Sacudió la cabeza. Por encima de los edificios, el humo apenas si se desplazaba, como si el tiempo se hubiera detenido. El olor a chamusquina y ceniza era también más intenso: se estaban acercando.
– Es por aquí… -dijo Dozer, sin desviarse de la avenida principal.
Inexplicablemente, aunque se encontraban ya en pleno centro urbano de la ciudad, el número de zombis era cada vez menor.
Víctor abrió la boca para decir algo, pero se contuvo, y hasta retuvo la respiración, como si mencionar el hecho o moverse siquiera fuese a romper el hechizo de lo que estaba pasando.
– Pero qué… -soltó Dozer, aminorando la marcha y mirando alrededor.
– Dijiste que los helicópteros parecían militares… -susurró Víctor.
– ¿Qué? Los helicópteros… -dijo, recordando-. Sí, aunque estaban ya bastante lejos. Pero, ¿qué…?
– Si la Pandemia Zombi te hubiera sorprendido en Granada… -interrumpió Víctor-, ¿dónde habrías ido?
Dozer pestañeó.
– Yo qué sé… ¿en qué cojones estás pensando?
– Si me hubiera pillado aquí, hay un lugar al que yo habría ido: el Sacromonte.
– El Sacromonte…
– Pero si hubiera visto a mucha gente que huía conmigo y que iban al mismo sitio, hay todavía un lugar mejor donde hubiera decidido esconderme. Un lugar más grande, diseñado como una fortaleza contra los ataques de enemigos que, por entonces, iban a pie o a caballo.
Entonces, una imagen se formó en su cabeza con la rapidez y el brillo de un relámpago.
– La Alhambra… -dijo.
Víctor asintió.
La ausencia de zombis, pensó, regresando con su mente a Carranque , el humo… si no lo hubiera visto muerto pensaría que es cosa suya. Un escalofrío le recorrió de punta a punta.
– Ahora piensa en helicópteros militares -continuó diciendo Víctor-. Si llegas a la ciudad y tienes que enfrentarte a los zombis al tiempo que proteges a unos civiles, ¿no instalarías tu base allí donde estén? Asentada en lo alto de una colina que domina toda Granada y protegida por murallas de cientos de años de antigüedad. Parece el lugar ideal para asentar un puesto de mando y empezar a trazar planes desde ahí.
– Dios mío. Puede ser… -exclamó Dozer-. El humo podría venir perfectamente de ahí.
Víctor miraba ahora a través del cristal de su ventana. O mucho se equivocaba, o la lluvia estaba ayudando a disolver la espantosa nube que tenían encima. En el cristal, las gotas dejaban un rastro oscuro que interpretó como ceniza diluida.
– ¿Vamos? -preguntó entonces-. Si no hay nadie allí… me parecería un lugar excelente para pasar la noche mientras decidimos qué hacemos mañana. La verdad es que me pone los pelos de punta seguir aquí… da grima. Es peor que una ciudad muerta. Es…
– Lo sé -interrumpió Dozer-. Lo sé.
Sin que ninguno añadiera nada más, el Roña empezó a rodar de nuevo. Avanzó por la calle como una bestia que acaba de lidiar una feroz batalla y busca un lugar donde lamerse las heridas. Las llantas estaban cubiertas de sangre, y el morro, atrozmente tuneado, era un espanto de metal retorcido. Y Dozer, en su interior, empezó a sentir que estaba haciendo lo correcto.
El círculo se cerraba.
JUSTICIA DIVINA
– ¡Ya están aquí! -dijo Sombra.
Susana estaba tan tensa que parecía un resorte a punto de romperse. El estómago, contraído, dolía como si acabara de hacer una complicada tabla de ejercicios. A medida que los espectros avanzaban por el corredor, esa sensación fue creciendo, oprimiéndola con una fuerza implacable. En su mano, la maza empezó a temblar.
Cuando estuvieron por fin a la distancia de un brazo, Sombra y José descargaron con toda la potencia que pudieron generar. La bola pinchuda golpeó las cabezas de los espectros con un crujido espantoso y terrible, y Susana ahogó un grito. El cuello de uno de ellos se hundió en su base, provocándole un ataque de espasmos nerviosos; el otro perdió un pie con el impacto y se dobló literalmente, dando de bruces contra el suelo. Al girar el brazo para descargar un segundo golpe, Sombra empezó a gritar.
