Carlos Sisí - Hades Nebula

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Tras sobrevivir a la devastadora pandemia que ha asolado el mundo y con la esperanza de ahondar en el misterio del Necrosum, el pequeño grupo de supervivientes de Carranque llega finalmente a la Alhambra de Granada, donde el aparato militar ha instalado uno de los últimos bastiones de resistencia de la Humanidad. Sin embargo, una vez allí descubrirán que las cosas no son cómo les habían prometido y los protagonistas deberán afrontar una realidad aún peor que todo lo que habían conocido hasta entonces.
El autor se sirve de los muertos vivientes para describir situaciones de extrema dureza y dramatismo, explorando la complejidad del ser humano cuando se encuentra cara a cara con el terror en un mundo manifiestamente hostil, y lanzando al lector, en definitiva, a una montaña rusa de sensaciones que desemboca en la conclusión final.

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No tiene mandíbula, pero sus labios se curvan igualmente, conformando una sonrisa atroz; y cuando se pone en marcha, se mueve con una rapidez sorprendente, como si no usara las piernas .

Como si levitara a pocos centímetros del suelo .

Los busca, los ansía, pero no los encuentra dentro del edificio. Se han marchado, las ratas han huido del barco. Ahora, todo está en silencio, con la notable excepción de los gruñidos que los zombis dejan escapar de vez en cuando. Sin embargo, cuando se asoma a uno de los balcones, detecta que algo está fuera de lugar. Al principio le cuesta descubrir qué es, pero termina por caer en la cuenta: si bien la calle está tan abarrotada de espectros como de costumbre, el interior del recinto de Carranque está otra vez vacío, tan sólo unas cuantas figuras vagan por su interior, arrastrando los pies por la pista de atletismo .

El padre Isidro masculla algo ininteligible y se lanza al rellano, descendiendo por los escalones como si fuera ingrávido. Cuando llega a la Ciudad Impía, reanuda la búsqueda, pero como había temido, los restos del edificio principal no ocultan ya nada, y los otros están similarmente vacíos, incluyendo el área donde le tuvieron prisionero .

Gruñe, se desespera, cierra los puños con cólera, pero eso no cambia las cosas. Mientras deambula por el complejo, escudriñando todas las esquinas y asustado por la posibilidad de haberles perdido la pista, encuentra un mensaje garabateado con pintura, trazado en el suelo con grandes caracteres irregulares :

El padre Isidro examina el mensaje con la cabeza inclinada como si quisiera - фото 6

El padre Isidro examina el mensaje con la cabeza inclinada, como si quisiera memorizar hasta el contorno de sus irregulares trazos. Se agacha y pasa la mano por una de las enes, y descubre que la pintura está todavía fresca. Entonces, sin atender a ningún motivo especial, se pasa la mano por la cara y se deja un trazo oscuro que le cruza uno de los ojos desde la frente hasta la mejilla. El ojo, de un tono blanco cremoso, contrasta intensamente con la pintura negra .

Luego, gira sobre sí mismo y, sin perder un segundo, se pone en marcha .

Era la segunda explosión que escuchaban, pero ésta había ocurrido mucho más cerca. De hecho, si hubieran avanzado un poco y hubiesen mirado hacia el oeste, habrían visto el rastro de humo levantándose perezosamente en el aire.

Los soldados casi daban miedo. Corrían dándose órdenes contradictorias de un lado a otro, y si bien Moses no entendía gran cosa de armas, podría jurar sobre la memoria del Cojo que lo que se escuchaba a lo lejos, por debajo del sonido desquiciante de la sirena, eran disparos.

– Mo… -decía Isabel, con voz suplicante.

Moses le cogía las manos y trataba de apretarlas fuertemente entre las suyas, pero lo cierto era que no sabía qué hacer. Sentía ahora casi tanto miedo como cuando pensaba que Isabel había muerto, allí en Málaga, encerrado en el Álamo con Branko y el Secretario. Al menos sentía la misma impotencia, porque sabía que no estaba en situación de garantizar la seguridad de nadie. Si algo le pasaba a Isabel o a los niños, juraba por Dios que arremetería contra todos aquellos soldados con la furia demente de uno de los zombis .

El resto de los supervivientes no estaban más tranquilos. El rumor de las conversaciones a media voz se había convertido en una algarabía apenas controlada donde se entremezclaban el llanto y las exaltaciones nerviosas cuando no los gritos.

La ráfaga de una ametralladora sonaba ahora amenazadoramente cerca. Alba dio un respingo y se escondió entre las piernas de Isabel.

