– Guau… -exclamó Aranda-. ¿Y el agua? ¿Y la electricidad? ¿Cómo resolvisteis…?
– Termínate la pasta -le interrumpió Susana-. Te enseñaremos esto y veremos en qué quieres ocuparte.
Aranda asintió, todavía sonriendo, y se metió en la boca una cucharada de macarrones que le supieron a gloria bendita.
El campamento se encontraba en el polideportivo de Carranque, en el extremo oeste de la ciudad. Era grande, espacioso, completamente vallado y situado cerca de la autovía y de instalaciones como supermercados, farmacias, ferreterías, grandes superficies, varios centros de salud y un hospital, el Carlos Haya. Contaba con grandes torres de iluminación -que habían girado para que iluminase el exterior y no sólo las pistas deportivas-, dos pabellones cubiertos, un graderío lateral, una piscina cubierta y otra piscina olímpica descubierta; una pista de atletismo, un campo de hockey de césped artificial, cuatro pistas de paddle, un frontón, dos vestuarios con ducha, grandes salones, una cafetería y numerosos almacenes. Los diferentes cubículos de oficinas habían sido reacondicionados para acomodar dormitorios. La piscina, sobre todo, había resultado ser un valioso bien, sobre todo desde que la falta de electricidad había terminado por provocar también la escasez de agua. Ningún grifo hacía manar ya el esencial elemento. Por lo tanto, la piscina se utilizaba como baño comunitario, y se mantenía higiénica gracias al cloro y a los polvos germicidas que sí abundaban.
En el campamento, que algunos llamaban Macondo en honor al libro de García Márquez, habitaban unas treinta personas, como había dicho Dozer, todas ellas supervivientes de la pandemia que había asolado el mundo meses antes. La mayoría tenía experiencia lidiando con los caminantes; habían sobrevivido a más de un enfrentamiento directo antes de llegar. Otros, como Susana, habían aprendido sobre la marcha. Tenían también muchos generadores de electricidad: una batería completa de Berlans 3000 que habían traído del cercano Carrefour, y dos grandes Caterpillar 1250 sacados de una obra en las calles de atrás. También encontraron varios Wilson Perkins trifásicos en las instalaciones que habían acoplado a la red.
Se esforzaban mucho por ahorrar electricidad, porque la electricidad significaba gasóleo, y conseguirlo representaba cada vez más riesgo. Así que el campamento entero se iba a la cama temprano, y no contaban con televisores y otras frivolidades que enchufar a la red. Sí que mantenían, casi siempre, una o más radios encendidas. Las únicas emisoras que captaban eran en inglés, aunque entrecortadas y envueltas en estática; y aunque algunos podían leer el idioma con cierta soltura, ninguno de ellos comprendía gran cosa. Sin embargo, les gustaba sentir que no eran los últimos supervivientes en un mundo lleno de cadáveres resucitados.
En las semanas que siguieron, Aranda llegó a ser muy popular en el campamento. Tenía un carisma especial, y caía bien a todo el mundo casi instantáneamente. Era tranquilo, sabía escuchar, y siempre tenía soluciones a los problemas que se iban presentando, no importaba de qué clase fueran: un problema inesperado con una tubería, mejoras en la administración y gestión de los alimentos, o un sistema de turnos optimizado. En poco tiempo, la frase "veamos qué dice Aranda de eso" estaba en boca de todos.
De las treinta personas que vivían en la Ciudad Deportiva, un reducido grupo se había especializado en el uso de las armas. Dozer y otros dos habían sido grandes aficionados a la caza y además eran buenos deportistas, así que ellos eran los que hacían las salidas a por suministros, cuando había que hacerlas. Eran extraordinariamente buenos. También se ocupaban de los indeseables que, con cierta periodicidad, pasaban junto al refugio, cuando el campamento aún era joven y no había tantos zombis. Un grupo de ellos, conduciendo motos de gran cilindrada, se plantaron cerca de la puerta principal haciendo girar las motos en círculos. Llevaban armas, y entre disparos al aire sugirieron a gritos que era mejor que algunas de las mujeres se fueran con ellos, para perpetuar la especie. Dozer y los otros hicieron varios disparos en rápida sucesión y absolutamente todas las armas cayeron al suelo, las manos que las sujetaban reducidas a muñones sanguinolentos. Se marcharon haciendo rugir sus motos, zigzagueando entre los muertos vivientes. Pero aquello fue cuando todavía se veían indeseables por las calles. Ya no había ninguno.
