Scott Turow - El peso de la prueba

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Kate atendía a su padre procurando consolarlo, pero como de costumbre se ocupaba principalmente del esposo. A veces los periódicos publicaban noticias sobre gemelos que guardaban un contacto tan estrecho que desarrollaban un lenguaje propio. Lo mismo ocurría con Kate y John. Estaban sumidos en sus pequeños sonidos: susurros, murmullos, la tímida risa de Kate. Un universo de dos. Stern había conocido a otras parejas así, personas sintonizadas con las mutuas peculiaridades como si éstas fueran una música extraña que las afectaba como opio. Habían estado juntos desde la escuela secundaria y, por lo que Stern sabía, eran el único hombre o mujer que cada cual había conocido a fondo. Este candor tenía su propia belleza. Uno constituía para el otro el resto del mundo: Adán y Eva. Ying y Yang.

Resultaba difícil imaginar el ingreso de un hijo en este mundo de dos dimensiones, pero en todo caso el embarazo de Kate parecía haber intensificado el estremecimiento del amor. John se apresuraba a ayudar a su esposa a levantarse, la besaba con embeleso mientras se dirigían a la cocina con los platos. Al observar los oscuros ojos de la hija fijos en el marido, Stern se sentía extrañamente afectado por el amor que ella experimentaba. El pobre John era un pelmazo de primera clase. Su más importante logro consistía en haber sido el mejor atacante de la década en una escuela que tradicionalmente tenía equipos mediocres. Los deportistas ambiciosos que pensaban codiciosamente en agentes, bonificaciones y la Liga Nacional literalmente lo habían arrollado en la Universidad de Wisconsin. Según los entrenadores, John tenía el tamaño y el talento, pero no el impulso. Esto no constituía una novedad para Stern, quien había presentado su propio informe años atrás. Pero aquí había un importante añadido posterior: trataba a su esposa con infalible dulzura. En un mundo duro, donde la decencia rara vez triunfaba, un mundo lleno de brutalidad y crudeza, y aún de personas bienintencionadas pero emocionalmente atascadas, como Stern mismo, John sobresalía, un hombre de disposición amable y gran ternura. Si no contaba con el carácter implacable de un triunfador, había descubierto otra cosa en sí mismo y la compartía con Kate. ¿Quién se hubiera negado a aceptarla?

Mientras John cruzaba el patio para sacar la basura, Stern se quedó con su hija en la cocina. Kate y John acababan de lavar los platos y ella enjuagaba un mantel.

– Cara, quería hacerte una pregunta -dijo Stern-. El otro día llegó por correo una cosa que me intrigó. ¿Te acompañó tu madre últimamente al médico?

Kate lo miró sin comprender. Incluso en sandalias, era un poco más alta que él, morena y bella, con el pelo lacio y los rasgos perfectos.

– ¿Recientemente?

– En los últimos meses.

– No. Claro que no. Ya te dije que ella no sabía nada.

– Pero quizá… ¿Tu madre pudo haber recibido la cuenta de uno de tus análisis?

– Papá, ¿de qué hablas?

Kate se había alejado del fregadero. Reaccionaba bruscamente ante toda mención de Clara y de pronto Stern decidió no continuar. La respuesta era suficiente.

Le tocó el hombro para calmarla y entró en la sala, todavía llena de cajas y sillas, para reunirse con John, quien se había dirigido al televisor cuando regresó a la casa. En esos instantes Stern sentía una gratitud casi religiosa por la invención de deportes televisivos que ocuparían los pocos instantes que se sentía obligado a pasar con el yerno. Esa noche los Tramperos, el pésimo equipo de béisbol de las tres ciudades, estaban en pantalla, y John y Stern intercambiaron ideas sobre las perspectivas de la temporada que acababa de empezar. Siempre ocurría lo mismo con los Tramperos: jóvenes estrellas que se largaban cuando les aumentaban el sueldo, jugadores que golpeaban con fuerza en cuanto escapaban de la pequeña cancha de los Tramperos. Stern, que había estudiado béisbol apasionadamente al aprender el modo de vida americano, disfrutaba con las observaciones del yerno. John tenía un ojo de atleta para los matices del trabajo físico: el shortstop lanzaba sin equilibrio. Tenack, el magnífico campista derecho, trataba de golpear la bola desde arriba, como lo hacía cada abril. John, que usaba gafas para ver la tele, se las acomodaba sobre la nariz mientras imágenes del campo verde le flotaban en los lentes. Parecía absorto como un niño, con el alma y el corazón encadenados a la gracia y gloria de los estadios; cuando John miraba, casi se oía el rugido entusiasta de la multitud en sus oídos.

