Scott Turow - El peso de la prueba

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– Era sólo una idea -le dijo a Kate-. Olvídalo.

Tomó a su hija de la mano y le besó la sien. Le agradeció la cena y la tranquilizó con un gesto, dando a entender que estaba bien. Pero sintió una creciente irritación cuando caminaba hacia la calzada a lo largo de la autopista. Siguiendo las luces de los otros coches en su Cadillac -éste era su auto, un sedán de Ville; la agencia de ventas se había llevado el de Clara en esa procesión de cambios, tras el momento de la muerte, que ahora él recordaba como un montaje cinematográfico-, experimentó las mismas emociones contradictorias. Se estaba hartando de las sombrías sorpresas de Clara, de aquel mundo oculto, de las enormes sumas gastadas y las enfermedades secretas. En su confusión, empezaba a sospechar de sus hijos. ¡Era culpa de ella, pensó de golpe, de ella! La declaración casi vibró en él.

Cerca de su casa paró frente a una tienda. Aún le costaba hacerse cargo de ciertas tareas domésticas. Claudia recitaba su lista de la compra desde la oficina, y la tienda entregaba las bolsas por la puerta trasera. Pero siempre faltaba algo: queso cremoso, leche. Nunca tenía suficiente zumo de naranja. Esperando en la fila, observó con admiración a dos jóvenes negras que estaban delante, ligeras de ropa a pesar del fresco de la primavera, hablando en su rápida jerga, arrolladoras en su extravertida sexualidad. De nuevo sintió la corriente de alto voltaje de la energía sensual. ¿Qué le sucedía? Signos de vida, se dijo, naturales, pero había algo salvaje e imprevisible en ese afán. Cualquier mujer lo excitaba. ¿Era racista pensar que sería tan extraño como un marciano para esas mujeres? Con todo, se dejó llevar por la imaginación. ¿Cómo lucirían esos senos opulentos y pardos, de piel suave y pezones gruesos? Su imaginación acarició estos pensamientos. Estaba asombrado y excitado.

De vuelta al aparcamiento, se sentó en el coche, un poco sorprendido de sí mismo. ¿Cómo podía llegar a eso? Por esta avidez adolescente se hubiera dicho que no había compartido una vida apasionada con Clara, lo cual no era cierto. Cuando joven la había deseado, y más de casados que antes, cuando parecían interponerse tantas cosas, y aunque la edad y el tiempo habían aplacado los sentidos, esa hambre no se había perdido del todo. A fin de cuentas, un hombre y una mujer siempre eran eso, opuestos y misteriosos, y en el acto de unión y exploración había cosas más mágicas y solemnes que en el más antiguo ritual. Otras parejas, de su edad y mayores, aludían a la extinción de estos impulsos. Una noche Dick Harrison le había dicho a Stern: «Lo levanto y parece translúcido». Pero tres o cuatro veces por mes Clara y él realizaban esa unión fundamental, cuerpos crujientes, hinchados y viejos, como decía ella, que se acercaban en la cama para fundirse como diez mil veces antes. Últimamente Stern había intentado recordar la última ocasión, y descubrió que había sido más de un mes antes de la muerte. Otra señal que debió tener en cuenta. Pero tenía un juicio, estaba nervioso y distraído, y después de varios años nadie desea fomentar pequeñas crisis. Los cuerpos se distanciaban y volvían a unirse. La imagen evocaba una radiografía, una forma en el espacio negativo: abriéndose y jadeando, cerrándose, aferrándose, como las alas de una mariposa en la oscuridad, las paredes del corazón.

