Carlos Sisí - Necrópolis

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El campamento de Carranque vive momentos dulces. Tras haber sobrevivido el ataque del Padre Isidro y sus enloquecedoras huestes de caminantes, los supervivientes se entregan a ensoñaciones y esperanzas de futuro propiciadas por los descubrimientos del doctor Rodríguez. Juan Aranda, su líder, decide utilizar su nueva condición para explorar la ciudad en busca de otras personas que continúen todavía con vida. Sin embargo, han pasado ya tres meses desde que se iniciara la pandemia zombi que asoló el planeta y sobrevivir es cada día más duro. Su periplo personal, no exento de vicisitudes, le aleja de Carranque, donde mientras tanto inciden nefastos designios que amenazan con convertirlo en una ciudad de muertos: una necrópolis.

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– Porque están muertos -soltó Reza quien hablaba ahora por primera vez.

Isabel recibió el comentario como un mazazo. Se quedó mirando el semblante serio y desvestido de emociones de Reza, esperando que en algún momento, sonriera como si todo hubiera sido una broma. Imaginó que alguna de las puertas en la habitación se abría de repente y de ahí salían Moses, y también Alberto, y Juan Aranda con el pelo largo y negro recogido en una coleta, y todos los demás, vestidos elegantemente y sonriendo. Pero no fue así.

Theodor puso los ojos en blanco con cierta exasperación, y dirigió a Reza unas palabras en alemán que no pudo entender. Éste, sin embargo, no contestó nada; su rostro continuaba siendo tan inescrutable como lo había sido hasta entonces.

– ¿M-muertos? -se escuchó decir, perpleja.

Están muertos. El golpe en la cabeza. El juego. El juego.

El rugido del fuego en la chimenea llenaba el silencio que la pregunta había creado, ¿y no eran las sombras ahora más alargadas y contrastadas?

– ¡Olvide su pequeño grupo de indigentes! -dijo Theodor, acercándose de nuevo a ella con una mano extendida. -Ahora tiene la oportunidad de vivir con nosotros como nunca soñó que lo haría ¡muchas mujeres habrían dejado todo lo que tenían por estar donde está usted!

Mujeres. Mujeres con nosotros. El juego. El juego.

Isabel retrocedió un par de pasos. Había grandes ventanas en la habitación que parecían dar a algún tipo de jardín privado y también divisó la puerta de salida. Se imaginó corriendo hacia allí, pero Reza tenía la presencia y el aspecto de un corredor olímpico, y supuso que le daría caza mucho antes de que consiguiese llegar hasta ella. Y si lo hacía, ¿no estaría cerrada con llave? y había aún otra cosa, ¿qué tipo de futuro la esperaba si llegaba más allá, en las calles llenas de vigilantes espectros?

– Quiero irme -dijo en un murmullo.

– Pero es usted nuestra invitada -replicó Theodor.

– Su prisionera.

– Mein Gott. Ésa es una palabra llena de connotaciones desagradables -explicó Theodor ladino. -No tiene que ser así. Es lo que trato de explicarle.

De pronto, como si un hechizo hubiese expirado de repente su carisma desapareció. Por un instante, Isabel creyó entrever en su estudiada máscara una repugnante mueca lasciva, la punta de su lengua asomando por entre sus labios agrietados y húmedos; sus ojos brillantes cargados de lo que interpretó como deseo lujurioso. Entonces no quiso escuchar más. Se dio la vuelta y echó a correr hacia un recodo que nacía junto a las escaleras y giraba luego a la izquierda. Allí atravesó un pequeño pasillo, y al dar la vuelta a la esquina se encontró en una espaciosa cocina con varias isletas. Al otro lado había una puerta de cristal que daba al jardín, así que corrió entre éstas sin atreverse a mirar atrás. No bien hubo cruzado la mitad cuando se vio arrojada al suelo con contundente violencia. Se golpeó la nariz que empezó a sangrar de forma inmediata.

– ¡NO! -chilló, pero unos fuertes brazos le rodeaban y no pudo moverse. Sentía el aliento de alguien en el cuello, caliente y fuerte. De repente se vio transportada por el aire hasta una posición vertical, y cuando giró la cabeza, vio a Reza a su espalda con una mueca de asco en su cara.

Intentó sacudirse utilizando las piernas, haciendo fuerza contra las paredes a medida que Reza la llevaba de vuelta al salón principal. Sin embargo, cuando conseguía oponer la más mínima resistencia, su captor apretaba el abrazo hasta dejarla sin respiración haciéndole sentir un fuerte dolor en el abdomen.