Largos momentos transcurrieron mientras Stern esperaba las observaciones de John, a las cuales añadía algún comentario propio. Stern rara vez preguntaba a John acerca del trabajo; resultaba evidente que nunca respondería con franqueza, temiendo que sus respuestas, que quizá bordearían la queja, llegaran a Dixon. John había tenido un comienzo lento en MD, pasando con desconcierto por los departamentos de contabilidad y autorización antes de hallar un lugar en el despacho, donde Stern suponía que su trabajo aún no era brillante. Estaban sentados a ambos lados de la pantalla reluciente, John miraba el juego como un zombi, con la atención sin duda acentuada por la presencia del suegro. Stern recordaba reacciones similares, en el mismo período de su vida, ante su imponente suegro, Henry Mittler. En estas evocaciones comprendía a John, pues Stern en el fondo siempre estaba dispuesto a reprocharle que no fuera mejor, más listo, más hábil, más capaz de despertar en Kate algo loable, en vez de permitirle reposar en la blandura de la vulgaridad.

Cuando pasó el tiempo suficiente para dar por cumplidas las formalidades, se despidió de John y fue a ver a Kate a la cocina, dispuesto a marcharse. Al verla, sin embargo, recordó que sus últimas palabras lo habían desconcertado. Si la factura de Westlab no era para Kate, ¿qué ocurría? Estaba de nuevo como al principio.

– Kate -dijo, tras un abrazo de despedida-, ¿estás segura de que no había ninguna factura tuya que pudiera haber ido a tu madre?

– Papá, es imposible. ¿Qué te sucede?

Kate lo miró incrédula y se encogió de hombros, a la defensiva. Había parecido muy evidente, muy típico de Clara, que los hijos estuvieran involucrados.

Stern tuvo otro pensamiento y se quedó rígido en medio de la cocina. Ahora lo comprendía.

Lo había pasado por alto. Pero ahora sabía por qué Clara no había recibido la factura del médico; por qué Peter se había mostrado tan nervioso ese día al pensar en la autopsia. Porque el médico era él, el hijo de Stern: Peter había ordenado el análisis y había decidido cumplir con una promesa que le había hecho a la madre. Stern comprendía la necesidad de guardar secretos profesionales, pero no podía evitar la sospecha de que su hijo disfrutaría de esta ventaja sobre el padre, que le daba un dominio exclusivo sobre una parte final de la vida de ella. ¿Estarían los demás también al corriente?

– Kate. -Ella lo observaba, alerta ante la mirada abstraída del padre-. ¿Sabes si tu madre recibió atención médica de Peter?

– ¿Qué?

De pronto ella abrió la boca, la cara rígida de alarma. Era evidente que la sugerencia le parecía rebuscada. La pregunta que se leía en sus ojos era fácil de discernir: ¿su padre había perdido el juicio? Le preocupaba que él expresara estas ideas extravagantes, una tras otra.

¿Estaba en un error? La luz de la cocina parecía repentinamente intensa. Por primera vez en la vida sintió una profunda sensación de dislocación que instintivamente supo propia de los ancianos. Kate tenía razón, desde luego. Sumido en sus preocupaciones, había perdido sus cabales. ¿Qué había ocurrido con sus tradicionales hábitos de prudencia, tacto y discreción? No podía ir a ver a su hijo con esta idea estrafalaria. Si acusaba erróneamente a Peter aun de las manipulaciones mejor intencionadas, la previsible reacción sería de enfado; las consecuencias sacudirían lo poco que quedaba de la estructura familiar. Tendría que buscar de nuevo a Nate Cawley y pedirle que llamara al laboratorio. Era el modo más discreto de resolver el misterio.

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