– ¿Qué está pasando? -preguntó la niña.

– No lo sé, cariño…

De repente, la gente que estaba alrededor empezó a moverse, pero sin control; unos corrían y otros permanecían en el sitio, confusos, mientras que unos terceros se movían casi por inercia, mirando alrededor, intentando comprender qué estaba ocurriendo. En sus voces despuntaban destellos de miedo, fríos como hojas de navajas.

Moses detuvo a uno de los hombres que pasaba a su lado, cogiéndolo por el brazo.

– ¿Qué pasa, amigo? -preguntó.

El hombre clavó su mirada en él, con ojos despavoridos. Se pasó la lengua por los labios antes de responder, como si le costase trabajo ordenar sus pensamientos.

– ¡Los soldados! -dijo al fin-. ¡Se han ido!

– ¿Ido?

– ¡Los que nos vigilaban, se han ido calle arriba!

Moses se empinó sobre sus propios pies para mirar por encima de la multitud, intentando divisar si lo que decía era cierto, pero no fue capaz de ver nada. Calculaba que allí se habían congregado varios cientos de personas, y las cabezas se movían en todas direcciones. El hombre, decidido a continuar su camino, aprovechó para liberarse dando un pequeño tirón, pero entonces vio a Gabriel y a la pequeña Alba y se detuvo de nuevo. Sus ojos reflejaban ahora desconcierto.

– ¡Venga adentro, hombre! -dijo al fin-. ¿No ve que están pasando cosas?

Una mujer tironeaba de su brazo desde el otro lado. Sus ojos estaban enrojecidos por las lágrimas y se tapaba la boca con la mano izquierda.

– ¡Rafael, vamos! -decía-. ¡Vamos!

– ¡Vengan adentro, aquí es peligroso! -dijo Rafael, y sacudiendo la cabeza, se perdió entre la masa de gente.

– Creo que tiene razón, Mo… -dijo Isabel.

Moses asintió, y empezaron a andar hacia el Parador, abrigados por la masa de gente que ya se encaminaba hacia allí. Tardaron casi cinco minutos en recorrer una corta distancia, porque la entrada formaba un embudo que ralentizaba el acceso. En ese tiempo, la inquietud seguía en aumento. Los disparos eran cada vez más frecuentes, y el ruido de la sirena no cesaba. Moses no alcanzaba a imaginar qué pasaba, aunque jugaba con diversas hipótesis. Podría tratarse de una brecha en la seguridad del complejo, zombis que pudieran haber encontrado una forma de acceder al recinto por algún sitio y estuvieran causando problemas. O podría tratarse de un ataque externo, lo que representaba la única explicación razonable que se le ocurría para el uso de la sirena; demasiado bien sabía que aquel ruido persistente y atroz atraería a los espectros como una buena cagada atrae a las moscas en mitad del campo. La Alhambra era considerada todavía una fortaleza inexpugnable gracias a la solidez y el volumen de sus murallas, defendidas por veintidós torreones, pero los zombis eran un tipo de enemigo que nadie había previsto, y los militares no tenían tantos hombres como para garantizar una defensa eficaz. Si él estuviera en su pellejo, seguramente habría ideado una estratagema similar: activar un sonido para atraer a los muertos y dejar que ellos se ocupasen de los enemigos que pudieran estar acechando en el exterior.

Pero cuánto había de verdad en sus reflexiones, Moses no lo sabía. Lentamente, daba pequeños pasos, ensombrecido por un sentimiento lúgubre, casi de fatalidad, que parecía apoderarse de todos los que tenía alrededor. Sin embargo, a medida que atravesaban el umbral y regresaban al Parador, las voces callaban. Se sentían otra vez más seguros.

Gabriel no tenía excesivo miedo: había demasiados adultos a su alrededor como para sentirse asustado, y además, en cierta manera, se sentía protegido por su hermana. Si hubiera algún peligro real , suponía que ella habría dicho algo muy de su estilo: «Gaby, ¡tenemos que escondernos detrás de la segunda cama a la derecha!», «Gaby, ¡tenemos que ir por aquel sitio!», o quizá: «Gaby, ¡este sitio no es seguro, tenemos que irnos!» Pero como permanecía callada y tranquila, suponía que las cosas, sencillamente, estaban siguiendo su curso. Aun así, salir al exterior en mitad de la noche era una lata, la manta que le habían echado por encima olía mal, y sólo deseaba que todo pasara rápido para volver a la cama y descansar.

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