Isabel quería ir con Moses y advertirle, quería salir fuera y decirle a sus amigos que regresaran, que estaban en peligro, que no funcionaría. Pero… ¿acaso no había dicho Gabriel que las predicciones de Alba eran absolutamente infalibles? Ella no veía probabilidades; veía el futuro, tan cierto como que los planetas giran alrededor del Sol.
Se tumbó en la cama de nuevo, casi sin darse cuenta de lo que hacía, mientras las lágrimas luchaban por escapar de sus párpados cerrados. Había abierto una puerta al futuro y ahora deseaba no haberlo hecho nunca; casi se sentía culpable por ello, como si de alguna forma, el conocimiento del desenlace pudiera provocarlo. Y entonces, justo cuando creía que iba a ser capaz de controlar las lágrimas, rompió a llorar.
José y Susana habían abandonado su parapeto y estaban bajando la ladera de la colina, con las piernas enterradas en una alfombra de hierba verde y lozana que les llegaba prácticamente hasta las rodillas. En poco tiempo se encontraron con los restos de una vieja torre, un primer bastión de defensa que alguna vez debió pertenecer al complejo de la fortaleza y que ahora era apenas una ruina con edificios de viviendas anexos. Desde allí se deslizaron con infinito cuidado, siempre descendiendo, hasta el canal. Ahora los muertos se encontraban a apenas unos metros, al otro lado del Darro, y sus rostros empezaban a ser distinguibles. Apagar las linternas había sido una buena idea, y probablemente, aventurarse de noche también había sido un acierto. Quizá en condiciones normales de luz diurna ya les hubieran detectado, pero se mantenían pegados junto al muro como gigantescos escarabajos negros, apenas dos sombras ocultas por las tinieblas del torreón derruido, y parecía que ninguno de los caminantes había reparado en ellos.
Sin mediar palabra, Susana se dejó caer por el pequeño desnivel y saltó al canal. El Darro, en ese punto, era apenas un pequeño riachuelo que se deslizaba hacia el oeste con un ruido alegre de aguas en movimiento, por lo que no hubo sonido de chapoteo. José la imitó, y cayó sobre sus pies en la tierra húmeda.
Descubrió con infinito alivio que, contra todo pronóstico, no había zombis en el canal. Si alguna vez los había habido, habían sido arrastrados por la corriente. Sin embargo, eran conscientes de que debían seguir poniendo mucho cuidado con cada paso que daban porque el murete que separaba la calle de donde estaban ellos tenía apenas un metro, y los zombis no dudarían en tirarse abajo si los detectaban.
Anduvieron como ladrones furtivos, cruzando bajo un pequeño puente. Allí el río se ensanchaba abruptamente, pero aún pudieron avanzar por los márgenes sin tener que tocar el agua. Los muros a ambos lados eran en ese punto altos y verticales; ladrillo visto recubierto de un musgo exuberante, y José empezaba a preguntarse cómo volverían al nivel de la calle cuando llegaran al final del canal. De vez en cuando, las ramas de las plantas que brotaban de las oquedades caían en cascada hacia ellos, como si se esforzaran por buscar la frescura de las aguas, y en algunos momentos tuvieron que escurrirse por entre la maraña de yedra que caía hacia abajo como las crines de un caballo.
Al pasar el segundo puente, Susana se detuvo, congelando su pose como si el tiempo se hubiera detenido. José hizo lo mismo, y miró en la dirección en la que Susana miraba. Allí, plantado en mitad del puente, había un espectro que parecía mirarles fijamente. Tenía los brazos extendidos hacia abajo y el cuerpo contraído en un rictus deforme; un hombro más alto que el otro, y la cabeza ligeramente inclinada.
Va a gritar. En cualquier momento va a señalarnos con un dedo largo y retorcido y va a gritar, como Donald Sutherland en la película La invasión de los ultracuerpos.
