Carlos Sisi - Los Caminantes

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Los Caminantes es un desgarrador relato que recoge los últimos días de la civilización tal y como la conocemos. Tras sobrevivir a la sobrecogedora pandemia que hace que los muertos vuelvan a la vida, los supervivientes se enfrentan al reto de llegar al final de cada día. La novela narra con un lenguaje visual y directo como los destinos de estos supervivientes se entretejen en torno a un misterioso personaje: El Padre Isidro.
Los Caminantes nos sumerge en un entorno de indecible presión psicológica, explorando la oscuridad del alma humana a medida que se enfrenta a sus peores pesadillas.

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Cambiar de vehículo era impensable, nunca podría manejarse por las calles y superar los obstáculos del camino ni siquiera con un todoterreno decente. Se imaginó a sí mismo utilizando un tubo de goma y extrayendo la gasolina de uno de los vehículos para ponerla después en un bidón de plástico. Cosa de un minuto realmente, pero antes necesitaría localizar un vehículo con la tapa de la gasolina accesible, el proverbial tubo y el clásico bidón, y todo ello sin llamar la atención de los zombis. Nunca funcionaría.

Permaneció unos instantes tratando de decidir cuál sería su primer paso. No se arriesgaría a internarse en esas calles, sabía perfectamente que constituían una trampa mortal. No, necesitaba algo diferente, pensar de otro modo, ver el problema fuera del cuadro, como le había enseñado su padre. Así que intentó serenarse, respirar normalmente y concentrarse. Extendió las manos hacia abajo y miró alrededor. Detalles, tenía que fijarse en todo, la cosa más pequeña podría ser la clave, la solución al problema. Se fijó en la desvencijada marquesina de un viejo chiringuito abandonado que decía "ESPECIALIDAD EN SANGRÍA"; en una farola caída, apoyada en su extremo más alto contra una ventana abierta formando un ángulo de treinta grados; en los cadáveres desparramados por los rincones, ya secos y reblandecidos por el sol; en un cartel del Gran Circo de Berlín; en la basura que la suave brisa arrastraba sin finalidad de un lado a otro; en las barcas de madera de los pescadores, cuya pintura empezaba a agrietarse y combarse allí donde las estrías habían aparecido… en las barcas…

Se detuvo… y se dio la vuelta con rapidez. Allí estaba la solución: una enorme extensión de libertad donde no había nada: el mar.

Había una vieja barca que no tenía mal aspecto del todo, no demasiado grande, y no estaba lejos de la orilla: podría empujarla si encontraba los rodillos. Rodillos y, si la bondadosa hada de la providencia tenía un buen día, puede que consiguiera también un par de remos. Miró hacia el interior y allí, cerca de la barandilla del paseo marítimo, encontró la caseta de pescadores. Incluso desde su posición se podía ver perfectamente que estaba sólidamente cerrada con cadenas y un candado.

Buscó en su mochila y extrajo un pequeño cortafrío; sólo Dios sabía cuántas veces le había encontrado utilidad a aquel prodigioso mecanismo, y cómo se alegraba ahora de haberlo incluido entre su equipo de campaña. Entonces respiró hondo y empezó a caminar despacio hacia la caseta… un paso, otro, cinco, diez… sobre todo no quería atraer la atención de los espectros, eso era lo primordial; pensaba que, con un poco de suerte, podría incluso llegar de vuelta a la barca sin tener a una horda de caminantes intentando despedazarle.

… diecinueve… veintitrés…

Los zombis caminaban despacio, la piel de sus cráneos contraída y llena de ampollas por acción de los rayos del sol cayendo implacable sobre sus frentes expuestas, día tras día.

… treinta y dos… treinta y siete…

La caseta estaba ya a pocos pasos. Sudaba copiosamente, aunque la brisa era fresca y no hacía demasiado calor.

… treinta y nueve…

Uno de los espectros se detuvo, inclinó la cabeza a un lado, como si olfateara el aire. Entonces abrió la boca, replegando sus labios resecos y finos y dejando escapar un coágulo negruzco que cayó pesadamente al suelo con un sonido acuoso.

Aranda se detuvo, sin atreverse siquiera a respirar. Y en ese momento, como en respuesta a su peor pesadilla, se encontró con que el zombi le estaba mirando. Fue como si estuviera dentro de una película y hubiera habido un corte: no había visto el movimiento, habían quitado esos fotogramas.

