Scott Turow - El peso de la prueba

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Por lo general los intereses de Dixon resultaban menos divertidos. Stern estaba con él en el aeropuerto, pasando por el detector de metales, cuando Dixon vació los bolsillos en la bandeja destinada a objetos personales y arrojó un paquete de profilácticos con tanta naturalidad como si fuera chicle. Eso había sido años atrás, cuando los condones aún no eran tema de conversaciones decentes. Por los comentarios posteriores, Stern dedujo que en cuestiones de higiene personal, como en muchas otras cosas, Dixon era un pionero, obsesionado con la protección mucho antes de que fuera norma general. Pero la guardia de seguridad, una mujer joven, se ruborizó visiblemente, más horrorizada que si Dixon hubiera sacado un cuchillo. Incluso Dixon, mientras caminaba hacia la puerta del aeropuerto, manifestó cierto pesar. «Tendría que hacerme plastificar la verga.» Como el carné del club o la foto de los chicos. Al parecer ni la abstinencia ni la continencia eran posibilidades viables.

Testigo de estas andanzas, Stern procuraba no manifestar interés. Pero prestaba atención. ¿Quién no lo haría? A veces le parecía poder recordar los detalles de cada una de las historias procaces de Dixon. Y Dixon, que nunca pasaba por alto un punto vulnerable, había reparado en esa afición de Stern. Una ocasión en que él y Dixon viajaban por Nueva York, Dixon entabló una animada conversación con una camarera, una joven portorriqueña de rasgos suaves y belleza seductora que parecía disfrutar con las sonrisas insinuantes y el humor obsceno de Dixon. Cuando la camarera se alejó de la mesa, Dixon descubrió que Stern la miraba con los mismos ojos que él.

– ¿Sabes qué sensación te produce tocar una hembra de esta edad?

– Dixon, por favor.

– Es diferente.

– ¡Dixon!

Stern recordaba que había cortado con especial energía lo que tenía en el plato y que masticó con aire bovino. Pero cuando alzó los ojos, notó que Dixon aún lo observaba con satisfacción, feliz de ver la confusión que había provocado.

En el hotel, Margy se puso a sus anchas. Se quitó los zapatos antes que el camarero hubiera dejado los maletines y lanzó sobre la cama la chaqueta de seda del traje. Cogió un menú, encargó una cena al servicio de habitaciones y luego abrió el minibar.

– ¡Cómo necesito una copa! -exclamó.

Stern pidió un jerez pero no había, así que bebió whisky con Margy.

Cuando Stern empezó a vaciar los maletines, ella le cogió la mano.

– ¿Cómo te va, Sandy Stern?

Tenía un aire dulce y atento, sentada en la cama. No habían mencionado la muerte de Clara. Stern se preguntaba si ella lo sabía siquiera. De pronto, Margy le pareció un hombro para llorar, con la disponibilidad provocativa de un campo abierto. Él nunca sabía cómo interpretar sus actitudes. Tenía un aspecto imponente, lo que otras mujeres consideraban «compacto»: cabello rizado, ropa cara. Tenía las cejas pintadas de tal modo que le llegaban a las comisuras de los ojos y le daban el aire misterioso de un gato siamés. Era una mujer robusta y atractiva, con un busto opulento. Movía las caderas de un modo que Stern, a lo largo de los años, había encontrado llamativo cuando ella se paseaba con sus faldas de tweed o se inclinaba sobre un escritorio. Era brillante y ambiciosa; con los años había ascendido de secretaria a ejecutiva. Pero tenía un aire de estar marcada por la vida. Soy la pizarra en blanco. Escribe algo. El mensaje era triste.

– Me las apaño, Margy -dijo Stern-. Claro que ha habido tiempos mejores. Parece ser cuestión de adaptarse. Día a día.

– Así es- convino Margy, y asintió. Se consideraba una experta en tragedias-. Eres un tipo encantador, Sandy. Los que menos lo merecen son los que más sufren en esta vida.

Esta declaración campechana hizo sonreír a Stern. Miró a Margy, echada sobre la cama, y sus pies con medias.

– Sobreviviré -dijo Stern, y después de esta predicción, notó que en algo había mejorado.

– Claro -lo animó ella, y al cabo de un instante le soltó la mano-. La vida continúa. Pronto te acosarán todas esas muchachas maduras con el corazón reblandecido, así no te sentirás tan solo. Ya sabes, viudas y divorciadas que pasarán a saludarte, esperando que no estés muy triste, cuando regresan del salón de belleza.

Margy creía conocer las intenciones de todo el mundo. Stern rió en voz alta. Sin poder evitarlo, recordó la visita de Helen Dudak. Parecía que incluso Margy era más coqueta de lo que se habría mostrado un par de meses atrás. En todo caso, no estaba acostumbrado a tantas atenciones. Las mujeres siempre lo habían considerado simpático y de confianza, pero nunca había captado insinuaciones.

