Carlos Sisí - Hades Nebula

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Tras sobrevivir a la devastadora pandemia que ha asolado el mundo y con la esperanza de ahondar en el misterio del Necrosum, el pequeño grupo de supervivientes de Carranque llega finalmente a la Alhambra de Granada, donde el aparato militar ha instalado uno de los últimos bastiones de resistencia de la Humanidad. Sin embargo, una vez allí descubrirán que las cosas no son cómo les habían prometido y los protagonistas deberán afrontar una realidad aún peor que todo lo que habían conocido hasta entonces.
El autor se sirve de los muertos vivientes para describir situaciones de extrema dureza y dramatismo, explorando la complejidad del ser humano cuando se encuentra cara a cara con el terror en un mundo manifiestamente hostil, y lanzando al lector, en definitiva, a una montaña rusa de sensaciones que desemboca en la conclusión final.

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– ¡Susana, por Dios! -gritó de nuevo, retrocediendo hasta que su espalda topó con la persiana metálica de la farmacia.

Pero Susana había visto el cielo abierto con el agujero que la bala perdida había dejado. Sentía las gargantas espantosas emitiendo toda suerte de gruñidos a escasa distancia, pero aun así, apuntó a la reja, en la zona alrededor de la caja de la cerradura, y empezó a descargar el cargador.

José se apartó de forma instintiva, desplazándose lateralmente. Los muertos estaban a tres metros… a dos metros y medio… y el rifle indicaba que el cargador empezaba a vaciarse.

Cuando hubo descargado una veintena de balas, Susana intentó ver el resultado de su desesperada acción. Esperaba que la persiana se hubiera quedado desligada de la cerradura, pero el humo blanco producido por los disparos, a tan poca distancia, le impedía ver.

Un metro…

– ¡SUSANA! -bramó José.

Apenas podía ya girar a tiempo para alcanzarlos a todos. Los ojos histéricos de los muertos estaban fijos en él; las bocas se abrían, inmundas y oscuras como pozos sin fondo.

Susana no podía esperar más. A la desesperada, dejó caer el fusil, alargó ambas manos entre el humo cálido y pestilente, como de azufre, y tanteó hasta que sus manos se posaron sobre el asidero.

Más vale que esté roto. Más vale

¡Medio metro!

Los sonidos guturales llenaban su cabeza. José no tenía ya ángulo para seguir disparando y empezó a rechazarlos con la culata del rifle, gritando como un poseso.

Y por fin, haciendo un despliegue de fuerza robada de reservas que no creía ya tener, Susana tiró hacia arriba.

La persiana se levantó con un crujido chirriante, amenazador. José soltó todo el aire, comprendiendo lo que acababa de pasar. Sin decir nada, justo cuando parecía que unas manos espantosas iban a agarrarle del chaleco, se las ingenió para doblarse sobre sí mismo y escurrirse por el hueco; apenas medio metro, pero suficiente para escapar al interior. Susana le siguió en el mismo instante.

Rodaron por la oscuridad más absoluta, y respiraron el aire enrarecido y cargado del denso aroma a medicamentos y a humedad. La reja se sacudió con la embestida de los zombis y crujió amenazadoramente. Ahora golpeaban la persiana con una violencia desmedida, sobrecogedora, y el tambucho vibró como si fuera a desprenderse. De algún lugar cayeron yeso y trozos de cemento, y los dos compañeros se quedaron petrificados, incapaces de moverse, convencidos de que, en cualquier momento, la persiana podría ceder.

Por fin, el tambucho crujió con una lastimera protesta final y cedió. La persiana se deslizó otra vez hacia abajo, cayendo pesadamente, en ángulo, y se quedó trabada contra los rieles que la conducían. La escasa luz que entraba por el agujero desapareció.

Susana se quedó quieta, intentando recuperarse de la tensión que acababan de vivir. Resoplaba pesadamente y el corazón trabajaba a un ritmo frenético, intentando manejar toda la adrenalina que había liberado. José, por su parte, se tumbó de espaldas, sintiendo el frío del suelo contra la nuca. Era incapaz de levantar los doloridos brazos. Hasta el dedo con el que había estado martilleando el gatillo se le había quedado tenso, señalando acusadoramente hacia algún punto de la pared.

– Por Dios… -dijo a la oscuridad, jadeando.

