– Los datos que me preocupan, Peter, son elementales. Una mujer está enferma. Un hombre está con ella. Sólo deseo saber qué posibilidades hay de que él se contagie.
– Mira, esto es demasiado vago -objetó Peter, estudiando a su padre-. Hablemos de una persona, ¿te parece? Esta persona. ¿Cómo sabe que hay un problema?
– Supongamos que el análisis dio resultado positivo. Ella se sometió a un análisis.
– Análisis. Entiendo. -Peter hizo una larga pausa-. ¿Y tú recibes la información? -Peter meneó la cabeza-. ¿Él recibe la información?
– En efecto.
– ¿Se la da esta mujer?
Por el tono de Peter, era evidente que pensaba en alguna pelandusca.
– Como te he dicho, parte de un informe autorizado.
– Muy bien -asintió Peter-. ¿Y ella está activa en el momento del contacto? ¿El virus se está expandiendo?
– ¿Qué quieres decir?
– Si hay indicios manifiestos de la enfermedad. Lesiones. Llagas. Ulceras. Un salpullido.
Stern no pudo contener un respingo. No había notado nada de eso. Pero ya había advertido que no recordaba sus últimas relaciones con Clara, y no por mera casualidad.
– Temo que mi información no es tan precisa, Peter.
– ¿Puedes preguntar?
– Creo que no.
– ¿Crees que no? -Peter miró al padre de hito en hito. Stern comprendió que daba la impresión de que este encargo imaginario se había hecho en un callejón. Peter, tal vez con embarazo, se miró las manos entrelazadas-. La enfermedad sólo se transmite mediante contacto piel a piel, con un sujeto activamente infectado o prodrómico… es decir, que está a punto de comenzar. La infección se manifiesta de dos a veinte días después del contacto. Lo más frecuente es que ocurra durante la primera semana. Si te contagias. Algunas personas son inmunes. Si ha transcurrido este período sin síntomas, es probable que estés bien. Probable -repitió su hijo.
– Entiendo -dijo Stern. Peter lo observaba atentamente para ver cómo lo afectaba la noticia-. ¿Y cuánto dura, si uno se ha contagiado?
– La eflorescencia inicial dura de tres a seis semanas, externamente. Pero es una infección vírica que puede reincidir. Sin duda has oído hablar de eso. Cada recidiva dura de siete a diez días.
– ¿Y cómo sabe uno si está infectado, Peter?
– Bien, lo primero es examinar.
– ¿Para buscar qué? -preguntó Stern.
Peter, con mirada agria, se apoyó la mano en la barbilla. Al fin se levantó, se alejó del escritorio y cerró la puerta. Se volvió hacia su padre.
– Bájate los pantalones.
– Peter…
– A la mierda con estas tonterías. Levántate. Venga. -Actuaba con demasiada firmeza para permitir discusiones. Stern, con una mezcla de ironía y añoranza, recordó el modo en que había previsto este encuentro, con él mismo en pleno dominio de la situación.
– Luego -musitó.
– Vamos. -Peter aplaudió burlonamente. Actuaba con firmeza y distanciamiento. Tenía la mirada fija en el cinturón del padre. Fue un momento sin trascendencia. Stern estaba aprendiendo que los asuntos corporales tenían su propio peso, que eran irreductibles. Peter se arrodilló y extrajo del bolsillo una linterna pequeña. Daba indicaciones como un coreógrafo. Izquierda, derecha. Tira de aquí, tira de allá. Sus modales profesionales eran asépticos, su mirada intensa y penetrante.
– ¿Irritaciones?
– No.
– ¿Escozores?
– Ninguno.
– ¿Problemas funcionales? ¿Urinarios? ¿Eyaculación?
Stern decidió obviar observaciones sobre los problemas de la edad. Respondió que no.
– ¿Algún tipo de pérdida?
– Ninguna.
– ¿Hinchazón?
– No.
Peter lo tocó una vez, precisa y fugazmente, en la entrepierna, palpándole los ganglios linfáticos.
