Carlos Sisí - Hades Nebula

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Tras sobrevivir a la devastadora pandemia que ha asolado el mundo y con la esperanza de ahondar en el misterio del Necrosum, el pequeño grupo de supervivientes de Carranque llega finalmente a la Alhambra de Granada, donde el aparato militar ha instalado uno de los últimos bastiones de resistencia de la Humanidad. Sin embargo, una vez allí descubrirán que las cosas no son cómo les habían prometido y los protagonistas deberán afrontar una realidad aún peor que todo lo que habían conocido hasta entonces.
El autor se sirve de los muertos vivientes para describir situaciones de extrema dureza y dramatismo, explorando la complejidad del ser humano cuando se encuentra cara a cara con el terror en un mundo manifiestamente hostil, y lanzando al lector, en definitiva, a una montaña rusa de sensaciones que desemboca en la conclusión final.

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Jukkar, en cambio, era su responsabilidad. Si no le llevaban los medicamentos que necesitaba, y pronto, en cierto modo indirecto pero evidente sería culpa suya. En su cabeza, esa asociación directa se conformaba con una claridad meridiana.

– ¿Y ahora? -preguntó José. Estaba sentado en el suelo, con las piernas extendidas y la espalda encorvada, los brazos lacios caídos sobre sus muslos.

– Ahora… podemos empezar por intentar encontrar lo que hemos venido a buscar. Luego ya veremos.

José no dijo nada, pero la idea le sedujo rápidamente y se incorporó con movimientos mecánicos. Le daba algo en lo que pensar, algo de coherencia a los últimos acontecimientos. Sentado en el suelo había empezado a sentir nostalgia de Carranque; y pensaba que ojalá se hubieran quedado allí. Al fin y al cabo, podían haber usado el campamento falso, ubicado al sur del complejo, el pabellón grande, para empezar otra vez. Con Juan Aranda capaz de traer cualquier cosa que hubieran necesitado, habrían estado perfectamente; porque incluso si el personal científico de los militares conseguía retomar los trabajos de Rodríguez, ¿qué posibilidades había de que inocularan a los civiles?, ¿a los mismos civiles que habían, prácticamente, abandonado a su suerte?

Susana había recorrido los estantes de la sala con la linterna, pero en la parte pública de la farmacia sólo había productos de higiene, belleza, control de peso y un surtido enorme de productos para el cuidado de los pies. Pasear el haz por los carteles con sonrisas perfectas y madres abrazadas a bebés sanos y hermosos era como viajar al pasado. Un expositor de preservativos Durex languidecía ofreciendo seguridad y confort, y al lado, unos botes blancos sin ángulos guardaban lociones tonificantes para pieles sensibles.

– Dios… -dijo José.

Susana se volvió hacia él. Su linterna estaba enfocando una caja de barritas energéticas Enerzona Snack. El envoltorio, de un color verde manzana, parecía despedir destellos luminosos bajo la luz de la linterna. La imagen promocional incluía una infografía imposible mostrando el chocolate en su máximo esplendor, y tan pronto identificó la imagen, su estómago se sacudió emitiendo ruidos quejumbrosos.

– ¡Oh, mira eso! -exclamó Susana.

Unos segundos después, se entregaban a la tarea de arrancar el plástico de las chocolatinas. El sabor era en extremo dulzón, y se pegaba a los dientes como si uno de sus componentes básicos fuese el pegamento, pero aun así, poner en marcha otra vez las mandíbulas les resultó una experiencia casi mística. Hacer bajar la comida por la garganta sólo les hizo darse cuenta de lo hambrientos que estaban.

Cuando dieron buena cuenta de tres chocolatinas cada uno, se sintieron renovados. José miraba el envoltorio con fascinación, sintiendo la explosión de energía en su cuerpo. 40 % hidratos de carbono, 30 % proteínas, 30 % grasas , decía la etiqueta, pero su estómago las había recibido como el maná celestial.

– Nos las llevamos todas… -dijo Susana.

– ¡Desde luego! -comentó José, echando el contenido de la caja en la mochila. Encontraron también otros alimentos parecidos bajo un enorme eslogan que rezaba: ¡ Nuevos sabores! Coco, vainilla y naranja (la vainilla no contiene gluten) , y se las llevaron también.

– Uf… qué hambre tenía… -dijo José.

– Apuesto a que todavía tienes hambre.

– Claro, joder. Pero ya me siento mejor. En serio.