Trabajaron un rato antes de que llegara la cena. Stern apiló los documentos sobre la moqueta según las categorías que requería la citación y se los mostró. Ella se tendió en la cama, la barbilla baja, descalza, agitando las piernas como una niña. Había encontrado una lata de pistachos en el minibar, y la abrió con las uñas pintadas. Las cáscaras chocaban con ruido metálico contra el fondo de la papelera. El camarero trajo un carrito con un compartimento para calentar comida y alzó los costados para formar una mesa. Margy también había pedido vino. El camarero intentó servirle una copa a Stern, pero ya estaba mareado por el whisky.

Ella dejó los documentos y empezó a comer ávidamente en cuanto el camarero alzó la tapa de acero. La gente hacía bromas, comentó, sobre la velocidad con que comía, pero se había criado con cuatro hermanos mayores y había aprendido a no esperar. Cuando terminó, arrojó la servilleta en la cama y se recostó.

– ¿Qué es todo este asunto? -preguntó-. Dixon no me dice gran cosa.

Stern, con la boca llena, sacudió la cabeza. Estaba disfrutando de la comida. Últimamente nunca comía nada que valiera la pena a esta hora, su favorita.

– ¿Crees que lo han atrapado? Es demasiado listo para dejarse sorprender.

Margy, como todos los que conocían bien a Dixon, sospechaba que no siempre respetaba la ley.

– No me preocupa la discreción de Dixon, sino la de otros -dijo Stern. Margy ladeó la cabeza sin comprender-. Por la precisión con que se mueve el gobierno, sospecho que tiene un informante.

– Esos fulanos de la Bolsa -apuntó Margy-. Hacen muchas cosas con sus ordenadores.

– Eso supone Dixon. Pero tienen mucha información personal. Yo pensaría en alguien que en el pasado gozó de la confianza de Dixon. Un colega. -Con la mayor cautela posible, Stern añadió-: Una persona amiga.

La observó buscando algún gesto que la delatara. En estos asuntos, nadie estaba libre de sospechas.

– No -dijo Margy-. No creo que haya muchos tíos en la calle ansiosos de perjudicar al amigo Dixon. Todos conocen la historia. No se arriesgarían.

– ¿A qué historia te refieres?

– ¿Quieres decir que no la conoces? -exclamó Margy. Sirvió más vino para los dos. Stern frunció el ceño pero cogió la copa en cuanto estuvo llena. Le parecía que ella había bebido mucho, tres whiskies antes de la cena, y la mayor parte del vino, pero no se notaba. Margy rió de nuevo-: Esto es sensacional.

– Soy su cuñado -dijo Stern-. En todos estos años, sin duda me he perdido muchas historias.

– No lo dudes -aseguró Margy con una mirada cómplice y traviesa. Se irguió en la cama cruzando las piernas, al parecer indiferente a su imagen diurna: la vampiresa, la profesional, peinado intachable, maquillaje y perfume. Parecía excitada, inspirada, al poder hablar confidencialmente de Dixon-. Déjame decirte una cosa de Dixon Hartnell. Él sabe cuidarse, Sandy. ¿Te acuerdas del problema con el Servicio Fiscal Interno? Tú eras el abogado, ¿verdad?

El problema, como decía Dixon, era que su esposa le había permitido regresar a casa a condición de que la amueblara de nuevo. Cuando Silvia terminó, el decorador les presentó una factura de ciento setenta y cinco mil dólares, la cual no incluía los pagos realizados hasta el momento; según los registros financieros de Dixon y del decorador, esa suma no se pagó nunca. En cambio el decorador, un sujeto afable y nervioso que anualmente gastaba hasta el último céntimo que pasaba por sus manos, cobró un inexplicable interés en los mercados de divisas futuras y abrió una cuenta en Maison Dixon en la cual se desplegó una asombrosa actividad. En un período de diez días efectuó sesenta operaciones. Cuando se asentó la polvareda, una inversión de mil quinientos dólares se había convertido en ciento noventa mil dólares y pico, con una ganancia neta de ciento setenta y cinco mil dólares, la mayor parte una ganancia capital de largo plazo, gravada a una tasa de dos quintos de la que habría pagado si Dixon le hubiera extendido un cheque. El Servicio Fiscal Interno pasó casi dos años tratando de desentrañar los medios que presuntamente Dixon había empleado y al fin desistió. Dixon ni se inmutaba mientras Stern sufría hormigueos de temor, tras descubrir -al contrario del Servicio Fiscal- que el vendedor del Mercedes de Dixon y el contratista que le había ampliado la casa tampoco habían recibido ningún pago, y en cambio habían tenido gran éxito en sus transacciones respectivas con aceite y algodón.

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