Los hombres hicieron frente al asalto como pudieron. En un momento dado, Aranda se percató de que ya no había más disparos, probablemente porque habían agotado ya toda la munición. Los rechazaban con patadas y a base de golpes de cadenas, si bien éstas no resultaban muy eficaces ya que ese particular enemigo no acusaba el dolor.
Aranda observó con cierta fascinación el rictus de terror que todos los hombres reflejaban en sus rostros. Rostros lívidos y blanquecinos en el atardecer de un día cualquiera, en un pueblecito con varios miles de habitantes, todos ellos muertos vivientes. Era ahora cuando empezaban a ser conscientes de que la situación se les había escapado totalmente de las manos y de que los zombis jamás cejarían en su ataque. No necesitaban descansos, y no pararían para dialogar o permitirles una tregua, o pactar una rendición. Continuarían con tenacidad sobrehumana día y noche, mostrando la misma cólera y la misma furia desmedida en sus intentos por desgarrar la vida fuera de sus cuerpos.
Entonces, un brazo teñido de un púrpura malsano por mor de la muerte consiguió aferrarse al tobillo de uno de ellos. El hombre perdió el equilibrio y cayó de espaldas contra el suelo. Chilló como un cerdo en el matadero, pero no recibió ayuda hasta que fue demasiado tarde: tironearon de él y, antes de que nadie pudiese reaccionar, ya había caído sobre el techo del vehículo. Allí, cuatro figuras encorvadas se abalanzaron sobre él, y hubo gritos, unos gritos tan agudos y estremecedores que Aranda tuvo que taparse los oídos con fuerza para evitar perder el control. Tenía un nudo cogido en el pecho, tan fuerte que creyó por un momento que se partiría en dos.
El resto fue cuestión de tiempo, y Aranda se esforzó por no mirar. De repente hacía un calor tremendo y sudaba copiosamente; las manos le temblaban como si tuvieran vida propia. Los espectros consiguieron, eventualmente, trepar a la parte de arriba formando una columna humana, y Aranda casi pudo ver sus expresiones de cólera y los tendones de sus cuellos, tensos como cables de acero. Los hombres no consiguieron defenderse en absoluto, fueron derribados y sometidos con una rapidez tan pasmosa como atroz. Voló la cascarria de sus vísceras y hasta una pierna cercenada a la altura del muslo; el hueso blanco teñido de sangre despuntando como un cetro tenebroso. La extremidad fue motivo de disputa entre la muchedumbre que esperaba abajo, pero no hubo ninguna dentellada, ningún zombi estaba interesado en comerse la carne, sólo en desgarrar y despedazar.
Aranda había visto otras escenas de horror similares anteriormente, pero aún no había conseguido que no le afectasen. Quizá precisamente por eso seguía vivo: aún le quedaba algo de humanidad.
Los zombis no se tranquilizaron inmediatamente. Aullaban y chillaban como viejas histéricas, empapados de barbarie. No obstante, se dispersaron, algunos corriendo calle arriba como si hubieran detectado algo en alguna otra parte, otros alejándose en direcciones erráticas, golpeando con sus puños todo lo que encontraban a su paso: vehículos, farolas, buzones de correos, contenedores…
Aranda se recostó, exhausto, en un rincón del supermercado, entre el papel higiénico y el cartón con la silueta de una mujer a tamaño natural que proclamaba "SONRÍE CON TODOS LOS DIENTES". Se hizo un ovillo en el suelo y abrazó sus propias piernas flexionadas sobre el pecho, en clara posición fetal. Le dolían los brazos y las piernas, los músculos agarrotados por la tensión a la que los había sometido. Intentó cerrar los ojos, diciéndose a sí mismo que allí estaba a salvo, pero era muy consciente de que su seguridad en ese momento era sólo aparente y estribaba únicamente en no ser descubierto. Sabía que, si ellos se daban cuenta de que allí dentro había alguien con vida, ya nada les detendría. Ni la reja metálica, ni las puertas de seguridad, ni los cristales antibalas. Mientras sentía que se quedaba dormido, cosa que consiguió únicamente atendiendo a un deseo inconsciente e íntimo de escapar a aquella situación, se dijo a sí mismo que era sólo cuestión de tiempo que aquellas cosas acabaran acorralándolo, como a todos los demás. Tenía que irse, buscar a alguien más. Tenía que localizar a otros supervivientes, organizar un grupo, recibir cada nuevo día con posibilidades controladas de supervivencia.
