Scott Turow - El peso de la prueba

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Fue un momento extrañamente acogedor. Ella incluso se echó hacia atrás para reír. Él le bajó la blusa, le acarició el pecho y se arqueó para besarle el pezón. Ebrio como estaba, se movió con torpeza y ambos rodaron a la cama. El contacto corporal, en todos sus detalles, la textura de la carne, la ubicación precisa de codos y rodillas, le comunicaba la excitante noticia del encuentro con otra mujer, pero también lo inundaba la sensación de algo familiar; se sentía más sereno de lo que había imaginado. Era revivir ese viejo contacto entre hombre y mujer, nada más. Ella le aflojó la corbata, le abrió la camisa. Entretanto lo envolvía con la pierna y Stern bajó la mano hacia la cavidad húmeda y resbaladiza. Ella se había lavado y los dedos se deslizaron hacia el interior, y esa dulce calidez lo excitó tanto que soltó un gruñido.

Al cabo de pocos minutos estaban unidos. Margy se abandonó a su propio éxtasis. Cerraba los ojos y tarareaba extrañamente mientras Stern se movía, apretándose contra él con cada impulso. Todo tenía el aire de algo ensayado, Margy sabía cómo proteger sus intereses. Hacia el fin le apoyó una mano en la cadera y lo retuvo donde quería, se lanzó hacia él por última vez y alcanzó la cima gimiendo y hundiéndole las largas uñas rojas en la espalda. Stern se excitó al pensar en esas uñas rojas clavadas en su espalda pálida y al ver la agitación y el creciente jadeo de Margy, y entonces se corrió, olvidando por un instante ese cuerpo que se agitaba contra el suyo, y luego despertó a esa mujer suave y perfumada que se aquietaba casi al mismo tiempo que él. Ella lo abrazó con gratitud y camaradería.

– Sensacional -dijo, un comentario que a Stern le pareció más un elogio del proceso que de él mismo. Margy aún cerraba los ojos y sonreía. Tenía el maquillaje descompuesto, el lápiz y la sombra corridos bajo la comisura de los ojos, y el exceso de barbilla, doblada bajo la cara, revelaban una línea de piel azulada y pálida donde no llegaba el maquillaje. La familiaridad de Margy con las circunstancias, su comodidad en los brazos de un extraño, era todo un fenómeno. Tiempo atrás había jurado tomar todo aquello que le apeteciera.

Lo besó detrás de la oreja y se apartó, aferrando las almohadas. Con la confianza de una esposa, acomodó las caderas para apoyarlas contra el flanco de Stern y en un instante se durmió, tan pronto que Stern de algún modo comprendió que este momento de refugio era en realidad más importante para Margy que lo anterior. Para ella, él era un hombre junto al cual podía dormir en calma. Murmuró algo en sueños. La luz, supuso Stern. Se le acercó para escuchar.

– Oh, Dios -exclamó al oírla.

Luego la abrazó, se acomodó junto a ella, apagó las luces y se durmió.

«No nos cobres -había susurrado ella-. No nos cobres el tiempo adicional.»

Despertó, se irguió, miró la oscuridad sin saber dónde estaba hasta que reconoció la silla donde colgaba su traje. Recordó: el hotel, Chicago, Margy. Aún percibía la forma de ella al lado, pero no se atrevía a tocarla. Sentía un aguijón doloroso en la sien. Buscó el reloj en la mesilla de noche y advirtió que podía descifrar los jeroglíficos de los números digitales azules de la radio-reloj: 3.45. Pero no fue eso lo que le llamó la atención, sino el calendario, en números más pequeños.

Se quedó sentado en el borde de la cama, calculando mientras Margy respiraba en la oscuridad.

Cuarenta, pensó. Desde que la encontró en el garaje. Cuarenta días, exactamente.

10

Cuando despertó, Margy estaba sentada en la cama, las piernas cruzadas, con la camisa de Stern. Tenía delante montones de documentos fotocopiados y se apoyaba la cabeza en una mano.

– Bien, he logrado averiguarlo -dijo-. Es un pillo, sin duda.