Pero no ocurrió nada de eso. Susana siguió dando pequeños y prudentes pasos, uno cada vez. Se manejaba como lo haría alguien frente a un animal que está a punto de atacar, temiendo hacer movimientos bruscos. Un paso. Pausa. Otro paso. Al fin, terminaron por desaparecer bajo el puente, escapando de su vista.
José quiso decir algo, pero se mordió la lengua. El silencio que inundaba la ciudad era casi sepulcral, y su voz podría sonar como el graznido de un pato en un parque. De vez en cuando les llegaba el sonido metálico de una lata rodando por la acera, quizá impulsada accidentalmente por algún espectro, y otros sonidos furtivos que se apagaban rápidamente y cuya naturaleza se les escapaba, pero eso era todo.
Continuaron ganando terreno, hasta que llegaron al último tramo del canal. Una sensación de triunfo les inundó, aunque brevemente, porque allí, el río era conducido bajo el asfalto de la plaza de Santa Ana, a través de un túnel donde la oscuridad no encerraba matices, tan absoluta como espantosa. Las paredes del canal eran insoportablemente altas y no se veía por ninguna parte una manera de treparlas.
Susana señaló la pared del muro más meridional, el que daba a la calle, unos metros más atrás. Por allí, una montaña de tierra (probablemente arrastrada por el agua) lo hacía más accesible, y José asintió. Ése era el final de su silenciosa incursión. Tan pronto ascendieran por ese lado, serían otra vez visibles para los muertos, y para entonces, se dijo José, más les valdría saberse todos los pasos del baile.
Pero cuando empezaron a cruzar la corriente, un gruñido grave y grosero les heló la sangre en las venas. Se quedaron inmóviles, como si el haz de un foco proyectado desde la torreta de una prisión les hubiera sorprendido en mitad de la fuga. Susana se volvió, con el fusil preparado, buscando el origen del gruñido, y por fin lo vio.
Era uno de los zombis que vagabundeaban al nivel de la calle, un centinela alto y terrible con la mandíbula expuesta. Los dientes asomaban como los extremos de un cincel. Llevaba una especie de bufanda enredada alrededor del cuello, convertida en jirones en sus extremos y recubierta de manchas oscuras, de forma que parecía la soga de un ahorcado. Estaba asomado desde el muro que pretendían escalar, agazapado y en actitud de alerta, y les miraba con ceñuda concentración, como si estuviera intentando determinar si lo que veía era, en efecto, una presa .
– Susi… -susurró José sin poder evitarlo.
Y en ese momento, el centinela dio un respingo, agitando la cabeza con violentos espasmos.
– ¡Prepárate! -dijo Susana, llevándose el rifle a la mejilla y separando las piernas.
Y el centinela gritó.
Al instante, a modo de respuesta, un clamor aberrante se elevó por toda la calle; los muertos respondían a la llamada, propagando la alerta por las callejuelas de la ciudad. Mientras tanto, cuando el insoportable fragor estaba en su momento más álgido, Susana aprovechó para ejecutar un único disparo. El proyectil voló por el aire y se estrelló contra la cabeza del centinela, arrancándole parte del cráneo. No brotó sangre, pero sí una lluvia blancuzca que se esparció por el aire como una nube de insectos.
Con el grito congelado en su garganta, el centinela se precipitó al canal donde se quedó tendido en el suelo, con los brazos y las piernas extendidos.
Rápidamente, otros espectros se asomaron por el borde del muro, buscando con sus ojos muertos. Sus gestos eran de desesperada ansiedad. José lo había previsto y ya estaba apuntando en esa dirección: empezó a disparar contra ellos con una puntería imponente, y los cuerpos desaparecían tras el muro o caían hacia abajo, donde quedaban desmadejados como marionetas rotas.
Una segunda fila de zombis apareció para reemplazar a los que habían caído. No intercambiaron palabra, pero ambos sabían lo que debían hacer: Susana se ocupaba de los que aparecían por su izquierda,y José de los de su derecha, de forma que se reducía su arco de cobertura y no se desperdiciaba ni un solo disparo.
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