– Tuve un novio gimnasta que sólo comía estas cosas -dijo Susana, pensativa.

– ¿Un novio? ¡Vaya! -dijo José, sorprendido.

Pensó fugazmente en que no habían hablado mucho de sus vidas y relaciones antes de la catástrofe, como tampoco hablaban demasiado del futuro. Era poco lo que sabían los unos de los otros, cosas básicas, apenas unos trazos esbozados que no pasaban de ser anecdóticos. Era como una regla no escrita. Todos habían perdido a seres queridos, sus vidas, y suponía que preferían no recordarlo, no mirar atrás y pensar sólo en el momento. Era, en definitiva, como si ahora fueran otras personas, en situaciones completamente distintas.

– ¿Y qué pasó con él? -continuó José.

– No pudo ser… -comentó Susana, encogiéndose de hombros y terminando de cerrar la mochila-. Yo soy Sagitario, y él era un hijo de la gran puta.

Y mientras los muertos golpeaban la persiana metálica de la farmacia con iracunda ferocidad, José soltó una alegre carcajada.

Tal y como Romero había ordenado, el helicóptero cobró vida a medida que el piloto accionaba los controles. El monumental aparato se desperezó con el zumbido de su motor, algo similar al sonido que un frigorífico viejo propaga por una casa silenciosa durante la noche. Se encendieron las luces de posición y balizamiento, destellando con intermitencia, y luego, las aspas comenzaron a girar con lentitud, como si despertaran de su letargo. En pocos segundos, sin embargo, ganaron velocidad. Muy pronto resultaba ya difícil distinguirlas individualmente.

Por fin, el aparato se estremeció mientras se levantaba del suelo; sólo unos pocos centímetros al principio, pero luego se elevó por el aire con una facilidad sorprendente. Superó la altura del muro exterior inclinándose suavemente sobre su morro y empezó a volar hacia la ciudad, girando a la izquierda.

El aparato sobrevolaba la Carrera del Darro y llegaba a Plaza Nueva en un tiempo récord. Los zombis estaban alterados, eso podían verlo desde la seguridad de su cabina. Corrían de un lado a otro, y había una gran cantidad de cadáveres por el suelo.

– ¡Allí! -dijo el copiloto, alzando la voz para hacerse oír por encima del estrépito del rotor. Señalaba una masa atroz de espectros que se aglutinaba en la calle que bajaba suavemente hacia el este desde Plaza Nueva. Su número era desmesurado, y continuaban llegando desde las calles de alrededor.

– Jesús… -soltó el piloto, deteniendo el helicóptero sobre la calle.

El viento que generaban las hélices hacía tremolar las ropas de los zombis . Algunos caían torpemente al suelo, sacudidos por el rebufo.

– ¡Si hay alguien ahí, se los han cargado! -exclamó el copiloto.

Los zombis empezaban a volverse hacia el helicóptero, corriendo hacia él. En poco tiempo, tenían una muchedumbre bajo las horquillas, levantando los brazos en actitud amenazante. Un centenar de ojos les miraban desde la calle.

– ¡No me gusta! -dijo el piloto, nervioso.

– Vámonos… -soltó su compañero, pasándose la lengua por los labios resecos. No, a él tampoco le gustaba. La razón por la que habían fracasado la mayoría de las incursiones que empezaron a hacer al principio era que el helicóptero era demasiado visible y ruidoso. Tanto más de noche, con la luz del foco recorriendo la calle y las pequeñas luces intermitentes. Era como un sonajero para un bebé, un objeto de deseo para los muertos anhelantes de estímulos-. ¡Vámonos, no hay nada ahí abajo!

Con un rápido movimiento de cabeza, el piloto accionó la palanca de control. El helicóptero empezó entonces a girar sobre su eje, ingrávido, y lentamente, derivó otra vez hacia la Alhambra.

Pero los muertos, histéricos de excitación, lo perseguían.

En la trastienda de la farmacia encontraron todo lo que habían ido a buscar, y mucho más. Tanto, en realidad, que lamentaron no haber llevado mochilas más grandes: José halló unos botes con complejos vitamínicos Pharmaton Complex, Reptivite y otros, y se llevaron tantos como pudieron. Los envases coincidían: para estados carenciales, y si habían visto a alguien que atravesara por uno alguna vez, eran sus compañeros de la Alhambra.

Fue más o menos entonces cuando empezaron a escuchar el sonido del helicóptero que se acercaba por la calle, con su inconfundible sonido elevándose por encima del ruido de los espectros.

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