Carlos Sisí - Hades Nebula

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Tras sobrevivir a la devastadora pandemia que ha asolado el mundo y con la esperanza de ahondar en el misterio del Necrosum, el pequeño grupo de supervivientes de Carranque llega finalmente a la Alhambra de Granada, donde el aparato militar ha instalado uno de los últimos bastiones de resistencia de la Humanidad. Sin embargo, una vez allí descubrirán que las cosas no son cómo les habían prometido y los protagonistas deberán afrontar una realidad aún peor que todo lo que habían conocido hasta entonces.
El autor se sirve de los muertos vivientes para describir situaciones de extrema dureza y dramatismo, explorando la complejidad del ser humano cuando se encuentra cara a cara con el terror en un mundo manifiestamente hostil, y lanzando al lector, en definitiva, a una montaña rusa de sensaciones que desemboca en la conclusión final.

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– ¡Sí, señor!

Mientras el soldado salía fuera para poner en marcha la operativa, los otros soldados se prepararon para empacar el cadáver utilizando unos plásticos que colgaban de un gancho en la pared. Al girar el cuerpo de Marín, Romero vio una espantosa y profunda herida en la base de la cabeza: le habían agitado el hipotálamo como se agita una bebida con hielo. No querían que se convirtiera en zombi y diera la alarma.

Romero sacó la pistola de su funda y se aseguró de que estaba en orden y cargada. Era hora de cazar ratas.

Los soldados irrumpieron en la zona civil casi veinte minutos más tarde. Llegaron por la avenida principal, corriendo en formación cerrada, espoleados por los gritos de los jefes de escuadra.

Los supervivientes, que yacían ya en sus camas en el interior del Parador de San Francisco para evitar el frío de la noche, escucharon la algarabía y se pusieron sobre alerta. Se miraban y se preguntaban qué ocurría. Ya habían escuchado los disparos y habían andado bastante inquietos, preguntándose qué pasaría ahí fuera. Unos opinaban que venían a rescatarlos, otros que eran supervivientes que se acercaban y unos pocos albergaban la esperanza de que fueran los soldados, que por fin habían salido para traer alimentos.

Pero los soldados que entraron en el Parador, apuntándoles con sus armas, no trajeron más que malas noticias.

– ¡Todos fuera, vamos! -decían unos.

– ¡A la calle!, ¡todos a formar a la calle! -decían otros.

– P-pero… ¡hace demasiado frío! -contestó un hombre, acercándose a ellos con las palmas extendidas.

Antes de la pandemia había sido profesor del departamento de Psicología de la Universidad de Granada, y llegó a publicar un libro sobre los dibujos y escritura en espejo de Leonardo Da Vinci, pero ahora, su aspecto famélico y desaseado le daba la apariencia de un loco. El soldado le cogió del brazo y lo empujó hacia la calle.

– ¡Vamos! ¡FUERA! ¡TODOS FUERA!

Los civiles se miraban, sin ser capaces de reaccionar. Nadie daba el primer paso, y el jefe de zona, Abraham, no aparecía por ninguna parte. Un ruidoso murmullo empezó a propagarse por toda la planta.

Por fin, uno de los soldados levantó el arma por encima de su cabeza y disparó tres veces. Los proyectiles se perdieron entre la delicada decoración del techo. Eso fue suficiente: el murmullo se transmutó en algarabía, y alguien empezó a gritar histéricamente. Los soldados elevaban la voz por encima del griterío, haciendo gestos de dirección hacia la puerta. Los supervivientes comenzaban a salir.

– Dios mío… y ahora qué… -dijo Moses.

Estaba todavía con Sombra, que no se separaba de Jukkar.

– El doctor… -dijo Sombra, con un hilo de voz. Si lo obligaban a moverse, las heridas volverían a abrirse y la sangre volvería a manar. Si salía fuera, tendría un shock térmico asegurado. Si lo movían, Jukkar tenía las horas contadas.

Miró a Moses con ojos suplicantes, esperando que él hiciera algo.

– No digas nada… -dijo Moses-. Déjalo así y salgamos fuera como dicen. Quién sabe… quizá él, aquí dentro, esté más a salvo de lo que vamos a estar nosotros.

Y tan pronto pronunció esas palabras, pensó en los niños.

Isabel se incorporó en la cama, dando un respingo. Había conseguido quedarse dormida (o eso creía) y el ruido de la gente la había traído de vuelta del mundo de los sueños. Casi inmediatamente, sonaron varios disparos en la zona de la puerta, y a duras penas consiguió ahogar un grito de sorpresa. Su corazón se aceleró.

