– Puede ser… -dijo José poniéndose en pie-. Pero ahora démosles una lección. No sé cuántos hombres tienen ahí dentro, pero seguro que son más de dos, y más de dos docenas, sospecho. Si no han querido mandar a sus hombres por miedo a las pérdidas, que les jodan. Vaya puta mierda de ejército…
– No sé si esos hombres están bien preparados -dijo Abraham, pensativo-. Parece que, hasta llegar aquí, fueron parcheando soldados de varias divisiones y frentes. Que yo sepa, Romero y sus hombres son de la UME, la Unidad Militar de Emergencia, al menos de dos divisiones diferentes, el BIEM I y el III de Madrid y Valencia, pero también hay soldados de la BRIPAC de paracaidistas, y regulares del ejército de tierra.
– Muy interesante -soltó José, sombrío-. Pero siguen siendo una puta mierda.
Isabel no había abierto la boca, en parte porque se había perdido en sus propias reflexiones sobre las palabras de Moses, pero también porque tenía un miedo atroz a lo que pudiera pasar con sus compañeros. No se atrevía a imaginar lo que debía ser salir de noche a enfrentarse a una plétora de muertos vivientes equipados con un fusil, por muy sofisticado y mortífero que éste pareciese. Además, miraba a Susana con ojos cautivados, atenta a sus palabras resueltas y su evidente liderazgo, porque ella era fuerte, destilaba seguridad y parecía perfectamente capaz de cuidar de sí misma. Notaba esa tremenda diferencia y se castigaba en silencio por no haber podido desarrollar esa integridad ante las adversidades; se castigaba por no parecerse un poco más a ella. Imaginaba que Susana habría actuado de una manera diferente en caso de haber acabado en la Casa del Miedo en su lugar. Se imaginó que habría mordido a Theodor en la oreja cuando se puso encima, o habría luchado con Reza hasta la muerte para evitar ser llevada de vuelta al piso superior. Pero ella se sometió. De alguna forma se sometió, y ahora lo lamentaba.
– Pues pongámonos en marcha, corazones. El tiempo juega en nuestra contra -dijo Susana resueltamente.
– ¿Y cuándo no es así? -preguntó José. Pero la pregunta quedó sin respuesta, y el aire se impregnó de pronto del rumor lejano, pero inequívoco, de los muertos.
Después de despedirse de Moses e Isabel, Abraham les llevó por las calles de la Alhambra hasta la ciudad palatina. Allí cruzaron por los jardines y rodearon las grandes fuentes (ahora secas), sobrecogidos por la hermosa y queda belleza del lugar. Cuando llegaron hasta un pequeño edificio de planta rectangular, hermosamente tallado y montado sobre la muralla del recinto, Abraham se volvió con gesto solemne y dijo:
– El Oratorio del Partal. A veces vengo aquí a buscar algo de paz. Daos cuenta del privilegio, el lugar era usado por el sultán para meditar sobre cosas como la naturaleza, la Creación y la oración.
José asintió. Pese a que era de noche, el lugar parecía cargado de una entidad mágica, casi sobrenatural. La luna arrancaba tintes azulados a las piedras milenarias, casi iridiscentes, y el viento traía aromas a espliego y a pino. Abraham les dejó unos instantes para que se embriagaran de la serenidad del sitio, a modo de altar de la meditación antes de la batalla.
– Acompañadme… -anunció al cabo, y empezó a caminar hacia uno de los túneles, coronado por un arco.
Atravesaron varias estancias, prácticamente a oscuras, hasta que descendieron por unas escaleras y se encontraron junto a una puerta. Un único cerrojo de pestillo, montado sobre la puerta, era la última frontera entre ellos y lo que les esperaba fuera.
– Aquí está la salida más cercana -dijo Abraham en un susurro, aunque cuando hubo hablado no supo, en verdad, por qué había empleado un tono de voz tan bajo.
– De acuerdo.
– Sólo tenéis que ir a la izquierda, bajando por el monte -dijo Abraham-. Se lo he explicado a Susana… llegaréis al Darro y desde ahí podéis bajar a Plaza Nueva. Imagino que ésa será la peor parte. Yo me quedaré aquí todo el tiempo hasta que volváis, o bien hasta mañana al mediodía, lo que ocurra primero.
