Carlos Sisi - Los Caminantes

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Los Caminantes es un desgarrador relato que recoge los últimos días de la civilización tal y como la conocemos. Tras sobrevivir a la sobrecogedora pandemia que hace que los muertos vuelvan a la vida, los supervivientes se enfrentan al reto de llegar al final de cada día. La novela narra con un lenguaje visual y directo como los destinos de estos supervivientes se entretejen en torno a un misterioso personaje: El Padre Isidro.
Los Caminantes nos sumerge en un entorno de indecible presión psicológica, explorando la oscuridad del alma humana a medida que se enfrenta a sus peores pesadillas.

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Deslizándose de nuevo por el tétrico tobogán del pánico, Aranda batió sus piernas tan rápido como pudo. Miraba alrededor, intentando encontrar un objetivo, un lugar donde esconderse. Sabía que no podía correr a ese ritmo más que unos pocos minutos, y sabía perfectamente que los caminantes no se cansaban. Nunca. Nadie como ellos sabía forzar el caparazón humano hasta límites que nadie había llegado a imaginar siquiera.

Dobló la esquina del edificio y casi cae en brazos de un espectro cuyo costado aparecía completamente sesgado. Las costillas emergían como los restos de un primigenio dinosaurio en un mar negruzco, y el brazo era apenas un hueso retorcido en el hombro, como un siniestro tótem esculpido por un demente. El espectro dejó escapar un gruñido ronco al encontrarse a Aranda prácticamente en sus brazos, pero fue demasiado lento; el joven hizo una finta y se zafó, alejándose de él con toda la rapidez que le fue posible. Sólo unos segundos después, la horda de zombis en persecución arrolló al espectro con la fuerza de una vaquilla. Éste fue arrojado contra el suelo y desapareció bajo los pies del grupo.

Mientras corría, Aranda iba pasando portales y locales abiertos. Eran una trampa, eso lo sabía demasiado bien, un laberinto de puertas cerradas y corredores que no llevaban a ninguna parte, pero sentía en el costado y el pecho que, de seguir corriendo a esa intensidad, no iba a aguantar mucho más, y la entrada a los edificios se le antojaba tentadora.

Por fin, a apenas cincuenta metros en línea recta vio unas vallas de hierro que, formando un cuadrado, cortaban el paso a una tienda de lona de los servicios de mantenimiento. A escasos centímetros se abría en el suelo la entrada de una alcantarilla cuya tapa yacía a un lado.

¡Las alcantarillas! No sabía cuánto podría avanzar bajo las calles, o si la altura de los túneles le permitiría circular en absoluto, pero no creía que los zombis fueran capaces de seguirle por el agujero, y mucho menos por unas escaleras de mano. Corrió hacia allí, sintiendo que la distancia que le separaba de sus perseguidores se acortaba cada vez más. Se obligó a un esfuerzo final y redobló la velocidad cuando se encontraba prácticamente envuelto ya en los gruñidos animales de los espectros. Por fin, apartó una de las vallas con la cadera y se lanzó por el hueco levantando los brazos y con los pies por delante.

Una explosión de dolor le cegó momentáneamente cuando cayó sobre el suelo. La sensación visual fue blanca, pese a la oscuridad reinante en aquella cloaca. Se sorprendió al encontrarse a cuatro patas, con las manos hundidas en una inmundicia oscura de tacto barroso. Miró hacia arriba y vio manos y brazos asomando por el agujero de la alcantarilla, agitándose con nerviosos movimientos, intentando apresarle. Esa visión, no obstante, le reconfortó; tal y como había pensado, los muertos vivientes carecían de la psicomotricidad suficiente para sincronizarse.

Aranda anduvo por los túneles, contento de alejarse lo más posible de aquella abertura ominosa. Había suficientes rejillas y agujeros en las salidas de la alcantarilla como para dispersar la oscuridad lo suficiente para poder ver por dónde andaba. Le preocupaba, naturalmente, encontrarse con algún muerto viviente en las tinieblas de aquellos túneles, pero se esforzó por no pensar en eso; después de todo sólo podía continuar.