A la mañana siguiente se despertó, solo y sudoroso, en la densa quietud del supermercado. Un vistazo a la calle le permitió constatar que todo había vuelto a la normalidad. Los coches estaban destrozados, y había sangre y trozos irreconocibles de carne por doquier. Vomitó, sin poder controlarse, las patatas de bolsa que había ingerido el día interior, pero después de sintió un poco mejor. Tenía un único mensaje parpadeando con grandes letras de neón en su mente: no esperaría ni un día más; se iría a Málaga, en busca de la gente. Seguro que allí encontraría más personas vivas, gente organizada que tenía controlada la situación. Tomó algunos víveres, unas botellas de agua, y partió.
Le costaba un enorme esfuerzo avanzar, y cada kilómetro ganado era un logro. La carretera estaba atestada de coches abandonados, colocados en siniestra hilera. Había vehículos volcados, algunos estaban calcinados en su totalidad, y la mayoría estaban siniestrados en mayor o menor medida. Había furgonetas cargadas de maletas cuyo contenido había sido abierto y desparramado por todas partes. Y había cadáveres, cadáveres de verdad, tendidos sobre el suelo, de espaldas y de costado, con los ojos abiertos, fijos para siempre jamás en alguna escena horripilante que se había quedado grabada en sus retinas opacas. También encontró zombis, arrastrando sus pies empolvados entre el cementerio de hierro y cenizas, pero muchos menos de los que había pensado.
El quad Foreman demostró ser un valioso aliado, sobre todo por la prodigiosa habilidad de Juan conduciéndolo. Cuando el caos de vehículos hacía imposible continuar de modo alguno, abandonaba la carretera subiendo por algún terraplén de tierra y avanzaba a buen ritmo campo a través. No había paso demasiado difícil o corte en el terreno demasiado pronunciado, el Foreman sorteaba todos los obstáculos.
Apenas hubo llegado al supermasificado barrio de El Palo, un hervidero humano plagado de altos edificios, Aranda derivó hacia la playa y avanzó por ella tanto como pudo. Mientras conducía, exploró la línea del horizonte; el color del cielo se mezclaba con el color perla del mar, picado con pequeñas crestas de espuma blanca, pero una vez más le entristeció la total ausencia de barcos. Era realmente como si no quedara nadie más, aunque su corazón y su mente le gritaban que eso era imposible.
Entonces el quad petardeó, emitió un ruido ronco y se caló, y el silencio cayó sobre la playa como si nunca se hubiese ido.
Instintivamente, Aranda intentó arrancar de nuevo el vehículo. Lo consiguió una vez, pero casi inmediatamente volvió a calarse. Una oleada de ansiedad comenzó a crecer en su interior, tan intensa que experimentó un ligero desvanecimiento. Miró alrededor. Había algunas figuras moviéndose en la distancia, pero como en la playa del Rincón, no había demasiados espectros a la vista.
Miró su preciada máquina, desconcertado, y entonces cayó en la cuenta: la aguja del indicador de gasolina permanecía plana, completamente horizontal, marcando el cero absoluto.
– Idiota… ¡IMBÉCIL! -dijo, sintiendo que su corazón se aceleraba. Se maldijo por no haberse dado cuenta antes-. ¿¡Qué cojones me PASA!? -gritó, a nadie en particular. Sabía que su supervivencia dependía de la gran autonomía y capacidad de movimiento que el Foreman le brindaba.
Cuando hubo recobrado de nuevo la calma, miró hacia septentrión. El paseo marítimo estaba desierto excepto por un par de esas cosas, y ni siquiera parecían haber reparado en su presencia. Ambas caminaban despacio hacia el este, manteniendo la distancia el uno del otro. Un poco más allá se abría una pequeña calle con hermosos árboles en ambas aceras, umbrosa y oscura, y allí se adivinaba el lento caminar de un grupo más numeroso de zombis. También había un par de coches. Coches, quizá, con gasolina en su interior.
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