Aranda se había vuelto para mirarle. Parecía abatido y más pequeño de lo habitual. Sus ojos encerraban un deje de tristeza y, por un instante, Aranda atisbó unos horizontes desconocidos en la personalidad de aquel hombretón, pozos de oscuridad que encerraba dentro de sí, que no compartía con nadie más. Pero en su cabeza se dibujó una imagen tan vivida que parecía refulgir en su rica variedad de tonos cromáticos. En ella aparecía Dozer, después de una de sus misiones en el exterior, sentado en una esquina de su habitación; los ojos ausentes clavados en sus botas manchadas de sangre, y derramando lágrimas por todos aquellos espectros.
– ¿Lo entiendes? -dijo de repente Dozer, con el semblante serio.
– Sí que lo entiendo, Dozer. Lo siento.
– Oh, vamos, no es culpa tuya. -Volvió la cabeza hacia las hileras de espectros que rodeaban la Ciudad Deportiva-. Pero mientras sigamos poniéndoles motes, como podridos, zombis, mordedores o caminantes, más tardaremos en llamarles por su verdadero nombre. Son víctimas, Aranda. Gente muerta. Eso es lo que son. Aranda asintió, pensativo.
Una inesperada y fría ráfaga de viento sacó unas hojas secas de debajo de la vieja silla y las arrastró varios metros más allá. Detrás de la verja, como respondiendo al cambio de temperatura, uno de los muertos levantó la cabeza y pareció otear el cielo.
Aranda lo miró, y el espectro le devolvió la mirada. Fascinado por aquella actitud, permaneció unos instantes mirándole directamente a sus ojos acuosos y blancuzcos. Sintió un escalofrío. Algo en sus ojos parecía anunciar que ese viento era un viento de cambio.
El atardecer de la tercera semana del mes de febrero fue de un color rojo intenso. Casi parecía que el cielo se había incendiado por el oeste a medida que el sol desaparecía detrás de los edificios en la Plaza de la Merced. Desde su ventana, la chica observaba a los caminantes como tantos otros días. Uno de ellos, impecablemente enchaquetado, llevaba en la mano un maletín negro de ejecutivo. Estaba abierto y la tapa arrastraba por el suelo. Dentro aún se podían ver algunos documentos, sujetos por una cinta de seguridad. La chica se preguntó por qué, en el nombre del Cielo, aquella cosa se aferraba con tanto ahínco a algo tan inútil. Era como si una parte aún se obcecara por sujetarse a una vida que fue, pero que se perdió un aciago día. Se quedó mirando su corbata azul y la blanca camisa, y sintió pena por el pobre desdichado.
– Se ha acabado la última botella. La última botella… -dijo alguien entrando en la habitación.
– Pues tendremos que vivir de los zumos y los refrescos.
– También se han acabado los zumos. Sólo queda esa mierda de bebidas isotónicas.
– Ya serán mejores que beber Coca-Cola… -teorizó la chica.
– Pues no sabría decirte -dijo el joven, ajustando sus gafas sobre la nariz-. La Coca-Cola tiene varios ácidos que tienen un efecto descalcificante en los huesos, pero la bebida isotónica aun puede ser peor… Tiene vitaminas, pero están mezcladas con un agente químico muy peligroso. Lo desarrolló el Departamento de Defensa de los Estados Unidos durante los años 60 para estimular la moral de las tropas que luchaban en Vietnam. Actuaba como una droga alucinógena que calmaba el estrés de la guerra, ¿sabes?, pero sus efectos en el organismo fueron tan devastadores que fue retirado. -Hizo un gesto vago con la mano-. Alto índice de casos de migrañas, tumores cerebrales y problemas en el hígado en los soldados que la tomaron.
La chica rió con ganas la verborrea de su amigo.
– ¿De dónde leches sacas todo eso?
El joven pareció un poco ofendido, y cruzó los brazos varias veces como si estuviese incómodo.
– Lo leí. Lo leí en un blog. Antes, cuando… cuando había Internet.
– Eres increíble, Arturo -dijo con una sonrisa.
