Carlos Sisí - Hades Nebula

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Tras sobrevivir a la devastadora pandemia que ha asolado el mundo y con la esperanza de ahondar en el misterio del Necrosum, el pequeño grupo de supervivientes de Carranque llega finalmente a la Alhambra de Granada, donde el aparato militar ha instalado uno de los últimos bastiones de resistencia de la Humanidad. Sin embargo, una vez allí descubrirán que las cosas no son cómo les habían prometido y los protagonistas deberán afrontar una realidad aún peor que todo lo que habían conocido hasta entonces.
El autor se sirve de los muertos vivientes para describir situaciones de extrema dureza y dramatismo, explorando la complejidad del ser humano cuando se encuentra cara a cara con el terror en un mundo manifiestamente hostil, y lanzando al lector, en definitiva, a una montaña rusa de sensaciones que desemboca en la conclusión final.

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– ¿Qué está pasando? -preguntaba Isabel.

Tenía a los niños a cada lado. Alba se había agarrado a su pierna y tenía los ojos cerrados, pero Gabriel estudiaba con profunda atención las idas y venidas de los grupos armados.

– Creo que están buscando algo -explicó Moses.

En uno de los extremos del grupo, algunos de los hombres increpaban a los soldados que los mantenían vigilados desde cierta distancia. Les insultaban, les llamaban asesinos, les decían que no eran perros y que no estaba bien lo que hacían con ellos. A ninguno se le escapaba el hecho de que todos aquellos soldados no presentaban síntoma alguno de desnutrición, y no faltó quien se rasgó la tela de la camisa para ofrecerles el pecho descubierto, incitándoles a que disparasen, que qué más daba, que se metieran su muerte lenta de mierda por el agujero que les vio nacer.

Escuchar toda aquella algarabía era lo que más asustaba a Isabel. Temía que en cualquier momento volviera a saltar la chispa de una revuelta, y que los soldados acabaran a tiros con ellos. Aún peor, en el fondo de su mente, acechaba el miedo oscuro e infundado de que fueran a usar sus fusiles contra ellos, de todos modos; tanto era que los matasen allí mismo o que los dejaran perecer, aquejados de enfermedades infecciosas que, a la larga, representasen más problemas. Mientras se aferraba a Alba y a Gabriel con manos crispadas, temía por sus vidas con la expresión demudada por un terror insoportable.

Moses no compartía sus pensamientos. Si los habían sacado de allí, pensaba, era porque estaban buscando algo. Hacía un rato habían escuchado el helicóptero alejarse hacia la ciudad, algo que Abraham había dicho que ya no solían hacer nunca. Se trataba, sin duda, de algún problema de seguridad.

Justo cuando el sonido de la aeronave empezaba de nuevo a ganar intensidad, la vieja sirena comenzó a aullar.

La gente calló. El rumor confuso a media voz que flotaba sobre la masa se extinguió por completo; sus corazones se encogían, estremecidos por aquel llanto cargado de sensaciones aciagas. Alba abrió mucho los ojos y se tapó los oídos para no escuchar aquel sonido y Gabriel se estremeció: el aullido era demasiado parecido al de las máquinas marcianas de La guerra de los mundos , cuando se activaban para comenzar la carnicería.

Romero se detuvo en seco.

– ¿Qué cojones es eso? -preguntó.

Los soldados que le acompañaban miraban en todas direcciones, intentando localizar la fuente del sonido, pero sin éxito; las ondas parecían rebotar contra las paredes, haciendo casi imposible su localización.

– ¿De dónde ha salido eso? -preguntó de nuevo, otra vez sin respuesta.

Avanzó con pasos presurosos hacia uno y otro lado, aguzando el oído, pero tampoco parecía ser capaz de localizar la fuente.

– ¡Busquen esa condenada sirena! -ordenó, fuera de sí.

– ¡Señor! -dijo el jefe de la escuadra, y empezó a moverse dividiendo a sus hombres en dos grupos con apenas unos gestos de la mano.

Los soldados se separaron y corrieron en direcciones opuestas.

Romero frunció el ceño y sacó la pistola de su funda. No sabía qué propósito podría tener esa señal tan clara y contundente (¿una llamada a la revuelta masiva?, ¿el pistoletazo de salida de algún plan trazado en las sombras donde se movía Trauma?), pero desde luego alguien se había tomado muchas molestias para ponerla en marcha.

Amartilló su arma y empezó a moverse deprisa.

Se llamaba Juan, pero todos le llamaban Jimmy, porque era de complexión delgada, piel blanca recubierta de pecas, y sus ojos eran de un tono azul intenso, lo que le confería el aspecto de un guiri . Había levantado la cabeza para concentrarse en el ruido de la sirena.

