Carlos Sisí - Hades Nebula

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Tras sobrevivir a la devastadora pandemia que ha asolado el mundo y con la esperanza de ahondar en el misterio del Necrosum, el pequeño grupo de supervivientes de Carranque llega finalmente a la Alhambra de Granada, donde el aparato militar ha instalado uno de los últimos bastiones de resistencia de la Humanidad. Sin embargo, una vez allí descubrirán que las cosas no son cómo les habían prometido y los protagonistas deberán afrontar una realidad aún peor que todo lo que habían conocido hasta entonces.
El autor se sirve de los muertos vivientes para describir situaciones de extrema dureza y dramatismo, explorando la complejidad del ser humano cuando se encuentra cara a cara con el terror en un mundo manifiestamente hostil, y lanzando al lector, en definitiva, a una montaña rusa de sensaciones que desemboca en la conclusión final.

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– ¡MO!, ¡MOSES!

Empezó a correr, sintiendo el peso del fusil en las manos y preguntándose si cargar con aquel trasto serviría aún de algo. No le importaba ponerse en peligro, sólo esperaba llegar a tiempo adonde fuera que estuviese Moses. No quería perderlo.

No podía.

Víctor gritaba. Mantenía los ojos cerrados y gritaba, porque había llegado a su límite; no podía absorber más violencia, más sangre ni más impactos de cuerpos contra el frontal del coche. Dozer conducía, crispado por la tensión emocional de lo que estaban haciendo. Intentaba mantener el Roña en el centro de la carretera, pero cuando un espectro caía, tenían que pasarle por encima y el vehículo daba saltos salvajes. El sonido, repetido una y otra vez hasta la saciedad, era motivo suficiente para hacer enloquecer a un hombre.

Recordaba vagamente el camino, el único acceso que conocía de vehículos: la Puerta de los Carros a través del Camino de Gomérez. Ninguno de los dos lo sabía, pero la sirena, los disparos, las explosiones y, en última instancia, el fuego, habían llenado de espectros aquel camino. El mismo que Susana y José habían recorrido hacía unas horas, sin encontrar tantos obstáculos.

Al llegar junto a la puerta, los focos iluminaron la empalizada de madera, pero demasiado tarde. Dozer maldijo, intentando frenar el coche, pero las ruedas estaban bañadas en sangre, y la maquinaria de freno se había resentido con los golpes de los cuerpos en los bajos y el eje. La poderosa y esperpéntica máquina chirrió, escorándose peligrosamente hacia uno y otro lado. Víctor abrió los ojos al sentir la inercia del movimiento y su cabeza golpeó contra la puerta.

Sin poder evitarlo, el Roña arremetió contra la empalizada, golpeándola con el lateral y haciéndola saltar por los aires. Los trozos de madera volaron, hechos añicos. Finalmente, recorrió patinando la distancia que le separaba de la fachada del edificio que había justo enfrente y allí se detuvo con un estruendo metálico. Dozer y Víctor se agolparon uno contra el otro.

– ¡Joder! -exclamó Dozer, apartando las manos del volante. Los músculos de los brazos protestaban después del esfuerzo.

– Tío… -musitó Víctor. El labio inferior le temblaba, y todas esas imágenes espeluznantes de cuerpos golpeados con el morro del Roña le vinieron a la cabeza como una explosión-. Tío, tío…

Habían llegado, pero no había sensación de triunfo.

Dozer miró a su izquierda, a través de la ventanilla. Allí venían los zombis de nuevo. Los que habían sido aplastados por las ruedas se arrastraban por el suelo, incapaces de usar las piernas.

Pero siguen. Los hijos de puta siguen. Nos perseguirían hasta el fin del mundo, si les dejáramos, aunque se rasparan los brazos arrastrándose durante mil kilómetros sobre el asfalto.

– Dozer… ¡mira! -dijo Víctor a su lado, interrumpiendo su línea de pensamientos.

Y Dozer miró. Tuvo que pestañear un par de veces para entender lo que veía. Había zombis también dentro del recinto. Estaban envueltos en una especie de niebla que se movía horizontalmente, como fantasmas de algas mecidas por la marea.

– No…

– ¡Tío!

– ¡Mierda! -soltó Dozer.

¿Se había equivocado? Habían cruzado toda Granada para llegar hasta allí, ¿y eso era lo que encontraban?, ¿más zombis? Enfurecido, descargó el puño contra el volante, que crujió en señal de protesta.

Víctor dejó escapar una exhalación mientras negaba con la cabeza.

– ¡¿Y ahora qué?! -explotó.

