Después de unos instantes, los zombis seguían llegando. El canal se empezaba a llenar de cuerpos, que caían amontonándose unos sobre otros. La sangre manchaba la tierra y viciaba el agua del Darro, teñiéndolo de rojo.
– ¡Hay que avanzar! -gritó José para hacerse oír por encima del ruido de los disparos.
Susana reaccionó al instante, corriendo hacia el montículo y encaramándose a él sin dejar de disparar. José se quedó en el sitio para ofrecer cobertura, porque desde donde estaba tenía que describir menos giro para cubrir la misma área. Por fin, cuando la cadencia de zombis disminuyó un poco, Susana se colgó el rifle al hombro y se encaramó al muro de un salto, agarrándose con los brazos. José sabía que un disparo fallido, en ese momento crítico, supondría un desenlace fatal.
Cuando estuvo arriba, Susana levantó la cabeza y vio con repentino horror que tenía prácticamente encima a un zombi ; avanzaba hacia ella de frente, motivo por el que no lo había visto hasta ese instante. Sabía que José no tendría ángulo para frenarlo porque ella estaba en medio, y su rifle aún colgaba de su hombro. Justo cuando parecía que sus manos estaban ya a punto de aferrarla, consiguió sacarse la cinta del fusil y darle un revés con la culata. Los huesos de la mandíbula crujieron de una manera atroz, desgarradora, pero el zombi apenas retrocedió. Un segundo revés, sin embargo, sí consiguió que se replegara un par de pasos, circunstancia que aprovechó para encañonarle y disparar.
– ¡Susana! -gritaba José desde el canal. En los últimos segundos había realizado una cantidad impresionante de disparos, y la tensión era ya insoportable, girando a uno y otro lado tan rápido como podía.
Susana se preparó y empezó a dar cobertura, disparando a los zombis que venían corriendo por la calle. Ahora que tenía visibilidad, se daba cuenta de que, calle arriba, el número de zombis era aún manejable, pero cuando se volvió, contempló sobrecogida cómo una numerosa horda de espectros avanzaba hacia ellos, ganando terreno a cada segundo.
– ¡Ya! -gritó Susana.
José corrió hacia el montículo y se encaramó en un tiempo récord. No se colgó el arma al hombro, sin embargo, sino que la subió al muro antes que él. Al instante, descendió el escalón que le separaba de la acera y estuvo junto a Susana, cubriéndola.
– ¡Hostia puta! -exclamó, al ver el número de zombis que subía desde la plaza.
Los disparos se mezclaban con los aullidos de los espectros. Si había alguna manera de que éstos salieran de su estado de aletargamiento y se volvieran enfurecidos corredores , era precisamente el ruido martilleante de dos fusiles descargando copiosamente al unísono. Y cómo corrían… corrían sacudiendo los brazos como si fueran extensiones ajenas a su cuerpo, como si sus extremidades fueran de trapo, cosidas burdamente a sus cuerpos. Los que eran abatidos caían al suelo convertidos en fardos sanguinolentos, dificultando el paso de los que venían detrás. Éstos tropezaban y se derrumbaban, conformando una masa confusa que se movía como un capullo de huevos de araña.
– ¡Suusiiii! -gritaba José-. ¡Hay que avanzar!
Susana se había vuelto ahora hacia atrás, describiendo un giro rápido, para ocuparse de los zombis que corrían hacia ellos por ese lado. A cierta distancia, el estrecho callejón del Lavadero de Santa Inés empezaba a vomitar espectros con una cadencia pasmosa. Llegaban a la carrera, resbalaban al alcanzar la esquina como un coche que derrapa y eran luego atraídos por el sonido de los disparos.
Se acabarán… en algún momento tienen que acabarse …
Continuaron disparando y ganando espacio centímetro a centímetro. Afortunadamente, de todo el material que encontró en la iglesia, Susana escogió el mismo modelo de fusil que usaban en Carranque, y gracias a eso, cuando era necesario podían municionar con la rapidez que las circunstancias requerían: un proceso que habían practicado hasta la saciedad.