El examen terminó después que Stern quedara de pie con el órgano extendido como un pez cogido por la cola, el lado dorsal expuesto, y Peter alumbró con la linterna el miembro mustio a lo largo y por encima del escroto.
– Pareces limpio -declaró, y le indicó a Stern que se vistiera. Luego añadió-: Un momento. -Salió discretamente por la puerta y regresó con un recipiente de plástico-. Quisiera una muestra.
Stern, desde luego, se opuso.
– Vale la pena, papá. A veces, muy pocas, algunos pacientes, sobre todo varones, pueden contraer el HSV-2 sin los síntomas habituales. Tal vez tengas una infección en la próstata o en la uretra y termines por contagiarla.
Peter lo miró severamente y añadió que también deseaba una muestra de sangre para determinar la temperatura de solidificación virósica del suero, operación que permitiría comparar el nivel actual de anticuerpos con el de cinco o seis semanas después, para garantizar que no hubiera contagio.
– ¿Todo esto es necesario? -repitió Stern.
Peter se limitó a señalar el pequeño cuarto de baño del pasillo. Stern obedeció. Se quedó de pie en ese cuartucho, acariciándose el órgano para estimularlo, experimentando la habitual dificultad de excitarse de forma voluntaria. Afuera dos enfermeras hablaban acerca de un paciente.
¿Peter era homosexual? La pregunta, que no era nueva, llegó como un rayo, y como de costumbre en el momento en que causaba la mayor incomodidad. Pero no podía ahuyentar ese pensamiento. Su hijo tenía treinta años, y las hermanas y la madre parecían ser las únicas mujeres de su vida. Nunca había vivido con una muchacha; cuando lo veían sus padres, rara vez estaba con una mujer. Eso no significaba gran cosa. ¿Quién hubiera expuesto a una persona desconocida al circo neurótico de su familia? No obstante, Stern a veces creía ver lo que, de manera lega y mojigata, él tomaba por indicios: el estrecho apego de Peter por la madre, cierta afectación. Bien, incluso esa especulación era insidiosa. En cualquier caso, poco apropiada para un padre. Lo cierto -y aquí al fin surgía la verdad con su contenido efecto explosivo, como una carga que estallara dentro de una caja fuerte- era que la idea agradaba vagamente a Stern. Sería una ventaja permanente. Daría a Peter su merecido. Stern, casi sin darse cuenta, sacudió la cabeza mientras brotaba este río de resentimiento. En ese espacio cerrado y maloliente, la claridad de sus malos sentimientos era lúgubre e irremisiblemente triste.
En la oficina, Peter esperaba con una goma elástica y una jeringa. Tras entregar el recipiente a una enfermera, Peter se arrodilló junto al padre e insertó la aguja. Entretanto, Stern se preparó para otra pregunta imprescindible.
– Entiendo que es necesario revelar estos problemas a las parejas.
Peter entreabrió la boca y lo miró con asombro. Incapaz de dominar su propia simulación, Stern no había pensado en la impresión que provocaría esta pregunta: la mujer número uno tenía el problema, y ahora él hablaba de «parejas», en plural. Vaya par de meses. Stern sonrió vagamente.
– Tal vez sería aconsejable -respondió al fin Peter-. En general. Si el análisis sanguíneo fuera más rápido, te ahorrarías el contratiempo. Pero cinco, seis semanas. -Peter meneó la cabeza-. Será mejor que digas algo, por si acaso. Es casi seguro que estás bien. Pero si algo surgiera, querrás que sepan de qué se trata.
– Entiendo. -Bien, sólo Dios sabía qué había oído Margy en sus tiempos, pero la idea de informarle hacía temblar a Stern. Nunca explicaría las verdaderas circunstancias, ni a ella ni a nadie. Lo consideraría otro ejemplo de la mala fe de que eran capaces los hombres-. Y supongo que por el momento recomiendas abstinencia -preguntó casi con esperanza.
Había resuelto volver a enclaustrarse ese fin de semana.
Peter sonrió vagamente, divertido por la idea de que su padre tuviera vida sexual o, más probablemente, por el hecho de que de pronto él tuviera derecho a dirigirla.
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