Carlos Sisí - Hades Nebula

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Tras sobrevivir a la devastadora pandemia que ha asolado el mundo y con la esperanza de ahondar en el misterio del Necrosum, el pequeño grupo de supervivientes de Carranque llega finalmente a la Alhambra de Granada, donde el aparato militar ha instalado uno de los últimos bastiones de resistencia de la Humanidad. Sin embargo, una vez allí descubrirán que las cosas no son cómo les habían prometido y los protagonistas deberán afrontar una realidad aún peor que todo lo que habían conocido hasta entonces.
El autor se sirve de los muertos vivientes para describir situaciones de extrema dureza y dramatismo, explorando la complejidad del ser humano cuando se encuentra cara a cara con el terror en un mundo manifiestamente hostil, y lanzando al lector, en definitiva, a una montaña rusa de sensaciones que desemboca en la conclusión final.

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– ¿Por qué no?

– No se puede subir a la Alhambra por ahí. Demasiado escarpado. Sencillamente, no comunica -contestó.

Pero el copiloto no estaba tan seguro. A pesar de la privilegiada claridad que desprendía la luna, le costaba distinguir lo que ocurría allí abajo; todo era una mancha de un color oscuro, imprecisa y confusa, ofuscada por el espeso tejido de follaje que resultaba demasiado tupido como para vislumbrar nada. Sin embargo, a cada instante que pasaba se convencía a sí mismo de que allí abajo se movía algo . Cuando dejaba los ojos fijos en un punto, le parecía captar movimiento con la visión periférica.

– ¿Puedes acercarte un poco más ahí abajo? -preguntó el copiloto. Con la mano le hacía gestos indicando que descendiese.

El helicóptero bajó de altitud unos cuantos metros, estremeciendo las copas de los árboles, y el foco del aparato barrió la espesura con un haz dirigido y poderoso. Y entonces enmudecieron. Ya no había duda: contra todo pronóstico, los zombis subían por la ladera de la colina, lentos pero seguros.

– Es imposible… -musitó el piloto.

Pero no lo era.

Los zombis habían ganado la batalla contra la humanidad precisamente porque el hombre, tan seguro de su supremacía, los subestimaba continuamente. Si los que ahora vagaban por las calles con los ojos velados por un paño blanco pudieran hablar, contarían historias llenas de fracasos donde abundaban actos de suficiencia y exceso de confianza. «No podrán pasar», «no podrán abrir…», «no podrán…». Pero sí que podían. El zombi avanzaba con terca obstinación, transportando la carcasa humana a extremos inexplorados por el hombre. Avanzaba a cuatro patas si era necesario, aferrándose con garras y dientes a las raíces que escapaban de la tierra, atravesando los zarzales más espinosos y cayendo colina abajo no una, sino diez veces; pero en todos los casos volvía a levantarse y regresaba de nuevo a acometer otro intento.

En muy poco tiempo, los primeros espectros comenzaron a aparecer por la cuesta que llevaba a la Puerta de las Armas, junto a la vieja Alcazaba. Se movían como posesos, incontrolables, furibundos y acelerados; de tanto en cuando, alguno se encorvaba sobre sí mismo para proferir un grito descarnado, nacido de la impotencia de no poder seguir avanzando, o quizá de no poder identificar de dónde venía aquel sonido que los desquiciaba de aquella forma tan brutal.

– Cristo… -soltó el copiloto.

– No pasa nada… -comentó el piloto, sobrecogido-. Nunca atravesarán las puertas.

El copiloto asintió, sin poder apartar los ojos de la fascinante hilera de espectros que aún subía por la calle y la barriada de la Churra. A la luz de la luna y desde el aire, parecían insectos chascando sus antenas.

– ¿Y ahora? -preguntó el piloto.

– Haz una pasada por el interior… quiero ver cómo van las cosas ahí dentro antes de aterrizar.

– ¿Y eso?

– Por la sirena. Por si acaso.

Nadie sabe a ciencia cierta de dónde vienen las ideas. Un médico dirá que se generan en la sinapsis neuronal, los hippies de la marihuana, los antiguos griegos de sus musas, Van Gogh del hada verde que habita en la absenta y Edison de la transpiración. José, mucho más prosaico, sacó la suya de un deslucido logotipo de Avecrem Gallina Blanca.

