Carlos Sisi - Los Caminantes

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Los Caminantes es un desgarrador relato que recoge los últimos días de la civilización tal y como la conocemos. Tras sobrevivir a la sobrecogedora pandemia que hace que los muertos vuelvan a la vida, los supervivientes se enfrentan al reto de llegar al final de cada día. La novela narra con un lenguaje visual y directo como los destinos de estos supervivientes se entretejen en torno a un misterioso personaje: El Padre Isidro.
Los Caminantes nos sumerge en un entorno de indecible presión psicológica, explorando la oscuridad del alma humana a medida que se enfrenta a sus peores pesadillas.

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Aranda detuvo un momento el fueraborda y permaneció impasible durante unos minutos. Había esperado algo diferente. Había confiado que el centro de Málaga pudiera ser una "zona fuerte" donde los supervivientes hubieran controlado la locura de la infección zombi. ¿Qué les pasó? ¿Qué pasó con la policía, los agentes de seguridad, el ejército, la legión española?, ¿todos los hombres y mujeres fuertes que vivían en Málaga?; ¿sucumbieron todos? ¿Cómo, por qué? ¿Tan difícil era resistir?, ¡él lo había logrado!

Se sentía triste y enfadado al mismo tiempo. El ruido del agua golpeando rítmicamente el casco de la barca le trajo recuerdos de tiempos mejores, cuando todo era normal. Ojalá hubiera prestado más atención a la vida cuando ésta le rodeaba, se decía mientras los lamentos guturales de los espectros se mezclaban con el arrullo del mar, lejanos pero omnipresentes.

Sacudió la cabeza como para desprenderse de aquellos pensamientos tristes e improductivos. Tenía que pensar qué hacer a continuación. Málaga era una ciudad grande, seguramente habría muchos supervivientes como él, gente que resistía en sus hogares, o quizá en un centro cívico, en una comisaría o un centro comercial. Obviamente, desembarcar en el puerto era imposible, así que decidió continuar un poco más hacia el oeste, hasta que encontrase una zona menos inhóspita. Más animado con la situación, se dispuso a arrancar el fueraborda. Tuk.

Algo había chocado contra el casco, apenas un golpe seco en la proa. Se giró y se asomó por la borda. Era una especie de alga de color gris oscuro con vetas blancas, bastante desagradable a la vista, y flotaba a medias al lado de la barca. Durante el trayecto había encontrado un único remo sujeto con bandas de goma, así que lo sacó para alejar esa cosa antes de que se enredara con la hélice.

Hundió el remo en el agua y trató de empujar aquello lejos de la barca, pero para su sorpresa, se encontró con algo duro justo debajo del alga. La resistencia de aquel objeto le repugnó, así que empujó con fuerza.

Entonces el alga se giró hacia un lado. Debajo había algo de un color blanco casi larval. Siguió girando… y aparecieron unos ojos hundidos de un tono vidrioso casi apagado. No eran algas, era pelo. Era un ahogado, un cadáver.

Aranda contuvo un grito, más de repugnancia que de sorpresa o miedo. Los peces habían estado picoteando aquella cara monstruosamente hinchada, y los labios habían desaparecido. Los dientes inmaculados sobresalían como cinceles de hierro.

El ahogado reaccionó de forma instantánea ante el estímulo visual que tenía delante. Una mano blanda y macilenta afloró en la superficie y sujetó el remo. Aranda lo soltó instintivamente, asqueado, y corrió hacia el fueraborda. Cuando estaba accionando el encendido, se fijó en la superficie del mar: había numerosos bultos, cuerpos flotando a duras penas, la mayoría boca abajo, y aun había otros cuerpos difusos a medio sumergir, dejándose llevar por la marea.

Aranda encendió el motor y se alejó, dejando al ahogado sujeto con fuerza al remo. Mientras salía de la bolsa de cadáveres a la deriva, se preguntó cuántas de esas cosas permanecerían dormidas, sumergidas en el fondo del mar con los pulmones llenos de agua salada, incapaces de morir, mecidos suavemente por las mareas. ¿Y qué ocurriría con los peces que mordieron al cadáver?, ¿serían infectados? ¿Qué efecto tendría eso sobre la salubridad de los océanos a largo plazo? ¿Sería todavía posible comer productos del mar?