– ¡Llegamos a la plaza! -anunció Susana. Subida al murete que separaba la calle del canal, tenía una visión un poco más amplia y lejana de lo que ocurría. El momento de abandonar la Carrera del Darro le venía preocupando desde hacía un rato, ya que donde éste acababa se formaba una especie de embudo. Además, si les costaba mantener a los zombis bajo control con sólo dos frentes, ¿qué ocurriría cuando se encontrasen en terreno abierto, con tantos frentes como ángulos tiene una circunferencia?
Con esa idea en la cabeza, Susana tomó una resolución.
– ¡José, hay que correr! -gritó, sin dejar de disparar contra los zombis . Los casquillos vacíos saltaban en el aire y caían al suelo con un sonido metálico.
– ¡Te sigo!
– ¿Qué?
– ¡TE SIGO!
– ¡Sube aquí arriba!
José saltó encima del muro, que se levantaba del suelo apenas un metro, y se incorporó. Cuando estuvo preparado para disparar de nuevo, se sintió abrumado por la rapidez con la que los muertos habían avanzado en esos escasos segundos. Susana tenía razón… tenían que avanzar, porque esa situación era del todo insostenible. Su puntería iba también a peor, porque la tensión se incrementaba a cada segundo, y los proyectiles hacían volar clavículas, destrozaban los huesos de los hombros y arrancaban finas explosiones de sangre de los cuerpos muertos, pero nada de eso les detenía.
– ¡CORRE! -gritó Susana, y empezó a moverse con prodigiosa rapidez por encima de la tapia.
José la imitó, pero desde su perspectiva, la sensación de vértigo era mucho mayor. Él sí veía cómo los muertos lanzaban sus brazos hacia ella a medida que pasaba corriendo, veloz como una centella. Los puños se cerraban en el aire a escasos centímetros.¡ Demasiado cerca !, pensaba, envuelto en un pánico palpitante.
No me va a dar tiempo… si no me agarran, me empujarán contra el canal, y si no me rompo la crisma allí abajo, habrán conseguido dividirnos, al menos, y ya no se podrá hacer nada …
Para garantizarse el paso, se llevó el fusil a la cadera sin aminorar la marcha y empezó a disparar contra todas aquellas garras retorcidas; las manos quedaron desgarradas, los dedos cercenados, pero los espectros continuaban proyectándose hacia ellos como una marea abominable.
Pero al fin, cuando parecía que iban a caer ya en sus garras, se encontraron al término del muro de piedra. Habían llegado a la plaza. Instintivamente, Susana saltó por encima del embellecedor con forma de bola que marcaba el principio de la calle y cayó en la acera, al lado de la masa de espectros que se había congregado. Los muertos se giraron emitiendo un ruido agudo e insoportable, pero Susana había perdido pie con la caída y trataba de recuperar el equilibrio, desaprovechando preciosos segundos. Volvió la cabeza, hipnotizada por las manos que ya casi arañaban su cara, y en su mente se formó una pregunta con una claridad y una serenidad sorprendente: ¿ Ya está?, ¿así es como acaba todo ?
Pero en ese momento, José saltaba también sobre la bola de piedra. Cayó encima de los zombis que estaban ya prácticamente sobre Susana, derribándolos contra el suelo. Susana reaccionó rápidamente, lanzando una lluvia de proyectiles contra los espectros que ocupaban la segunda fila. Los cuerpos se sacudieron, acribillados por las ráfagas, y aunque fue una salva a la desesperada, cumplió su propósito, haciéndolos retroceder unos segundos.
Era justo el tiempo que José necesitaba para ponerse en pie de un salto.
Tan pronto se hubo recuperado, salieron corriendo hacia la izquierda, siguiendo el trazado circular de la acera. Allí el número de zombis se había reducido completamente, ya que todos los que habían estado vagabundeando por esa zona se habían lanzado contra la estrecha calle que habían venido recorriendo. Eso les permitió avanzar un buen trecho en poco tiempo, dando zancadas tan grandes como les era posible.
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