No se dio más tiempo: eliminó la distancia que le separaba del candado de un salto y empezó a aplicar el cortafrío a la pequeña barra del candado. El zombi se lanzó hacia donde estaba él, profiriendo sonidos ásperos que surgían de su garganta. Aquello pareció activar al espectro que caminaba a poca distancia, que se agitó como si lo hubieran atizado con una vara y comenzó a avanzar haciendo grandes aspavientos con las manos.

Aranda apretó con fuerza y el candado cayó silencioso sobre la arena. Tiró de la cadena una y otra vez, pero parecía arrastrarse durante toda una eternidad por las presillas metálicas. Los zombis estaban saltando por encima de la pequeña barandilla que separaba el paseo marítimo de la playa; el segundo de ellos se limitó a girar sobre sus caderas por encima de la baranda, cayendo torpemente de cabeza contra la arena. Se escuchó un crujido similar al de una rama quebradiza tronchándose en la quietud de un bosque. El golpe habría bastado para truncar el cuello a cualquiera, pero el espectro naturalmente volvió a levantarse, la cabeza pegada a los hombros y los ojos cargados de odio.

Con un tirón final, Aranda consiguió quitar la cadena de la puerta. Estaba oscuro y recibió una bocanada de polvo y aire enrarecido cuando asomó la cabeza al interior. Se trataba de un pequeño cuartucho con estantes de metal llenos de utensilios de pesca, redes, salvavidas y botes de lo que parecía ser pintura. Y allí, escrupulosamente recubierto por un plástico de burbujas amarillento, un pequeño motor fueraborda de color negro, con las letras "SEAKING" adornando sus curvas líneas negras, colgaba de un gancho en la pared.

Aranda desgarró el plástico con rapidez y descolgó el motor. Pesaba una tonelada, algo totalmente inesperado, así que estuvo a punto de dejarlo caer contra el suelo. Lo abrazó con las dos manos y lo apretó contra su pecho, curvándose hacia atrás para ayudarse con los lumbares. Era realmente pesado, tanto que le recordó al peso de aquellos grandes sacos de sal que su madre hacía traer a casa para el descalcificador que tenían instalado, así que calculó que el motor debía pesar por lo menos unos cincuenta kilos. Notó también, con amplia satisfacción, el vaivén de la gasolina en su depósito, así que ahí se desvanecía otra preocupación. Sabía, por otro lado, que no podría llegar a tiempo a la barca con ese peso, no antes de que los dos zombis lo alcanzaran, así que, con mucho esfuerzo, volvió a colocarlo sobre el gancho y miró hacia el marco de la puerta. En ese momento, escuchó un golpe sordo contra la pared de la caseta. Ya estaban ahí.

Buscó con la mirada entre las cosas que tenía alrededor, sabía que apenas tenía unos pocos segundos. Al fin, entre unas grandes cajas de herramientas, localizó un martillo que parecía suficientemente grande como para conseguir su propósito. Cogerlo y girarse hacia la puerta fue todo uno, pero ya no le sobró ni un segundo más: allí, ocupando todo el marco, estaba aquel ser repulsivo, vestido aún con una raída chaqueta de color gris oscuro y la cara surcada por innumerables heridas resecas. Unos pocos dientes negros despuntaban en su boca entreabierta.

Tuvo apenas un instante para lamentar cómo había hecho las cosas. Estaba atrapado, encerrado en un lugar estrecho; se había dejado arrinconar como un estúpido. Si el segundo zombi conseguía colarse dentro también, estaba seguro de que no podría conseguirlo. Sin embargo, un impulso visceral, casi primigenio, le movió a precipitarse hacia el espectro y asestarle un contundente golpe con el martillo, justo en la cabeza. El zombi se sacudió como si hubiera recibido una descarga eléctrica y pareció a punto de derrumbarse hacia atrás, víctima de un colapso cerebral, pero cuando tanteaba el aire con sus manos pútridas, trastabilló y recuperó el equilibrio, devolviéndole la mirada con renovada furia. "Se está excitando", pensó Aranda entre la bruma blanca de un terror creciente.

Corrió de nuevo hacia el espectro y lo empujó con toda la fuerza de la que fue capaz. Esta vez sí, el enchaquetado cayó hacia atrás sobre la polvorienta arena de la playa, gruñendo como un viejo oso vapuleado. Aranda salió al exterior, a tiempo de ver cómo el segundo zombi le cogía del brazo. Su rostro era prácticamente cadavérico, y un único ojo velado por una sustancia gris le miraba furibundo. Se deshizo de su presa con un fuerte tirón del brazo y se alejó unos pasos sin perderlos de vista.

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