Carlos Sisí - Hades Nebula

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Tras sobrevivir a la devastadora pandemia que ha asolado el mundo y con la esperanza de ahondar en el misterio del Necrosum, el pequeño grupo de supervivientes de Carranque llega finalmente a la Alhambra de Granada, donde el aparato militar ha instalado uno de los últimos bastiones de resistencia de la Humanidad. Sin embargo, una vez allí descubrirán que las cosas no son cómo les habían prometido y los protagonistas deberán afrontar una realidad aún peor que todo lo que habían conocido hasta entonces.
El autor se sirve de los muertos vivientes para describir situaciones de extrema dureza y dramatismo, explorando la complejidad del ser humano cuando se encuentra cara a cara con el terror en un mundo manifiestamente hostil, y lanzando al lector, en definitiva, a una montaña rusa de sensaciones que desemboca en la conclusión final.

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– Dios mío… -exclamó José-. ¿Han venido?

– No puedo creerlo… -soltó Susana, incapaz de decidir cómo se sentía. No había esperado que los militares sacaran sus aparatos, celosamente reservados para Dios sabía qué propósitos. Desde luego, salvar gente no parecía ser uno de ellos.

Se acercaron a la puerta principal, donde la persiana resistía, sacudida y llena de bultos que la deformaban. Ahora, sin embargo, los muertos habían dejado de golpear. Algo pasaba… demasiado bien conocía la terca insistencia de los zombis como para pensar que se pudieran haber cansado. No, simplemente, el estímulo había pasado de un foco a otro.

José se lanzó al suelo. La reja había caído pero aún quedaba un espacio en su parte inferior por donde podrían espiar fuera. Susana le imitó.

Vieron movimiento de pies desplazándose en confusión. Desde esa perspectiva, la escena resultaba atroz: los bajos de los pantalones estaban raídos, y los tobillos asomaban cubiertos de eczemas y heridas. A algunos les faltaban los zapatos, y la carne había desaparecido a base de arrastrar los pies durante largos días, en el transcurso de varios meses. Los cadáveres que habían derribado mientras Susana forzaba la cerradura les dificultaban la visión, pero aun así alcanzaron a ver cómo los espectros se movían en masa hacia el centro de la calle. Las hojas y la basura eran transportadas por el aire formando remolinos, sacudidas por el viento que originaba el helicóptero. El ruido de sus hélices era ensordecedor.

– ¿Van a aterrizar? -preguntó José, con los ojos muy abiertos.

Susana no lo sabía, así que no dijo nada.

En ese momento, el ruido del helicóptero pareció bajar en intensidad. Los gritos y el movimiento se desplazaron hacia otro lado, y las hojas de los árboles que tremolaban en el aire cayeron lentamente al suelo.

– ¡Se van! -exclamó Susana.

Sin embargo, su cuerpo se estremecía como sacudido por un impulso apremiante. No sabía a qué se debía esa pequeña operación de los militares, pero al menos habían conseguido una cosa: que la puerta de la farmacia quedara libre de espectros.

Tenían una oportunidad.

– Susi… -dijo José despacio.

– Lo sé… -interrumpió Susana.

Los músculos de sus brazos en tensión se perfilaban en la trémula luz azulada que entraba desde la calle. Su cara reflejaba preocupación, pero aún conservaba la tremenda serenidad que la caracterizaba. José la miró unos breves instantes y se descubrió teniendo un pensamiento inesperado, fugaz como un relámpago en la noche. Pensó que era hermosa, que sus rasgos eran hermosos, y que sus ojos redondos y pequeños brillaban en la penumbra como gotas de rocío. Un pensamiento extraño, dadas las circunstancias, y del todo inusual. Nunca había pensado en Susana como en una mujer . Al menos, no como en las mujeres con las que solía flirtear en los bares de la Málaga profunda, cuando salía hasta las tantas de la mañana. Y tampoco creía que Dozer o Uriguen hubieran albergado sentimientos especiales hacia ella, en ese sentido. Era como si los cuatro hubiesen formado una especie de unidad homogénea, que escapaba a las distinciones sexuales. Pero entonces pestañeó, apartando el fugaz pensamiento de su cabeza. Es porque ha mencionado lo de su novio, se dijo, o quizá sea porque ya no somos cuatro, sino sólo dos, y esa época ha pasado para siempre

– Hay que conseguir levantar la persiana un poco más… -dijo Susana entonces.

José asintió.