Caminó durante lo que le pareció una eternidad. De tanto en cuando, se subía a alguna tubería cenicienta para asomarse por alguna rejilla y mirar el exterior. Las veces en las que podía ver lo suficiente, siempre era el mismo espectáculo: zombis vagando erráticamente por las calles sucias, cadáveres hinchados pudriéndose al sol, y escenas de coches abandonados en confusas aglomeraciones. Por lo menos sabía que avanzaba hacia el norte, adentrándose cada vez más en la parte oeste de la ciudad.

En un momento dado, se sentó en unos escalones de cemento y se sintió abrumado por una honda sensación de tristeza y desesperación. Parecía que Málaga entera había sucumbido ante el horror desbordante de la infección zombi. Era como si no quedase nadie en absoluto. El viejo sueño de encontrar un reducto controlado por supervivientes se le antojaba ahora algo lejano y poco coherente. ¿Cómo había podido dejarse llevar por una idea tan infantil y con tan poco sentido?

Permaneció sentado unos minutos, intentando decidir si volver a por su barca podía ser la mejor solución. Quizá si navegase un poco más hacia el oeste las cosas se presentasen de otro modo. Pero entonces un aullido lejano le sobresaltó: venía de los túneles que había estado siguiendo. El aullido reverberó, horrible, trayendo ecos siniestros hasta donde él estaba, y se obligó a incorporarse y continuar avanzando.

Sumido en tristes pensamientos, Aranda avanzó durante mucho más tiempo del que habría podido decir. Encontró un túnel ancho con calzadas a ambos lados de las aguas ponzoñosas y caminó por ellas a buen ritmo, utilizando las manos para no perder la referencia de la pared del túnel.

Mucho tiempo después, se encontró en lo que parecía una sala diáfana. Las paredes se perdían en todas direcciones, sumidas en tinieblas. Un único rayo de luz entraba verticalmente por un pequeño agujero de una de las tapas del techo.

Se atrevió a subir la maltrecha escalera de mano y levantar la tapa, apenas unos centímetros, lo necesario para echar un vistazo. Se encontró con una planicie completamente vacía: no había ni rastro de muertos vivientes, ni ninguna de las otras cosas que se habían repetido cada vez que había querido ver el exterior. A lo lejos pudo ver una alambrada alta, de rejilla metálica. Miró hacia otro lado y vio unas gradas de cemento de color blanco, y reconoció el sitio al instante: era la ciudad deportiva de Carranque, una extensión de varios kilómetros con dos campos de fútbol, una pista de atletismo, jardines y varios edificios con piscinas cubiertas y salas de usos múltiples.

Juan experimentó una inesperada sensación de euforia y se animó a deslizar la tapa hacia un lado y asomar la cabeza un poco más para tener una visión completa de la zona. En ese preciso instante, un objeto pequeño se le apoyó en la nuca, y una voz grave que venía desde su espalda exclamó:

– Será mejor que digas algo, cualquier cosa, o te vuelo la tapa de los sesos en este mismo instante.

XII

– Me llamo Juan Aranda y estoy vivo -dijo Juan con voz tranquila.

– Eso parece, pero quédate tranquilo y no te muevas -dijo la voz-. No puedes verme pero te estoy apuntando con un Heckler & Koch G36. ¿Sabes lo que es un Heckler & Koch, hijo?

– No.

– Es un rifle de puta madre, eso es lo que es. Podría llegar a los ochocientos metros con esta belleza. Los proyectiles salen de esta preciosidad a 920 metros por segundo. Quizá te interesen estas cosas, o quizá no, pero me gustaría que tuvieses bien claro que si te atreves tan sólo a girarte, esparciré todos tus sesos a tres metros de distancia antes de que puedas pestañear. ¿Te ha quedado eso bastante claro?

– Clarísimo -dijo Aranda despacio, pronunciando muy bien cada golpe de voz.

– Bien. Veo que estás tranquilo, eso me gusta, porque así yo también estaré tranquilo. Todos tranquilos. Ahora dime, ¿hay alguien más contigo ahí abajo? Piénsalo bien antes de contestar, porque si escucho aunque sea un pedo viniendo de esa mierda de cloaca de la que sales, dispararé.

– No, estoy solo -dijo Juan-. Aunque es posible que haya algunos zombis en los túneles.

Hubo un pequeño silencio antes de que la voz volviera a hablar.

– Bien. Eso podemos solucionarlo. Nunca he visto una de esas cosas subir por una escalera de mano. Ahora dime, ¿tienes algún arma?, ¿algún cuchillo?

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