Las mazas subían y bajaban, hundiendo los cráneos y deformando las facciones del rostro. Cuando las manos se interponían, los huesos se quebraban y los brazos quedaban colgando como ramas secas después de una tormenta ventosa.
Susana no había conseguido moverse. Aún mantenía el brazo por detrás de su cuerpo, pero aunque deseaba participar en la contienda, algo en su interior se resistía a responder. Disparar con un arma era una cosa: descargar un golpe tan brutal contra la cabeza de uno de aquellos espectros era otra diferente. Aunque ella no era consciente, había además otro factor que la bloqueaba y que había contribuido tanto a la supremacía del zombi contra el hombre: en la oscuridad del corredor, aliviada tan sólo por la luz de la luna que entraba por el ventanal, los zombis no se distinguían demasiado de un grupo de personas normales. Golpearles con la maza era como cometer un acto de tremenda barbarie contra otros seres humanos.
Los salvajes golpes de sus dos compañeros, sin embargo, estaban resultando mucho más efectivos de lo que había imaginado. Miraba con horror cómo las mandíbulas se desencajaban, los hombros se descoyuntaban, los dedos de las manos saltaban por los aires convertidos en inútiles trozos de carne y los cuerpos se acumulaban contra la mesa. Pero los muertos seguían llegando, aullando en el corredor.
– N-no… ¡no puedo más! -gritó Sombra.
El hombro le dolía del esfuerzo, y el bíceps ardía como si estuviera en llamas. Cada vez que subía y bajaba el brazo para descargar un nuevo golpe, la sensación de que éste se movía como si estuviera enyesado se acentuaba.
– ¡Sigue, SIGUE! -gritó José. Tenía la cara cubierta de pequeñas gotas de sangre que cruzaban desde los dientes expuestos hasta el cabello sudoroso, pegado a la frente. Sus ojos brillaban, enardecidos por el exceso de violencia.
Sabía que Susana no estaba ayudando, pero aunque no entendía por qué, no la culpó: estaba, de todas formas, demasiado concentrado en lo que hacía.
Sombra cambió la maza de brazo. Después de un par de golpes, descubrió que podía manejarse casi igual de bien y siguió golpeando. Los muertos siseaban como serpientes, y en algún lugar, retumbó un trueno.
– ¡Que termine ya! -exclamó Sombra.
Los muertos le ganaban terreno; retrocedió un par de pasos, rechazándolos ahora con desesperados mandobles. José, a su derecha, se volvió para echarle una mano. Sus golpes quebraron los huesos de los brazos extendidos, pero no a la suficiente velocidad; inesperadamente, una mano le agarró el brazo, con una fuerza tan brutal e inesperada que casi deja caer la maza. José tiró hacia atrás, arrastrando al zombi a primer término, donde tropezó con la mesa.
Entonces sí. Susana avanzó un par de pasos y levantó la maza por encima de su cabeza para dejarla caer con un grito. La maza quebró completamente la cabeza del zombi, que reverberó con un espasmo demoledor. La fuerza del golpe pasó vibrando por el asa de la maza y le atizó en el brazo, que retiró instintivamente. El arma, en cambio, se quedó incrustada en la cabeza, asomando como una cucharilla de postre en un enloquecedor cuenco de hueso y piel. Asqueada y aterrorizada por lo que había hecho, Susana se llevó ambas manos a la boca, con el corazón recorrido por un estremecimiento.
José, liberado repentinamente, perdió apoyo y cayó hacia atrás, dando con el culo en el suelo. Su expresión de consternación dejó paso a una de auténtico terror. Sombra estaba a punto de ser superado por los zombis y retrocedía hacia el gran ventanal, Susana retrocedía (¡sin su arma!), más parecida ahora a la Susana que conoció en los primeros días de Carranque que a la feroz luchadora que luego floreció en ella, y el número de muertos al otro lado de la pila de cadáveres era tan grande, que la mesa misma se desplazaba continuamente, centímetro a centímetro.
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