Inmediatamente, se pusieron manos a la obra. Parecía algo imposible: la persiana se había desquiciado por varios puntos y ofrecía resistencia sobre sí misma. Pero imprimiendo toda la fuerza que pudieron generar, consiguieron levantarla unos pocos centímetros. El tambucho crujió amenazadoramente, como si fuese a precipitarse contra ellos, y en algún punto sonó el potente chasquido de alguna pieza de metal quebrándose en dos. Era, sin embargo, espacio suficiente para que pudieran arrastrarse por el agujero.

José pasó primero, escapando con los brazos debajo del cuerpo y moviéndose como lo haría una oruga. Los zombis corrían por la calle, ya a cierta distancia, siguiendo las luces del helicóptero, que desaparecía en ese momento por encima de los edificios, rumbo a la Alhambra. Chascó la lengua, porque en realidad el aparato no había hecho sino retrasar lo inevitable: los espectros seguían estando entre ellos y la fortaleza árabe.

Susana hizo salir las dos mochilas desde el interior de la farmacia, lanzándolas a través del hueco. Luego, se arrastró ella también, moviéndose con mucha más rapidez que José; no tenía las espaldas tan anchas y podía abrir más los brazos.

– Bien… -dijo Susana una vez estuvo fuera. Se mantenían agazapados, para evitar llamar la atención, mientras miraban inquietos alrededor. Ella hablaba en murmullos, temiendo que su voz pudiera alertar a los espectros-. No parece que podamos volver por donde hemos venido…

– No… no creo que tenga fuerzas para pasar por eso otra vez -admitió José. A no mucha distancia, arriba en la plaza, los muertos aullaban como enloquecidos.

A pesar del chocolate, sentía los brazos cansados, y no se imaginaba enfrentándose de nuevo a una refriega como en la que habían participado hacía un rato; era perfectamente consciente de que, esa vez, el componente suerte había sido muy elevado.

– Yo tampoco -dijo Susana.

– Podemos probar otros caminos.

– ¿Conoces esto?

José asintió, un poco distraídamente. Tenía la mirada fija en un espectro rezagado que les miraba desde uno de los portales. Se apoyaba contra la pared, con las piernas dobladas, y les devolvía la mirada con los ojos inundados de una tremenda sorpresa y la boca muy abierta. Un hilacho negruzco y denso caía resbalando por su barbilla. Temía que, de un momento a otro, lanzase un grito de alerta que volviese a atraer a la masa.

El zombi levantó lentamente el brazo, doblado al menos por tres partes. La mano colgaba flácida como un manojo inútil.

José agarró a Susana por el brazo instintivamente, anticipándose al grito. Pero éste no se produjo. En lugar de eso, de algún lugar indeterminado empezó a llegar un sonido melancólico y terrible, como si un animal prehistórico hubiera lanzado un lamento desconsolado. El sonido fue creciendo en intensidad hasta que José lo ubicó, porque lo había oído demasiadas veces en documentales y películas: era una especie de sirena, como las que usaban en la segunda guerra mundial para avisar de un bombardeo. Llenaba el aire como un palio cargado de una advertencia funesta, y tanto José como Susana encogieron el cuello, confundidos.

Apoyado contra la pared, el espectro sacudía la cabeza mirando en todas direcciones.

– ¿Qué coño es eso? -preguntó José.

Pero Susana no lo sabía. Miró hacia el cielo, y la luna, hinchada y brillante como un sol iracundo, pareció devolverle la mirada con manifiesta indiferencia.

– ¡Juntaos todos! -decían unos.

– ¡Más, más juntos! -gritaban otros.

La consigna que siguió unos momentos después era: «¡Como los pingüinos!»

Moses le encontró el sentido rápidamente. La noche era fría, apenas cuatro grados por encima de cero, y muchos de aquellos hombres y mujeres habían abandonado el Parador apenas con lo puesto. Al juntarse, se ayudaban a conservar el calor. Calor humano. Un murmullo apagado recorría el grupo, salpicado de toses quejumbrosas.

Mientras tanto, los soldados pasaban corriendo de un lado a otro, cargando sus fusiles y equipamiento completo. Entraban en los edificios y recorrían con linternas todos los recovecos. De vez en cuando formaban en escuadra en mitad de la avenida, se unía a ellos un jefe de escuadrón y marchaban hacia algún otro punto. En la oscuridad, los conos de luz recorrían temblorosamente cada muralla, cada ventana, cada pequeño agujero.

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