Scott Turow - El peso de la prueba

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– Aún no he hecho el cálculo. Pero aquí hay cuatro transacciones que llegaron a cien mil. Yo diría que ganarías seis veces esa cantidad. No está mal por un par de llamadas telefónicas mientras te rascas el trasero.

Seiscientos mil, pensó Stern. Klonsky no andaba tras una infracción menor.

– Sólo que esta pequeña estafa no parece típica de nuestro amigo el pillo -dijo Margy.

Stern había pensado lo mismo. Los beneficios no compensaban los riesgos para un hombre con la posición de Dixon. Pero Margy se rió de la idea cuando Stern lo dijo.

– Oh, te follaría en el suelo por unas perras, mucho más por medio millón. No, no se trata de eso. Simplemente no parece el estilo de Dixon. ¿Nuestros clientes? Son su religión. No me lo imagino haciéndoles esta faena. Dixon es leal. -Cogió las manos de Stern-. Pero sé que lo hizo.

– ¿Porque tienen que informarle antes de una transacción de gran volumen? -dijo Stern, recordando que Dixon lo había admitido en la oficina.

– Sobre todo. Mucha gente de la empresa sabe qué estamos haciendo. Pero si yo robara quinientos, seiscientos mil dólares, ¿iba a esconderlos en tu bolsillo? Es error de la empresa. Y naturalmente Dixon Hartnell es la empresa. Es dueño de MD Clearing Corp, MD Holding Corp, Maison Dixon. Todo el juego le pertenece. Tal vez esto sea algún juego tonto que estaba practicando para divertirse.

Stern reflexionó sobre la idea de que Dixon cometiera delitos para divertirse. No era imposible. Nada era imposible con Dixon.

– ¿Y qué ocurrió con el dinero?

Stern pensaba en las citaciones que el gobierno había entregado en el banco de Dixon.

Margy se volvió sobre la espalda y meneó la cabeza para indicar que no lo sabía. Los pechos se le aflojaron sobre el busto; debajo de la barbilla, donde terminaba el maquillaje, se apreciaba un borde de piel pálida, como si años de tratamientos cosméticos le hubieran absorbido el color de la tez. Esos defectos significaban poco para Stern, que aún estaba excitado.

– No puedo saberlo sin estudiarlo un poco más. ¿Quieres saber qué sospecho yo?

– Por favor.

– No hizo nada con el dinero.

– ¿Nada?

– Nada. Lo dejó allí. Es lo que yo haría. La cuenta de errores siempre es deficitaria, pues cuando te equivocas con un pedido y el cliente gana dinero, no te dice que es un error. Acepta la transacción. Sólo te enteras de los perdedores. Y así debe ser. El precio de hacer negocios. Puedes perder cuarenta mil un mes y, si comienzas a tener ganancias, de pronto sólo pierdes dos mil al mes. ¿Entiendes? Nadie se entera de la diferencia. Salvo el viejo pillo. Porque al final del año, esos seiscientos mil reaparecen en el fondo. Como si se diera una bonificación.

– Muy astuto -observó Stern-. Eres muy lista al deducir el plan, Margy.

Le besó el dorso de ambas manos.

– Oh, soy una ramera lista -dijo ella, sonriendo. Stern se preguntó de quién sería esa frase, quién la habría llamado así. Parecía que lo estaba repitiendo. Stern, naturalmente, podía adivinarlo-. Pero no la más lista.

– ¿No? -preguntó Stern, sentándose en la cama junto a ella, que esperaba tendida de espaldas-. ¿Y quién lo es?

– Ya sabes quién. Nunca lo pillarán. Sólo necesita llamar al despacho de pedidos para colocar estas transacciones que terminaron en la cuenta de errores. Lo hace veinte veces al día. Nadie recordará que llamó. Además, en todo este caos no hay un solo papel que tenga sus iniciales. Dirá que cuarenta personas más pudieron hacerlo. Telefonistas. Representantes. Pude ser yo misma. -Margy sonrió-. Pueden pensar que fue él. Pueden saber que fue él. Pero no pueden probarlo.