Lo habían conseguido, sí, pero en su mente empezaba a florecer el germen de una inquietud; una pregunta que flotaba como un espíritu neblinoso: ¿cómo volverían a salir de allí?

Y mientras esa duda horrible se abría paso en su mente, fuera, los muertos llamaban, aporreando la persiana metálica con furibunda persistencia.

20.

REPRESALIAS

El soldado avanzaba por el pasillo a buen paso, con el sonido de sus botas llenando de ecos los techos altos. Cada vez que pasaba junto a un centinela, se ponía tenso y apretaba los músculos, como si temiese que éste fuese a echársele encima, bloquear sus brazos con las rodillas y grabar una sola palabra en su frente utilizando algún tipo de puñal. La palabra, por supuesto, era «TRAUMA».

Pero no ocurrió nada de eso.

Por fin, se encontró junto a la puerta de la oficina personal del teniente Romero. Se tomó unos cuantos segundos para recuperar el aliento y llamó a la puerta con los nudillos. Luego, abrió sin esperar respuesta.

Romero estaba sentado junto a la chimenea, donde unas llamas retorcidas lamían varios troncos de considerable tamaño. Tenía los pies apoyados en una suntuosa mesa, nacarada de distintos colores para formar el damero de un ajedrez, y fumaba en pipa mientras leía un libro.

– ¿Qué ocurre? -preguntó, levantando la vista de su lectura.

– Teniente, señor… se escuchan disparos desde la ciudad -contestó el soldado.

Romero se incorporó con rapidez.

– ¿Disparos? -preguntó, con el ceño fruncido.

– Sí, señor. Un montón de disparos. No hemos localizado la fuente desde esta posición, pero hay movimiento de hostiles en la Carrera del Darro y en Plaza Nueva. Creemos que hay alguien ahí abajo armando un buen cirio.

– ¿Alguien acercándose? -preguntó Romero.

– Es difícil decirlo, señor. He venido a avisarle tan pronto lo hemos detectado.

– Vamos… Llévame -concluyó Romero, dejando el libro y la costosa pipa sobre la mesa.

Mientras caminaban de vuelta por los pasillos, Romero no dijo nada; iba considerando posibilidades, dándole vueltas al hecho que acababan de anunciarle. Sabía perfectamente bien que entre sus hombres germinaba lentamente el cáncer de una revuelta, propiciada por varios motivos. Por un lado, muchos se dejaban convencer porque estaban en desacuerdo con lo que les estaban haciendo a los civiles. Para Romero, no era un acto de crueldad, era más bien una cuestión de prioridades. Tras informar del resultado de las últimas operaciones de búsqueda y rescate en las que el número de efectivos se redujo de ciento treinta a sólo noventa, se le habían proporcionado sólo dos directivas principales: que asegurara y mantuviera la base Orestes, y que salvaguardara la vida de sus hombres, nada más. Todas las operaciones habían sido canceladas; el Alto Mando tenía que reorganizar sus prioridades e informaría sobre futuras directrices cuando llegara el momento.

Romero suponía que por allí arriba tenían sus propios problemas, y sospechaba de qué índole eran. Algo quizá tan complicado como la Pandemia Zombi. Empezó a sospecharlo cuando se le preguntó si había problemas con civiles armados por su zona y él había informado de que no, no habían tenido problemas en ese sentido. Sus problemas eran básicamente de recursos. Informó de que tenía varios cientos de civiles a su cargo y éstos precisaban alimentos, atención médica y equipamiento para pasar el invierno: ropa adecuada, calzado, mantas, etcétera. Se le comunicó, con contundente rapidez, que la población civil era deleznable. Sacrificable. Ningún hombre a su cargo debía ser arriesgado para garantizar la supervivencia de la población civil. La base Orestes debía permanecer en estado de espera de instrucciones, tan operativa como fuera posible. Romero informó entonces de que los alimentos disponibles no alcanzarían más que para dos meses, y el comunicado de vuelta contenía instrucciones tan claras como las anteriores: Recorte o elimine el suministro de alimentos a la población civil para que la cantidad de suministro de que se dispone para el personal militar de la base llegue a los cinco meses .

Romero obedeció sin divagaciones morales innecesarias. Una orden era una orden, y creía firmemente en el bien global. Si había que sacrificar varios cientos de personas para la consecución de un bien mayor, se haría.

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