Fue, en verdad, un momento extraño, de los que no abundaban desde hacía semanas. Resistían a la invasión de los muertos vivientes en uno de los emblemáticos edificios de la Plaza de la Merced. Eran seis, aunque John, un extranjero de cincuenta y dos años que había venido a Málaga a estudiar a Picasso, estaba realmente enfermo. Lo mordieron en la pierna y perdió mucha sangre. Desde entonces la infección se había ido extendiendo, y le provocaba sudores fríos, fuertes episodios de fiebre y periodos de coma.
Pero John aguantaba, gracias a Dios. Los otros eran todos gente joven, y quitando algún momento de histeria, lo llevaban bastante bien. Salir a la calle era algo del todo irrealizable debido al número de cadáveres que vagabundeaba constantemente por la plaza, pero habían aguantado gracias a un boquete que practicaron en el suelo de uno de los pisos de la primera planta, que les condujo, como habían previsto, al pequeño supermercado de abajo. Había numerosos alimentos en lata, cereales con fechas de caducidad muy alejadas en el tiempo, garrafas de agua y muchos otros productos que podían almacenar sin que se comprometiese su salubridad: chocolates, frutos secos, barras energéticas y demás.
– ¿Cómo está John hoy? -preguntó la chica.
– Sigue igual… Seguimos necesitando medicamentos. Antibióticos. Lo ideal sería que lo viera un médico… -Miró hacia abajo, experimentado una gran impotencia.
– Quizá deberíamos hacer más de esas hojas…
– Tiramos quinientas -dijo él, pronunciando mucho cada golpe de voz.
Habían preparado quinientas cuartillas encabezadas con un visible titular: "ESTAMOS VIVOS", y habían escrito su localización exacta, cuántos eran, y sus problemas más graves: la necesidad de encontrar un médico para John y la de la falta de agua. Esperaban que las hojas se esparcieran por todas partes, y que, en algún momento, alguien encontrara alguna.
– Prepararé más. Si mañana hace viento, las tiraré desde el tejado otra vez. Estoy convencida de que alguien… en alguna parte… dará con una de ellas.
– Está todo muerto, Isa.
– Si nosotros estamos aguantando, tiene que haber más. Arturo pensó unos instantes. No compartía su ilusión, pero concluyó que no le vendría mal estar ocupada.
La clave de la convivencia, como tan bien había vaticinado Isabel, era mantenerse ocupados. Los tres pisos que usaban no eran demasiado grandes, pero suficientes como para que todos tuvieran su espacio. Intentaban mantenerlo todo limpio y ordenado, quizá en clara contraposición al hediondo caos que reinaba en la calle.
– ¿Algo nuevo? -preguntó Arturo, señalando hacia la ventana.
– La verdad… no.
Miraron ambos hacia el exterior. A Arturo no le gustaba nada hacerlo: era como mirar a un abismo negro de desesperanza, y como decía Nietzsche, si miras al abismo, el abismo devuelve siempre la mirada.
– No sé qué esperaba… -continuó Isabel-. Quizá un grupo de gente subidos en un tanque, uno grande que pudiera abrirse camino, aplastar todas esas cosas y llegar hasta aquí… -Dejó escapar una tímida risa, consciente de que semejante cosa nunca ocurriría.
– Un tanque… eso estaría bien -dijo Arturo, apartando por fin la mirada de la ventana-. A veces me pregunto qué les pasó a los militares… nunca vimos ninguno. ¿Tú viste alguno?
– No… -contestó Isabel, dándose cuenta de que nunca había pensado en la cuestión.
– Vi policías, guardia civiles… pero militares… ¿Teníamos acaso militares en Málaga? -preguntó despacio, un poco incómodo por confesar su ignorancia en el tema.
– No lo sé.
– Antes estaba el Campamento Benítez, pero se lo llevaron… ¿No era allí donde está ahora el centro comercial Plaza Mayor?
– Más o menos, creo que sí.
– Más nos hubiera valido tener militares.
– ¿Qué era lo más cercano entonces: la base de Rota, San Fernando, los legionarios…? ¿Dónde estaban, en Ceuta?
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