Margy había visto televisión y había oído estas frases; tal vez estaba imitando a Stern. Desde luego estaba convencida. Dixon también lo estaba, pensó Stern, al recordar sus promesas telefónicas de venganza. Su cliente estaba envalentonado después de los anteriores éxitos con el Servicio Fiscal Interno y su conocimiento de que el gobierno había corrido a examinar sus cuentas bancarias cuando el dinero no había salido de la compañía. Pero Stern no estaba tan seguro. Los ayudantes de la fiscalía eran a menudo avezados investigadores financieros. Al principio podían cometer errores, pero si Margy tenía razón en sus sospechas de cómo había manipulado Dixon sus mal conseguidas ganancias, los fiscales al fin las descubrirían en manos de él y llegarían a las mismas conclusiones. Dixon seguía en peligro.

– Debería hablar con los empleados de MD que recibieron estos pedidos en el despacho de Kindle para cerciorarme de que no tienen tan mala memoria como supones -dijo Stern.

Convendría recordar a quien hubiera tratado directamente con Dixon que esos episodios habían ocurrido en el pasado y que cada día recibían una abrumadora cantidad de pedidos; Stern tendría que hacerlo pronto, antes de que el FBI localizara recuerdos contrarios. Margy prometió buscar las facturas de pedidos y enviarlos a Stern; él podría identificar a los solicitantes y establecer contacto directo. Ella enviaría un memorándum a Kindle para pedir a todos los empleados del despacho que colaboraran con el abogado.

– Desde luego, la situación no es precisamente cómica -comentó Margy-. La bolsa hará temblar a la compañía. Nos impondrán multas y censuras y armarán un gran revuelo. Luego le pasarán los datos al CFTC para que también organice escándalo. Pero nuestro amigo estará bien. Armará tanto alboroto como ellos, quejándose de que semejante cosa pasara ante sus propias narices. Luego despedirá a alguien para proteger su glorioso trasero. -Margy ladeó la cabeza de modo que sus ojos quedaron a la altura de la hinchazón de los calzoncillos de Stern. Sonrió, y Stern pensó que se burlaba de él, pero en realidad seguía pensando en la persona a quien Dixon despediría-. Tal vez a mí -suspiró con una sonrisa tristona-. Tal vez a mí -repitió, y alzó los brazos riendo para buscar consuelo en Stern.

Cuando se despidieron en la puerta de la habitación, Stern prometió llamarla.

– Me gustaría -respondió Margy simplemente.

Era evidente que no le creía; los hombres siempre decían lo mismo.

En cuanto el taxi lo dejó en el aeropuerto O'Hare, Stern hojeó las páginas amarillas y envió un enorme ramo sin tarjeta a la oficina de Margy. Sentado en la estrecha cabina, detrás de los tabiques de acero inoxidable perforado, evocó imágenes de la noche pasada y de la mañana y sintió un escalofrío de excitación. ¿Era él, Alejandro Stern, abogado, hijo de un país católico, quien se revolcaba en la cama unas horas atrás? Pues sí. Tenía el espíritu alerta, la bandera desplegada. Conservaba en los labios el sabor humoso de Margy, la suavidad de sus prendas de seda en la palma. ¿Cuándo regresaría? Se rió en voz alta y una mujer de otra cabina lo miró con severidad. Ligeramente avergonzado, de pronto halló una astilla enterrada en el corazón. Gratitud. Oh, sí, estaba agradecido a Margy, a toda la raza femenina que, increíblemente, había resuelto aceptarlo una vez más. Con la mano en el teléfono, reflexionó sobre la bendición del abrazo de otro ser humano.

En la puerta, la azafata anunció que el avión que realizaría el corto vuelo de regreso saldría con retraso. «Problemas técnicos.» ¡Como de costumbre! Stern, a pesar de su euforia, no podía librarse de su odio hacia aquel aeropuerto, con sus interminables pasillos y su luz enfermiza, los cuerpos apiñados y las caras preocupadas. Fue a la sala de espera, cuero negro y granito, y telefoneó a su oficina.

– Claudia, por favor, llama a la ayudante Klonsky y concierta una cita para el viernes. Dile que deseo entregar los documentos que ha solicitado a MD.

Hacía un mes que Stern no hablaba con la ayudante del fiscal. Raphael había llamado para solicitar una prórroga de una semana y Klonsky le había respondido con exasperación. A Stern no le gustaba irritar a los ayudantes, pues no era su estilo y además la hostilidad entre abogados complicaba los casos. De algún modo tendría que hacer las paces con Klonsky. La vida del abogado, pensó, siempre conciliando. Jueces. Fiscales. Clientes.

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