Sentía un pánico mordaz, mayor incluso que cuando se vio obligada a correr por las calles con Moses, Mary y el Cojo antes de acabar en Carranque, perseguida por una plétora de muertos vivientes. Al menos entonces la sensación de libertad y de velocidad le infundía un estado de esperanza que ahora le había sido privado.

Fue llevada escaleras arriba de vuelta a la habitación. Theodor se había dado la vuelta y estaba sirviéndose otro vaso de whisky, como si la escena fuese demasiado desagradable para él. El aliento de Reza, jadeante y persistente, tan cerca de la nuca, la enloquecía. Allí la tumbó en la misma cama en la que despertó pensando que se encontraba en un hotel de lujo, y cuando intentó incorporarse la abofeteó en la cara con una violencia desmedida.

Cayó hacia atrás sintiendo un repentino sabor a sangre en la boca. Allí le estiró ambos brazos hacia arriba y se los ató a la cabecera de la cama con algún tipo de cuerda, que no pudo ver. Cuando supo lo que pasaba gritó hasta quedarse sin aire, sin importarle los golpes que pudiera recibir; pero Reza se había subido a horcajadas sobre ella y sus esfuerzos eran en vano.

Va a violarme, repetía su angustiada mente una y otra vez. Pero Reza ni siquiera le dedicó una segunda mirada una vez que estuvo atada a la cama: se apartó de ella y salió de la habitación dejando la puerta abierta.

Aquellos instantes fueron de completa angustia y desesperanza. Estaba presa y maniatada a una cama con un delicado dosel, rodeada de un lujo que no entendía, apartada de la gente que había aprendido a querer. Se recordaba a sí misma en el ático de la Plaza de la Merced, mirando tras los grandes ventanales, soñadora, imaginando que su Príncipe Azul vendría a buscarla en algún momento. Y fue a Moses a quien encontró… Moses, Moses, Mo, ¿dónde estás, amor? Su mente escoraba a él cada segundo, como si desear intensamente que apareciera pudiera obrar el milagro.

Cuando Theodor entró en la habitación desprovisto ya de su máscara sonriente y afable, las lágrimas rodaron por sus mejillas y mojaron las delicadas sábanas de hilo.

* * *

– Cuéntamelo otra vez -pidió Gabriel.

Estaban sentados sobre una roca sintiendo el sol en el rostro. El viento que bajaba ululando por las cañadas, era fresco y limpio, y reducía la sensación de calor. Aprovecharon para comer un poco, aunque ninguno sentía todavía verdadera hambre.

– Ay, Gaby -protestó Alba- es que… no estaba segura.

– Pero has estado viendo cosas.

Alba asintió vigorosamente.

– ¿Y por qué no has dicho nada, chulita ? -preguntó Gabriel, un tanto enfadado.

– ¡Ya te lo he dicho! no estaba segura. Mira -exclamó haciendo un gesto con las manos que a Gabriel le resultó cursi en extremo. -Veía cosas a ratos, mientras andábamos. Primero pensé que eran cosas que imaginaba, ¿no? Pero luego -entrecerró los ojos, como si buscara las palabras adecuadas- luego pensé que no era como cuando pienso. Era como las imágenes, ¿sabes?

– Pero ¿qué fue de la tarta de coco?

Alba se encogió de hombros.

– No sé. A veces creía que me sentía un poco así, pero tampoco estaba segura. Creo que huele demasiado a flores, y por eso…

Gabriel suspiró largamente. Miraba a su hermana con cierto temor casi reverencial, pero ese sentimiento desaparecía cuando ella pasaba su lengua, golosa, por el borde de su galleta de chocolate.

– ¿Y qué cosas has visto? -preguntó, aunque como otras veces era incapaz de decidir si quería saberlo, o no.

– He visto -dudó por unos momentos mirando al suelo en todo momento, como si no quisiera hablar de ello- cosas, algunas no las entiendo, pero he visto mucho al Hombre Malo. Es malo de veras, Gaby. Vive en una casa que parece bonita, pero hay cosas feas. Si vieras lo malo que es.

– ¿Te refieres al hombre que encontramos?

– No. Otro hombre diferente. Y…

Gabriel esperó a que su hermana terminara la frase, pero se quedó callada. A su lado Gulich gimió brevemente, como si notara la lucha interna que la pequeña sufría en su interior.

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