Susana formaba parte de ese grupo. Demostró tener un talento natural con el uso de las armas y una puntería fuera de lo común. Se entrenaba duro todos los días para mejorar su forma física, y había descubierto que hacerlo le fortalecía no sólo el cuerpo, sino que también reforzaba su entereza mental. Había cambiado sobremanera desde que abandonó su apartamento, hacía ya algunos meses, y se sentía orgullosa de ese cambio, de haber dejado atrás a una Susana temerosa e indecisa con la que ya no se identificaba.
Una mañana, Juan se encontraba en la pista de atletismo, sentado en una vieja silla de plástico a la que las inclemencias del tiempo habían ennegrecido. Estudiaba los movimientos de los espectros, agarrados con sus dedos huesudos a la verja metálica. Cuando se ponía a la vista, todas las miradas se concentraban en él. Si se acercaba lo suficiente, causaba un buen revuelo entre sus filas: sus ceños se fruncían, los dientes aparecían, y sus ojos blancuzcos parecían capaces de taladrarle. Pero si comenzaba a alejarse de nuevo hasta ponerse fuera de su campo de visión, perdían el interés en él y comenzaban a vagar. Era como si los zombis funcionasen con un programa muy básico, manejando solamente unas pocas variables. Algo podía estar ahí o no, pero no parecía que entraran en la consideración de "estar ahí pero escondido", por ejemplo.
Una inesperada voz a su derecha hizo que rompiera el hilo de sus pensamientos y diera un respingo.
– ¿Qué tal, joven? -preguntó Dozer.
– Coño… no te oí llegar -dijo Aranda, disculpándose.
– Ya lo veo -contestó, medio divertido. Aunque hacía frío, iba vestido con pantalones cortos y una camiseta sin mangas, un par de tallas por debajo de la que hubiera necesitado.
Dozer siguió la mirada de Aranda.
– Casi me he acostumbrado a ellos -dijo.
– ¿En serio? -preguntó Aranda-. A mí aún me dan escalofríos. Hace un rato vi uno vestido con el uniforme del SAMUR. Llevaba un estetoscopio al cuello y un agujero del tamaño de una pelota de golf en la zona de la clavícula. Bueno, me pregunté cuál había sido su historia, cómo había acabado así. Quizá fue infectado por la misma persona a la que trató de ayudar. Quizá nunca tuvo una oportunidad.
– Sé lo que quieres decir. A veces olvidamos que alguna vez fueron personas, como tú o como yo.
– En fin -dijo, moviendo la mano en el aire-. Eso fue hace ya mucho tiempo.
Dozer lo observó, taciturno, con los ojos entrecerrados.
– Ése es el pensamiento correcto, ¿sabes?
– ¿Qué quieres decir?
– Quiero decir… que si vas metiendo esas ideas en la cabeza de los demás, especialmente en los de mi grupo, bueno… son ellos o nosotros, Aranda. Si tienes un podrido delante y dudas, aunque sea por un segundo, acabarás al otro lado de la verja con los ojos en blanco y el culo lleno de gusanos. No podemos andarnos con remilgos.
– No quería…
– Lo sé, créeme, lo sé -interrumpió Dozer-. Pero superar aquello fue una parte esencial del adiestramiento. Nos costó bastante andar y correr entre ellos disparándoles como si fuesen latas de Pepsi en una valla. -Bajó la cabeza, buscándose las manos-. A veces te encuentras con cosas que son difíciles de olvidar cuando vuelves a casa y te tumbas en la cama. Sencillamente no se van, no puedes dormir y olvidarlas, y no desaparecen cuando lavas tu cuerpo para quitarte toda la sangre después de una trifulca con esos zombis. No todas esas cosas parecen monstruos. A veces te encuentras un rostro, mirándote directamente a la cara, y por un segundo vislumbras la humanidad que perdieron. Casi dan pena. Y titubeas, ya lo creo que titubeas. Pero ésas son sus armas. Ésas son sus jodidas armas. Por eso acabaron con todo. Sencillamente… no podemos permitirnos recordar siquiera que todos esos cuerpos muertos fueron hombres y mujeres, amigos, esposos, gente corriente con hipotecas y planes para el verano.
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