Los otros cinco compañeros se detuvieron, tan contrariados como él.

– ¿Qué es eso? -preguntó uno.

– Ni puta idea -dijo otro.

Sólo les quedaba por registrar el lado más oriental de la Sala de los Reyes para cumplir sus órdenes; después, habían sido instruidos para volver al punto de reunión, localizado junto a la iglesia de Santa María. En todos los sitios donde habían mirado sólo habían encontrado restos resecos de heces y otras porquerías que no se habían molestado en identificar, pero ningún ser humano. Eso, al menos, facilitaba las cosas. Les habían dado una descripción de la persona que andaban buscando, pero sus rasgos podrían coincidir con muchos de los supervivientes que resistían en la zona civil. Y ninguno hubiese querido llevar a la persona equivocada ante Romero.

– Es una alarma… -dijo otro de los soldados. Mascaba con fruición una pasta elaborada a base de hierbas que él mismo elaboraba en los ratos libres (que últimamente eran muchos). Empezó a hacerlo para superar el mono de la falta de nicotina, pero en las últimas semanas había descubierto que se había vuelto tan adicto a sus plantas como lo había sido del tabaco.

– ¿Qué hacemos?

– Parece serio -dijo alguien.

– ¿Volvemos al punto de reunión?

Se quedaron callados unos instantes, sin decir nada. Pero después, dos de ellos empezaron a moverse en dirección a la iglesia, y el resto los siguieron.

Excepto Jimmy.

Porque Jimmy era el único que sabía lo que significaba.

Jimmy no había tenido mucha suerte en su vida. Pasó su adolescencia dando tumbos entre suspensos y cursos de recuperación, pero lo cierto era que le costaba introducir conocimientos en su mollera. No era que no lo intentase; pasaba horas y horas delante de los libros y los apuntes, garabateados con su letra disonante, pero el tiempo siempre terminaba escabulléndose subrepticiamente; cuando el sol dejaba de incendiar la madera de la vieja mesa que heredó de su padre y la habitación se quedaba en penumbras, miraba el folio que tenía delante y que, invariablemente, solía ser el primero de una larga serie, y descubría que no había conseguido retener ni una sola línea, tan sólo rizar la parte de abajo del folio por el contacto con su cuerpo.

De alguna forma difusa que no conseguía ya recordar, fue superando cursos. A veces era su propia madre la que iba a hablar con los profesores o la que lo ayudaba con las tareas, invirtiendo ingentes cantidades de tiempo en conseguir realizar los ejercicios más sencillos. Su abuela lo apoyaba siempre, diciendo: «La gente mira siempre hacia fuera. Nuestro Jimmy mira hacia dentro, porque su interior es hermoso como un jardín florido, y eso le basta.»

En el Bachillerato, se terminó de estrellar contra el muro, incapaz de seguir el ritmo que sus compañeros mantenían con poco esfuerzo. Para entonces, empezó a sospechar que pasaba algo con él.

Finalmente, su tío lo sacó de los estudios. Su primer trabajo consistía en arrastrar carritos de salchichas que vendía a las puertas de las discotecas en horario nocturno, y el resto de las oportunidades que consiguió no fue mejor, como ser limpiador de retretes en un Burger King y ayudante de jardinero en una comunidad de la costa. Eran trabajos de poca responsabilidad, pero cuando vencían los contratos se le invitaba a buscarse otra cosa; Jimmy era tan callado, solitario y distraído que causaba aversión a los que trabajaban con él. Asiduo de las colas del paro y las empresas de trabajo temporal, Jimmy se sorprendió sobrevolando el ecuador de su veintena sin que hubiera ganado en su vida más de seiscientos euros al mes, solo y sin amigos.

Un buen día, su tío le habló de las Fuerzas Armadas. Era un ex guardia civil que guardaba un retrato de Tejero en un lugar destacado de su chimenea. Lucía, además, un bigote que recortaba con cuidado para que se pareciera lo más posible al de éste, y se pasaba la vida hablando de las excelencias de la Ley Corcuera y de que España se había rendido al problema de la inmigración. Según él, había que llenar de tanques las provincias vascongadas (nunca el País Vasco) y Cataluña. En aquella conversación de hombre a hombre, su tío le dijo que su única oportunidad de acabar siendo un hombre de provecho era ingresar en el ejército. Jimmy asintió, como hacía casi siempre a todo lo que le decía su tío, y acabó pasando las pruebas en el Centro de Formación de Tropa número uno de Cáceres (con recomendación). Sin darse apenas cuenta, se encontró acuartelado con un contrato de treinta y seis meses de compromiso en el bolsillo, algo superior a la media, también por recomendación.

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