dejado un regusto de sal.
– ¿Qué te parece esto?
Le apoyó los senos contra la cabeza. Suaves como palomas. El fuerte olor del perfume de Margy lo envolvió y sintió en la mejilla el contacto de una prenda íntima de seda. No se movió. Estaba seguro de que recibiría nuevas instrucciones.
Ella lo besó de nuevo, luego lo soltó y fue al cuarto de baño. Hubo un gorgoteo de agua. Stern se desplazó hacia el borde de la cama, tratando de despejarse. Estaba borracho. La habitación parecía ondular en el mundo periférico que había más allá del rabillo del ojo. Sólo necesitaba un poco de valor.
Se apagaron las luces. Margy estaba junto al interruptor. Ahora sólo llevaba la blusa de seda color jazmín, que estaba desabrochada a la altura del pecho y le colgaba como un salto de cama. Tenía las piernas desnudas, el cabello suelto; sin su traje elegante y sus zapatos de tacón alto parecía mucho más frágil. Llevaba la falda y unas prendas de seda en la mano. Ladeó la cabeza.
– Bien, mira quién está de suerte -susurró Margy.
Stern apagó la lámpara. Al cruzar la habitación para abrazarla, derribó dos o tres pilas de documentos. Ella era mucho más menuda de lo que parecía, un poco más baja que él, pero sólida. La boca era como carne cruda.
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