Ahora aquella mujer lo había abandonado en los Estados Unidos de finales de siglo, donde las pautas de la actividad sexual aparecían en portadas de revistas que se vendían en el puesto que había detrás de la tienda. ¿Estaba preparado para ello? La incómoda verdad era que no tenía pasado del que ufanarse, ninguna memoria reconfortante de los pecadillos juveniles de Alejandro Stern. La geografía había estado contra él. Argentina, con sus gauchos y su machismo, tal vez habría sido un lugar más propicio para pasar la adolescencia. La lujuria masculina era allí un asunto mucho más público, un legado de los antepasados italianos y españoles. Su hermano, incluso a la edad de quince o dieciséis años, había tenido bastantes aventuras. Tenía muchas mujeres, o eso decía: rameras, muchachas indias, mujeres mayores ansiosas de energía juvenil. Stern aún recordaba claramente que había escuchado cautivado el relato de la iniciación de Jacobo, a los trece años, con una joven muy delgada, que llevaba un vestido de noche negro sin hombreras, a quien había conocido en el vestíbulo del Roma, un sórdido hotel del centro de Buenos Aires. Meses después, Jacobo afirmó que la había reconocido en la calle con hábito de monja, caminando con los ojos bajos en medio de una fila de novicias que salían del convento de Santa Margarita. Stern, cuarenta y cinco años después, aún consideraba turbadoramente excitante el recuerdo de aquella mujer, a quien imaginaba con ojos hundidos y pechos pequeños.

Pero su juventud en los Estados Unidos de los años cincuenta no había incluido aventuras tan exóticas. Los puritanos imperaban de nuevo y la sexualidad parecía ser un rasgo especialmente impropio en un extranjero moreno, un impulso tan sospechoso como simpatizar con los izquierdistas. El deseo físico era otro afán vital que de forma voluntaria postergaba para satisfacción futura, aun con Clara, con quien no se habría acostado antes de la boda si ella no hubiera insistido en que disfrutarían más de la luna de miel si dejaban de lado esa angustia. Dos semanas antes de la ceremonia, en la sala de Pauline Mittler, llena de brocados orientales y cristales vieneses, con todas las luces encendidas por temor a que alguien lo notara en la casa, Clara se había quitado el corsé y las medias, se había levantado la falda y se había recostado en el diván rojo de la madre. Por muchas razones, Stern lo había considerado un acto de asombrosa confianza. ¿Y él? Estaba aterrado y también un poco ultrajado, exasperado por la indignidad de aquella mecánica sorda. Treinta y un años después esas emociones conservaban su realidad, aún en el auto a oscuras, el recuerdo de una noche de intensas emociones en que había experimentado confusión, estímulo e irritación. Pero había actuado; también recordaba eso. Con esfuerzo había liberado el pene erecto de los pantalones y Clara Mittler se había transformado en la primera -la única- mujer de su vida.

9

Stern había visto Chicago por primera vez a los trece años, al final de un recorrido por tierra que su madre, Silvia y él habían realizado desde Argentina. Aquel viaje había sido impuesto por la relación de su madre con un hombre llamado Gruengehl, un abogado que le había dedicado sus atenciones desde la muerte del padre de Stern. Era un personaje destacado en uno de los pocos sindicatos antiperonistas, y después de su encarcelamiento, sus amigos y colegas habían ido a casa de Stern para ayudarlos a hacer las maletas. La ruta del exilio ya estaba dispuesta. En 1947, cuando muchas personas extraviadas de toda Europa reclamaban el ingreso en Estados Unidos y cuando los lazos diplomáticos de Argentina con Estados Unidos eran dudosos después de la guerra, la inmigración legal resultaba problemática. Habían viajado en tren hasta Ciudad de México, y desde allí habían cruzado la frontera como otra familia más de braceros. En Brownsville habían abordado un tren hacia el norte.

Stern, desde joven, había sabido que Argentina no era su destino. Su padre, un médico, había abandonado Alemania en 1928 y siempre había lamentado que los nazis le hubieran impedido regresar. Su padre siempre comparaba desfavorablemente la vida en Argentina con la que había conocido antes: la calidad de los bienes, de la música, de los materiales de construcción, las carencias de la gente. Jacobo, a quien Stern admiraba tanto, se había transformado en un sionista ferviente que predicaba desde que Stern tenía nueve años la gloria de Eretz Israel. Cuando Stern se apeó del tren en Chicago, creyó que su vida comenzaba. Siguieron hacia Kindle, donde los esperaban unos primos de su padre, pero Chicago encarnaría siempre su idea de Estados Unidos, con sus macizos y fuliginosos edificios de ladrillo, piedra y granito, llena de chimeneas y hoscas multitudes; la tierra de Gary Cooper, del acero, los rascacielos y los automóviles. En cada rostro reconoció ese día a los esforzados hijos de inmigrantes.

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