– ¡Oye, yo qué sé! -gritó Dozer. Tenía la cara roja y las venas del cuello marcadas.

– ¡Dijiste que estarían aquí! -exclamó Víctor, visiblemente enfurecido.

– ¡Pues te jodes!, ¡te jodes!

Víctor pensó en decir algo, pero se mordió la lengua. Se sentía desvalido e impotente. Sabía que si los zombis llegasen a atraparlos su nuevo amigo podría salir indemne. Se preguntó cómo debía sentirse siendo una especie de Superman en un mundo sin kriptonita. Pero él… él se encontraba en una situación muy diferente. Todas aquellas monstruosidades les perseguían por él . Era su sangre la que ansiaban. Era su carne la que buscaban, y eso le hacía sentirse en el peor sitio del mundo.

– Tienen que estar… -susurró Dozer. Había puesto la mano de nuevo en el volante, y con la otra estaba metiendo la primera. El coche producía un sonido traqueteante y rítmico, pero no le extrañó… era casi milagroso que aún siguiera en marcha-. Vamos, aguanta un poco más… -añadió, palmeando el volante.

El Roña se separó de la pared con un ruido chirriante, justo cuando los muertos estaban ya prácticamente encima. Dozer no sabía dónde dirigirse, sólo que tenía que ponerse en marcha. Hacia el frente, el número de zombis era elevado, pero hacia el lado opuesto era justo lo contrario. Maniobró entonces con rapidez y el coche volvió a demostrar sus tremendas capacidades.

Una vez estuvo enderezado, Dozer tomó una decisión inesperada: metió la marcha atrás y embistió a los zombis que les perseguían. El vehículo pasó dando tumbos sobre sus cuerpos.

– ¡Por el amor de Dios! -explotó Víctor.

– ¿Se te ocurre una idea mejor? -exclamó Dozer.

Entonces apagó las luces, metió la primera y avanzó de nuevo, alejándose de ellos. Tras de sí quedó una manta de cuerpos, algunos con los miembros cercenados y las caras retorcidas por la impotencia.

Recorrieron apenas unos metros y se vieron obligados a salir a la calle Real. Víctor, arrellanado contra el asiento, miraba alrededor con ojos desorbitados. Había zombis por todas partes, vagando por el suelo asfaltado en las dos direcciones y creando una sensación de caos considerable. Un resplandor anaranjado los envolvía, y cuando cruzaron a través de los restos de unos antiguos muros, tanto Dozer como Víctor vieron de qué se trataba.

Era, por supuesto, el Palacio de Carlos V.

– ¿Qué ha pasado aquí…? -masculló Dozer. El fuego se reflejaba en sus pupilas, dándoles un aspecto vidrioso.

Los muertos se volvían ahora hacia el coche, abriendo las bocas muertas.

– Por Dios… este lugar está muerto -añadió.

– Los zombis… Ve más despacio, ¡más despacio!

Dozer soltó el acelerador y redujo la marcha todavía más, hasta que la aguja cayó prácticamente a cero. La estratagema resultó: el motor del Roña al ralentí no parecía motivo suficiente para que los espectros se lanzaran sobre el vehículo, y sin duda, el efecto cueva que se producía en el interior de la cabina los mantenía alejados de la vista. Víctor se agarraba al asiento, sintiéndose como un marino que navega en un mar de tiburones, flotando sobre una tabla.

– Tío… -empezó a decir.

– Sssssh -dijo Dozer.

Atravesaron la calle, avanzando a un paso renqueante, y terminaron por meterse en una plaza pequeña, junto a la entrada oeste del Parador. La puerta, sin embargo, estaba cerrada a cal y canto.

– No hay nada que hacer -se lamentó Dozer.

– ¿Y si están en alguno de estos edificios?

Dozer miró la puerta. Tenía aspecto de no haber sido abierta en los últimos mil años.

– No… Si estuvieron aquí, deben de haberse ido. Esto es una ruina. Una tumba. Si aquí hubo una batalla, la ganaron los zombis, como hacen siempre esos hijos de puta.

El lugar le traía demasiadas sensaciones. Era la segunda vez en pocos días que llegaba tarde y se encontraba sólo con la destrucción para saludarlo. Humo, llamas, cascotes… eran cosas conocidas. Sintió una opresión en el pecho y una honda tristeza, porque allí no había helicópteros en el cielo que le dieran ninguna pista sobre su nuevo paradero. Pensó en José, en Susana y en Moses. Pensó en Aranda, y de repente dudó si había hecho bien en salir de Málaga sin esperarlo al menos unos cuantos días. Y pensó en todos los otros, sintiéndose cada vez más desesperado y miserable. Estaba solo.

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