– ¿Qué pasa? -preguntó una voz somnolienta. Era Gabriel. A Isabel no le pasó desapercibido el hecho de que, aun en la confusión característica de ese estado entre el sueño y la vigilia, había pasado un brazo protector por encima del cuerpo de su hermana, que seguía dormida a su lado.

– No lo sé… quédate ahí, Gaby.

Justo cuando se incorporaba, Moses llegó hasta ellos por entre la multitud. El caos era desproporcionado. Se escuchaban llantos, gritos y sonidos de muebles y enseres desplazándose. La gente parecía determinada a llevarse sus cosas. Subido en lo alto de una mesa, un soldado gritaba para hacerse oír por encima del caos. Insistía en que no debían mover nada, que sólo necesitaban que salieran para hacer un registro.

– ¿Un registro? -preguntó Isabel, parpadeando.

– Qué coño… -dijo Moses.

La situación volvió a recordarle las películas que había visto sobre los campos de concentración nazis. Recordaba a los judíos y polacos por el andén de una estación, con sus posesiones más valiosas empacadas en maletas. En el último momento, el equipaje era separado de ellos. Algunos marcaban sus cosas con trazos de tiza blanca, para poder localizarlos después. Sólo que no había un después; eran introducidos en trenes oscuros de basta madera donde se hacinaban para ser conducidos a su destino final.

Pero no es eso, claro , pensó . Han oído los disparos, como los hemos oído todos, y vienen a ver qué está ocurriendo. Oh, ¿cómo es que nadie pensó en eso?, ¿cómo pensamos que saldría bien ?

– Cariño… abrígate… -decía Isabel.

Moses se volvió a tiempo para ver cómo extendía las mantas sobre los hombros de la niña, cubriendo su cabeza. Alba parecía una versión apagada de sí misma, cabizbaja y con los ojos entrecerrados. Gabriel estaba calzándose las viejísimas deportivas, mirando alrededor con aire preocupado.

En ese mismo momento, alguien a no mucha distancia gritó, con la voz cargada de rabia contenida: «¡Hijos de puta! ¡Dadnos de comer, hijos de puta!» A eso se sumaron otras voces similares («¡Dadnos comida!», «¡Hace frío, cabrones!», «¡Dispara a tu puta madre, cabrón asqueroso!»), y en poco tiempo, un montón de gente se unía a las protestas, cada vez más airadas. Moses se acercó a Isabel y los niños, y se aseguró de que se mantuvieran junto a la pared. Un objeto indeterminado (¿un zapato?) voló en dirección al soldado que estaba subido a la mesa, pero falló con mucho y acabó estrellándose contra una pared. El soldado le señaló con el dedo.

– ¡Te he visto, hijo de puta!

– ¡Comida, dadnos comida! -decían las voces.

– ¡Vuelve a hacerlo y abro fuego, gilipollas! -bramó el soldado. Pequeñas gotas de saliva salieron volando de su boca; sus dientes asomaban por entre sus labios contraídos.

En alguna parte, una mujer lloraba.

Moses temía una revuelta por encima de todo. Aquella gente había soportado demasiado. En el tiempo que llevaba allí había descubierto que muchas de aquellas personas tenían inflamaciones y ulceraciones en la boca, dientes flojos, encías y heces sangrantes. Muchos sufrían fiebres intermitentes, dolores abdominales o diarrea. También delirios y temblores convulsos. Eran síntomas de enfermedades serias como la disentería o el escorbuto, probablemente por la falta de higiene y de una alimentación insuficiente, que generaba deficiencias en el aporte de vitaminas entre otras cosas. Y ellos lo sabían. Sabían que aunque no estaban en ningún andén, sí que había una especie de tren. Uno que marchaba en silencio, lento pero inexorable. Este tren no iba a ningún campo de concentración, y ciertamente no les esperaban las cámaras de gas, pero si nadie hacía nada por evitarlo, el ritmo lento y monótono de aquel tren en el que estaban subidos les conduciría igualmente a la muerte.

– Quedaos aquí… -dijo Moses, extendiendo ambos brazos para protegerlos. Intentó vislumbrar a Sombra entre la gente que se arracimaba a su alrededor, pero había sido devorado por la masa, oculto en un mar de cuerpos que se movían de un lado a otro.

Sin embargo, la situación que temía no se produjo. Finalmente, hombres y mujeres empezaron a salir fuera, estremeciéndose por el helor que caía. Algunos habían tomado la precaución de llevarse ropa de abrigo, pero otros muchos estaban demasiado confundidos y asustados para pensar en esas cosas. Lentamente, la masa de gente fue circulando, y se unieron a la hilera que iba abandonando el antiguo convento.

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