No mucho más tarde, ensimismado todavía en ese hilo de pensamiento, Aranda pasaba por delante del paseo marítimo Antonio Machado, que nacía del puerto de Málaga y se extendía hacia el oeste. Aquella parte de la ciudad, al menos la zona costera, era relativamente nueva, y debido a la crisis inmobiliaria que había afectado a todo el país, la mayoría de los pisos estaban todavía vacíos. Este hecho se notaba en las calles, donde el número de caminantes era irrisorio.

Detuvo el motor y tomó de nuevo los prismáticos. La carretera estaba también impracticable, y uno de los edificios había ardido por completo hasta los cimientos, pero por lo que pudo ver no se detectaban más anomalías.

Maniobrando con el fueraborda, se dirigió hacia la orilla, lentamente. Allí se las ingenió para empujar la barca todo lo que pudo hasta envararla en la arena, junto a un montón de piedras blancas que conformaban un diminuto espigón. Aunque sospechaba que al motor no le quedaba ya mucha gasolina, sabía que ésa era su vía de escape en caso de problemas. Luego se agazapó junto al espigón para no ser visto, y desde allí echó un vistazo a lo que le esperaba.

Se trataba de una zona diáfana, con zonas verdes y palmeras jóvenes que aún no habían alcanzado toda su altura. Además del habitual batiburrillo de vehículos siniestrados, había gran cantidad de camiones volcados en la carretera. Todos los escaparates de los locales comerciales de las plantas bajas habían sido destrozados y violentados, y el género, bien fueran muebles, cajas de todos los tamaños y formas, e incluso aparatos de televisión, estaban dispersos por la acera. Por todas partes había cadáveres cuya piel se había puesto negra por acción del sol.

Avanzó lentamente, sin perder de vista a los zombis que vagaban por la zona. Si podía llegar al menos a uno de los restaurantes, quizá podría encontrar aún algo de comer, aunque sólo fueran cereales o latas de conservas.

No le fue mal en su avance a través de la carretera y los jardines agostados por el sol y la falta de agua. Discurría entre los vehículos, agazapado, siempre vigilante. Llegó al fin al pie de los edificios y se fijó en la marquesina de uno de los locales, un restaurante de la cadena VIP. La puerta de entrada era de doble hoja, y estaba cerrada y bloqueada con un pesado contenedor de basura de los metálicos.

Aranda miró alrededor. Le parecía que los espectros, aunque aún distantes, se estaban acercando. No quería tentar a la suerte, tenía que desaparecer de su vista antes de que identificaran que iba a adentrarse en el local, o encontraría un buen comité de fiestas al salir de nuevo. Intentó calcular el peso del contenedor sacudiéndolo brevemente: era indeciblemente pesado. Miró al interior, y le sorprendió descubrir que había pesados cascotes y ladrillos de todos los tamaños.

Con muchísimo esfuerzo, consiguió empujar el contenedor a un lado, lo suficiente como para abrir una de las hojas. Al hacerlo, un hedor indescriptible le golpeó las fosas nasales con la contundencia de un mazazo. Se echó para atrás unos pasos, sacudiendo la cabeza e intentando contener las arcadas. Para cuando pudo volver a mirar a la oscuridad del interior del local, ya era demasiado tarde: una miríada de ojos enrojecidos le miraban, envueltos en la casi total oscuridad del local, como intentando comprender. Eran espectros. El contenedor no impedía el acceso; les impedía a ellos salir.

Aranda retrocedió aun más. "Dios mío, son tantos…", pensó, saltando de una mirada a otra. "Son tantos, coño, son tantos…".

Justo cuando pensaba en echar a correr para perderse de vista antes de que lo reconociesen como una presa, la horda se despertó. Fue como si alguien hubiese bajado una palanca: se lanzaron todos hacia delante, sus ojos sin pupila clavados en él. Emergiendo de las tinieblas del fondo comenzaban a despuntar más cabezas, sus brazos levantados con dedos anhelantes de carne tibia.

Aranda quiso moverse, salir de allí, pero se sorprendió a sí mismo dando pasos dubitativos en una y otra dirección. "Así es como te cogen, así es como acabas convertido en uno de ellos", dijo una voz dentro de su cabeza. A uno de los espectros le falló una pierna y cayó al suelo con un ruido blando; entonces, el efecto hipnótico en el que parecía haber caído se rompió de una forma tan manifiesta que casi pudo oír el clic. Echó a correr, cuando ellos estaban ya a apenas tres metros.

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