Abraham era consciente de que sus palabras sonaban duras y terribles, pero quería ser justo con ellos. Susana se apresuró a mover la cabeza en señal de asentimiento, demostrando agradecimiento por la sinceridad. Inmediatamente después, se descolgaron los fusiles del hombro y se ajustaron las cintas de la mochila, sin añadir nada más a la conversación. Mientras los veía comprobar los seguros de las armas y distribuirse algunos cargadores por los bolsillos de sus pantalones, asegurar los nudos de las botas, y colocar las linternas magnéticas en los laterales de los rifles, Abraham admiró en silencio la valentía y la calidad humana de aquellos dos lunáticos a quienes acababa de conocer. Pensaba que las cosas hubieran podido ser diferentes de haber contado con ellos en un principio, aunque probablemente, sospechaba que habrían acabado muertos en la refriega que Andrés lideró contra los soldados.
– Vale… ¡listo! -dijo José, lanzando una bocanada.
– Yo también…
Abraham asintió, descorrió la perilla del cerrojo y ésta se deslizó trabajosamente entre los grapones con un chirrido metálico.
– Nos vemos luego -dijo entonces, y tiró de la puerta hacia dentro.
El Escuadrón de la Muerte, ahora reducido a la mitad, abandonó el recinto amurallado de la Alhambra a las nueve menos veinte de la noche. El aire era frío, y por entre los matorrales y las zarzas discurría una brisa suave que no habían notado en el interior. También el arrullo de los muertos era más audible, y fuese por una u otra causa, Susana sintió un pequeño escalofrío.
Se encontraban rodeados de espesura, como el haz de la linterna les revelaba a duras penas a medida que barrían el contorno. Si alguna vez hubo allí un camino, ahora había desaparecido, o no era evidente con la poca luz que tenían disponible. Susana miró al cielo y vio la luna inmensa y brillante, rodeada de algunos restos de nubes que parecían deshacerse a ojos vista.
– ¡José! Apaga la linterna… -susurró.
– ¿Eh?
– Intentaremos pasar desapercibidos todo lo posible… hasta que sea inevitable. Hay bastante luz, y nuestros ojos ya están acostumbrados a la oscuridad.
José miró alrededor y se dio cuenta de que tenía razón. La luz de la luna les permitía ver con notable claridad, y el haz de la linterna, de todas formas, sólo era una bonita forma de atraer a los zombis , como si estuvieran determinados a enviarles señales en mitad de la oscuridad; los espectros se lanzarían a por ellos desde la distancia, como insectos atraídos por la luz de una bombilla en una terraza veraniega. De modo que asintió en silencio y apagó la linterna.
Al instante, sus ojos reaccionaron al cambio de luminosidad y el escenario entero pareció cobrar más nitidez, más volumen. Vieron entonces un pequeño sendero que zigzagueaba entre los matorrales y que les llevaba, bordeando la muralla, hacia el oeste, y lo tomaron procurando no hacer ruido. Los dos sabían que los muertos no veían mejor que ellos en la oscuridad, así que depositaron su confianza en su sigilo.
Avanzaron despacio, pensando muy bien dónde ponían cada paso, pero al contrario de lo que habían temido, no encontraron muertos entre la maleza que rodeaba la Alhambra, al menos no por ese lado. En parte se debía a que los supervivientes no frecuentaban las zonas que lindaban con el muro exterior, y cuando lo hacían, era generalmente en silencio.
Siguieron así unos minutos, y cuando tuvieron oportunidad, cruzaron por entre los arbustos para llegar junto a la pequeña muralla exterior, que les servía de parapeto. Cuando se asomaron por encima de ésta, divisaron la estrecha calle Carrera del Darro, al otro lado del río, y comprobaron con pesar que por ella transitaba un número bastante considerable de espectros. Caminaban con paso incierto, unos calle arriba y otros en dirección opuesta, cabizbajos y meciéndose suavemente, como cadáveres flotando a la deriva en un mar agitado por un suave oleaje.
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