Era una furgoneta de reparto que estaba aparcada en la acera, a apenas dos metros de donde estaban. Un modelo algo anticuado, a decir verdad, y quizá por eso con una apariencia sólida y resistente.

– ¡Nos iremos en eso! -dijo José.

Continuaban agazapados, viendo cómo los zombis corrían alrededor. Sabía que, en cualquier momento, podían reparar en ellos, pero de lo que no le cabía ninguna duda era de que los espectros los perseguirían si empezaban a desplazarse por la calle. No sabía una mierda de cómo funcionaban, si se guiaban por feromonas o alguna otra característica en su visión, pero sí sabía que tenían una capacidad especial para detectar a los vivos.

Susana miraba la furgoneta con ojos atónitos, pero no dijo nada. No le hizo falta; José ya avanzaba hacia ella, moviéndose lentamente mientras los espectros evolucionaban por la calle. Parecían demasiado concentrados en seguirse unos a otros, y José pensó fugazmente en los insectos y sus mentes colmena.

La puerta trasera de la furgoneta estaba abierta, porque algo la había impactado con fuerza y el cierre había saltado. Con un cuidado exquisito, José deslizó la hoja y desapareció en el interior. Susana le siguió, y para cuando estuvo por fin dentro, José ya había saltado al asiento del conductor y empezaba a hurgar debajo del volante.

Ya le había visto operar antes con los cables del encendido en, al menos, un par de ocasiones. La última fue en el aparcamiento de Carranque, hacía… ¿dos, tres días? Parecía mucho más, desde luego, pero mientras su mente viajaba atrás en el tiempo, mecida por el terror de los muertos vivientes que se desarrollaba en el exterior, José ya había hecho que el motor de la furgoneta volviese a la vida.

Susana reclamó el asiento a su lado, con una expresión de perplejidad en el rostro.

– Lo has arrancado…

– Puede que tengamos suerte, después de todo, Susana, cariño…

La furgoneta salió de su aparcamiento con un tirón, como encabritada, y en unos breves instantes discurría por la carretera hacia la cuesta de Gomérez a unos veinte kilómetros por hora. Un par de espectros se interpusieron en su camino, con los brazos extendidos y los dientes expuestos, como si fuesen a lanzar una dentellada contra el frontal. José los empujó, arrastrándolos por la calle. Se agarraban con toda la fuerza que eran capaces de desarrollar, y los miraban a través del parabrisas con miradas cargadas de odio.

Los zombis que estaban alrededor viraron inmediatamente. El lateral de la furgoneta se estremeció cuando varios arremetieron contra ella.

– José… -dijo Susana, agarrándose del tirador de su asiento.

– Lo sé…

Apretó el acelerador. Uno de los zombis se perdió bajo las ruedas y la furgoneta traqueteó mientras pasaba por encima. Susana agachó la cabeza para no darse contra el techo.

Una mano golpeó con la palma el cristal del asiento de Susana y dejó una huella sucia y pringosa.

– ¡José! -gritó Susana.

– ¡Lo sé, lo sé!

La furgoneta empezó a subir por la calle de Gomérez con un ruido ronco y acelerado, con los muertos persiguiéndola a la carrera. Allí encontraron más espectros: salían de los edificios, de las calles perpendiculares a aquélla, de cada esquina. La furgoneta los derribaba contra el suelo y caían rodando convertidos en una maraña de brazos y piernas. Susana había visto muchas cosas, pero no podía dejar de sentir una asfixiante sensación de opresión en el pecho al ver todos aquellos rostros bañados por la débil luz de los focos. Resultaba muy difícil imaginar que todas aquellas cosas habían sido personas alguna vez: sus expresiones eran demasiado animales, privadas ya de toda humanidad; eran salvajes, brutales, bañadas por una furia y un odio que se le antojaba insondable.

José se agarraba al volante como si pensara estrangularlo, con la cabeza enterrada entre los hombros y respirando pesadamente por la boca. En ocasiones, las ruedas patinaban con los fluidos corporales que escapaban de los cuerpos cuando el vehículo les pasaba por encima, y la furgoneta se escoraba peligrosamente a uno y otro lado. Se corría entonces el riesgo de estamparse contra alguno de los coches aparcados, lo que sería (ambos lo sabían) el fin; muy poco tardarían en arrancarlos de sus asientos a través de las ventanas para someterlos a un tormento que no alcanzaban a imaginar.

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