Stern, desnudo, encontró los calzoncillos al lado de la cama y corrió un poco la cortina. El sol despuntaba en un cielo nublado. Fue al cuarto de baño. Tenía una sensación pastosa en la cabeza y la boca. ¿Una resaca? Buscó las gafas en el bolsillo de la chaqueta.

– ¿Qué es esto?

– La cuenta de errores no tiene buen aspecto. -Margy se tendió de bruces. Tenía el trasero desnudo y su posición en la cama le abultaba los senos de manera insinuante. Stern trató de ordenar las ideas. Era viudo, estaba en ropa interior, en una reunión de negocios, y el pene se le estaba endureciendo. Ella cogió una copia de la citación y subrayó cuatro operaciones grandes, cuatro fechas diferentes-. Ahora estos tíos van a mover el mercado, ¿verdad?

Tal vez a causa de la distracción, Stern tuvo un momento de confusión. Luego recordó la explicación de Dixon: grandes pedidos, mil contratos de golpe causaban fluctuaciones bruscas en los precios.

– Oferta y demanda -observó.

– Exacto. Ahora supongamos que tu cliente viene al foso con un enorme pedido de compra que disparará los precios. Tú eres un pillo y quieres ganarte un par de perras. ¿Qué haces?

– ¿Compras lo que el cliente desea?

– Exacto.

– ¿Antes que el cliente?

– Exacto.

– Y vendes cuando el mercado está en alza.

– Ya lo creo. Tienen muchos nombres para eso. «Trato anticipado.» «Operar antes que el cliente.» Pero han practicado este juego desde que existe mercado.

Margy alzó los ojos. El cabello revuelto parecía más oscuro y la falta de descanso le había hinchado los ojos Aun así, esa mujer cálida, inteligente y enérgica era un bonito espectáculo. Stern advirtió que nunca se quitaba los pendientes, pequeñas bayas doradas.

– Supongo que el personal de asuntos legales está alerta a estos asuntos.

– Desde luego. Si la bolsa te pilla en esto, estarás en aprietos. Y siempre están buscando.

– ¿Por qué se han eludido aquí esas precauciones?

– Cuenta de errores.

– Cuenta de errores -repitió Stern.

Mientras ella se movía de bruces, la camisa había dejado al descubierto un pecho pálido que descansaba sobre la manta. Stern se había sumido momentáneamente en la conversación, pero al verlo sintió otras inclinaciones. La libido era como una puerta oxidada: una vez abierta, no se cerraba con facilidad. Cogió un papel de la cama para disimular la erección.

– Tengo que admitir que el viejo pillo es un experto. Nunca había pensado en esto. La cuenta de errores sirve para eliminar problemas. A veces vendemos o compramos un producto cuando el cliente quería otro. O compramos tres embarques y el cliente quería dos. Cualquier tipo de torpeza. Un número de cuenta equivocado. En cuanto alguien nota el error o cuando se queja el cliente, la transacción se desplaza a la cuenta de errores. Si no podemos desplazar la transacción, cerramos la posición… vendemos lo que compramos o compramos lo que vendimos. ¿Me sigues?

– Sí.

– Ahora suponte que soy un pillo muy listo y quiero adelantarme a mis clientes sin que me atrapen. Compro un poco en Kindle de algo que sé que van a comprar en gran cantidad en Chicago. El precio sube en ambos lugares. Sólo tengo que esperar a que el mercado salte. Y no lo hago en mi nombre. Cometo un error. Deliberado. Número de cuenta equivocado, por ejemplo. Luego, cuando el mercado está en alza, vendo esa posición.

– ¿De nuevo con un número de cuenta equivocado?

– Así es. Dos días después, cuando se despeja la humareda, ambas transacciones figuran en la cuenta de errores. El departamento legal ni se fija en Kindle, y aunque lo haga no pilla a nadie comprando con antelación. Sólo ve un error tonto. Pero cuando cerramos las dos posiciones, la compra y la venta, tenemos pingües beneficios en la cuenta de errores.

Stern meneó la cabeza asombrado.

– ¿Cuánto? -preguntó.

Margy se encogió de hombros.

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