Carlos Sisí - Hades Nebula

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Tras sobrevivir a la devastadora pandemia que ha asolado el mundo y con la esperanza de ahondar en el misterio del Necrosum, el pequeño grupo de supervivientes de Carranque llega finalmente a la Alhambra de Granada, donde el aparato militar ha instalado uno de los últimos bastiones de resistencia de la Humanidad. Sin embargo, una vez allí descubrirán que las cosas no son cómo les habían prometido y los protagonistas deberán afrontar una realidad aún peor que todo lo que habían conocido hasta entonces.
El autor se sirve de los muertos vivientes para describir situaciones de extrema dureza y dramatismo, explorando la complejidad del ser humano cuando se encuentra cara a cara con el terror en un mundo manifiestamente hostil, y lanzando al lector, en definitiva, a una montaña rusa de sensaciones que desemboca en la conclusión final.

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Y eso hizo: avanzando metro a metro, hasta que se puso a su espalda. Su garganta dejó escapar un ruido acuoso, anticipándose al momento en el que le arrebataría esa vida prestada a la que con tanta insistencia se aferraba. Ahora lo tenía a poca distancia… ahora casi podía escuchar el ritmo acelerado de su corazón, espoleado sin duda por el miedo y la excitación. BUM-BUM. La certeza del ritmo terminó por activarlo, y cuando se encontraba prácticamente detrás de él, el impío se dio la vuelta con una rapidez inesperada.

Sus caras se encontraron, y cuando vio de quién se trataba, Isidro creyó enloquecer.

Alba despertó, gritando.

Isabel, que estaba junto a la puerta y sumida en terribles preocupaciones, dio un brinco. El arma le saltó de las manos y cayó al suelo.

– ¡Alba! -gritó, corriendo hacia ella.

Gabriel se incorporó de un salto, mirando la oscuridad de la habitación, como si temiese que una horda de zombis fuese a emerger de las densas penumbras.

– ¡Alba! -dijo Isabel, arrodillándose a su lado-. ¿Qué pasa, cariño?, ¿qué tienes?

La pequeña tenía los ojos abiertos de par en par, y temblaba como un ratoncito recién nacido. De repente rompió a llorar.

– ¡Alba, tesoro! -exclamó Isabel, contagiándose de su llanto. Sus ojos enrojecieron y se llenaron de lágrimas-. ¡No pasa nada, estamos a salvo!

– ¡Lo… lo siento! -dijo entonces-. ¡Lo siento m-mucho!

– ¿Qué… qué pasa? -preguntó Isabel. La mano invisible del miedo había empezado a acariciar su nuca, poniéndole de punta todo el vello de los brazos.

– ¡Es… es Moses! -soltó de pronto, entre sollozos.

Isabel creyó que desaparecía, consumida por una sensación de asfixia tan abrumadora como inesperada. Negó con la cabeza, intentando convencerse de que había sido un mal sueño, pero algo en su interior le decía que Alba acababa de hacerle un anunciamiento.

De repente, Alba puso ambas manos sobre sus mejillas y acercó su cara a la suya.

– ¡CORRE! -gritó, con su voz infantil-. ¡CORRE!

¡MORODEMIERD…!

Isidro se lanzó sobre él, con los dedos contraídos y alargados como estiletes de hierro. Moses cayó hacia atrás, incapaz de reaccionar. Su espalda golpeó el suelo, y el fusil salió despedido, resbalando por el suelo y girando sobre sí mismo como una extraña peonza. Había reconocido su frente amplia y sus cabellos blancos y apagados, y por supuesto, su mandíbula perdida. El cuello de su sotana, raído y manchado por incontables manchas de sangre, era inequívoco. Y sus ojos… sus ojos eran dos pozos iracundos donde un blanco infinito y cruel resplandecía como la superficie de la luna.

No… ¡NO!

Lo mataron… lo mataron y se quedó muerto, ¡muerto!, con un enorme agujero en la cabeza. Le arrancaron la mandíbula, y Susana le atravesó el cerebro con un impacto de bala directo. Se quedó allí, en Málaga… en el Álamo, tirado contra la pared de uno de los pisos, junto a la isla central donde estaban instalados los ascensores. ¡Él lo vio!, ¡él le brindó su muerte a su amigo el Cojo! ¡Lo mataron!

Mientras Moses se sumergía en un mar de confusión, el padre Isidro había conseguido colocarse encima de él y le asestaba un puñetazo en mitad de la cara. La explosión de dolor fue inaudita; su cráneo golpeó brutalmente contra el suelo, arrastrándolo a un universo de dolor que le nubló la visión. Moses abrió la boca para gritar, e Isidro vio sus dos hileras de dientes, perfectamente alineados; vio su lengua, y la odió.

Emitió un sonido gutural, casi cenagoso, y ciego de rabia, lanzó la mano hacia delante. Los dedos se introdujeron en la boca. Moses abrió los ojos, invadido por la sorpresa. La cara de Isidro era prácticamente un cráneo provisto de nariz, y la lengua se extendía hacia él, recubierta de saliva seca y blancuzca.

No podía respirar, ni hacer fuerza con la mandíbula para cerrar la boca. Intentó asir su muñeca con las manos, pero era como intentar desplazar un poste de hierro; resultaba del todo inamovible. Los dedos se introducían más y más en su garganta, provocándole una náusea infinita. Incapaz de aguantar por más tiempo, su cuerpo se contrajo en una dolorosa arcada, y el escaso contenido de su estómago pugnó por liberarse. El vómito, caliente y brutal, chocó contra los dedos de Isidro y se quedó allí, escapando por los agujeros de la nariz.

Moses se sacudió, luchando por respirar. El ataque había sido tan contundente e inesperado que no había tenido tiempo de coger aire, y su cuerpo lo reclamaba imperiosamente. La lluvia no ayudaba: el agua entraba por la nariz, y el vómito que sentía en la garganta y las fosas nasales era ácido, cálido e insoportable.

El pánico y la impotencia recorrieron su cuerpo como una descarga eléctrica. En un último y desesperado intento, sacudió las piernas y las caderas, pero era como si el sacerdote pesase una tonelada: seguía encaramado en su vientre, empujando con los dedos, rasgando.

Asesinándome…

La visión se le iba. Cerró los ojos, pensando con cierta confusión que al menos perdería de vista el rostro terrible de aquel espanto sin boca. Su último pensamiento fue para Isabel. Recibió esa imagen con lágrimas en los ojos. Vio su rostro flotando en un mar negro, tan hermosa como era, hasta que la imagen perdió intensidad y fue suplantada por otras: recuerdos que brotaban suavemente del fondo de su mente y que le transportaron a los días en los que compartían lecho, allá en Carranque. Y lo recordó todo: el tacto de las sábanas, sus labios calientes, el perfume secreto de sus axilas, las confidencias a las que se entregaban en susurros en mitad de la noche. Y así, sus músculos se fueron relajando, muy poco a poco, hasta que dejó de oponer resistencia.

Sólo unos segundos más tarde, su mano caía lacia sobre el suelo mojado. Moses se había ido.

El padre Isidro dejó la mano en el interior de la boca un tiempo más, sólo para asegurarse. El moromierda había dejado de moverse, y el atronador retumbar de su corazón había desaparecido. Su cadáver miraba hacia el cielo nocturno con un solo ojo abierto y una sustancia blancuzca, cuajada de grumos de saliva, resbalaba de su nariz. Estaba muerto. La calidez de su garganta en la mano era extrañamente reconfortante, pero supuso que ésta desaparecería también en pocos instantes.

Se sentía alborozado, dichoso. Miró hacia arriba y se encontró con la atenta mirada de la luna, que parecía arrancarle destellos plateados en sus cabellos mojados.

¡Señor, te envío a otro, para que dispongas de él!

Dejó escapar un ronroneo horrible y entrecortado que pretendía ser una carcajada. Sólo después, extrajo la mano. Las puntas de sus dedos estaban ensangrentadas, pero la lluvia los lamió rápidamente. También empezó a llenar de agua el interior de la boca muerta del cadáver.

Isabel había salido corriendo, con las lágrimas escapando de sus ojos. Éstas se confundían rápidamente con la lluvia.

Gaby cerró la puerta tan pronto ella salió al exterior, como le había dicho, pero no podía evitar estar asustado: ya sabía lo que pasaba cuando los adultos salían corriendo para salvar a otros. Lo sabía demasiado bien. Regresó junto a su hermana y la abrazó.

Ella miraba ahora alrededor, intentando ver algo a través de la abrumadora cortina de agua, pero no pudo ver a Moses por ninguna parte. Pensó en gritar su nombre, pero entonces pensó que podría alertar a los zombis. Sin embargo, cuando miró hacia atrás, y cuando vio que la puerta donde permanecían los niños estaba cerrada y no había ningún indicio que pudiera llevar a los muertos hacia allí, decidió que le importaba una mierda, y empezó a llamar a gritos.

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