Probó la puerta con la incertidumbre de si la encontraría cerrada o abierta, pero para su alivio, el picaporte giró y salió a un corredor que seguía la línea de elegancia de la habitación. Una esplendorosa alfombra verde recorría el pasillo, y las paredes estaban decoradas con lienzos de escenas de cacerías. Ahora percibía algo más, un murmullo de voces que llegaban amortiguadas desde alguna parte al final del pasillo.
Agudizó el oído, pero ni reconoció las voces ni consiguió entender lo que decían. Eran graves, perfectamente moduladas, carentes de los pronunciados altibajos propios de la gente con la que solía rodearse. Después de un rato a la escucha, decidió que no hablaban español. Quizá inglés, quizá otro idioma extranjero.
Avanzó despacio por el pasillo con el sonido de sus pasos amortiguados por la lujosa alfombra. Semejante refinamiento solo lo había conocido en hoteles, y se preguntó si no se habrían trasladado a uno de ellos. Pero, ¿por qué? Nunca había tenido una laguna en su mente como aquella y la sensación era del todo desconcertante. ¿Encontraría abajo a Moses y Aranda organizando el nuevo asentamiento, encontraría a otras personas?
Avanzó hasta el final del corredor y se encontró en la parte superior de unas altas escaleras. La balaustrada parecía ricamente tallada en madera, con acabados de impresionante finura que representaban figuras humanas y también motivos florales. Abajo, un enorme salón diáfano se extendía ante ella; y en el centro, cómodamente instalados en grandes butacas de piel, había dos hombres saboreando unas bebidas en grandes copas de cristal.
Su confusión iba en aumento, ¿quiénes eran aquellos hombres? Uno tenía la cabeza rapada pero sus facciones eran hermosas y serenas; el otro, más mayor, le recordó inmediatamente a un galán con el pelo canoso pulcramente peinado hacia atrás. Fumaba con cierta parsimonia un espléndido habano cuyo humo dibujaba caprichosas formas en el aire. Ambos vestían elegantemente, como si formaran parte de una escena de una película, tal vez en la recepción de un hotel de Gran Lujo.
Isabel se acercó tímidamente al pie de la escalera sin poder decidir si dejarse ver. Si al menos recordase algo. Tan pronto lo hizo, el hombre del habano reparó en ella y se puso en pie de un ágil salto. El otro hombre lo imitó.
Isabel sintió una inesperada ola de calor, y sus mejillas se sonrojaron casi al instante. Ni siquiera cuando el mundo todavía funcionaba había sabido cómo comportarse en esos ambientes, mucho menos ahora que tenía que lidiar con inquietantes lagunas mentales. La opulencia le hacía bloquearse y encerrarse en su cascarón, como si de alguna forma íntima y secreta, se sintiese poco merecedora de esos ambientes de súper lujo y gente adinerada.
– ¡Ah! La preciosa damisela ha despertado, ¡lo celebro! -exclamó el hombre canoso levantando su copa hacia ella. -¿Querría bajar y acompañarnos, por favor?
Isabel dudó unos instantes, pero descendió por las escaleras hacia ellos. El hombre fue a esperarla junto al último escalón, sonriente.
– Buenas noches -dijo tomándole la mano para besarla. Su voz era cálida y grave a la vez. Ahora que lo tenía delante, Isabel se sorprendió pensando que el hombre tenía un innegable atractivo pese a su edad, aderezado por su acento extranjero y lo sensual de su voz.
– Buenas noches… -contestó Isabel tímidamente. -Yo… no sé dónde estoy.
– Ah, meine geliebte Frau ¿no recuerda usted nada?
– A… a decir verdad no -contestó Isabel.
El hombre canoso levantó una ceja mientras entrecerraba los ojos; la suave sonrisa que había mantenido hasta el momento se acentuó.
– Pero esto es inesperado, ¡y delicioso! -dijo desviando una breve mirada furtiva hacia el otro hombre, quien ahora la miraba con suspicacia.
¿Delicioso?, pensó Isabel confundida. No era la palabra que esperaba escuchar tras anunciar que tenía problemas para recordar cosas. Inesperado, más bien, se dijo, o incluso terrible. Un gesto de preocupación, quizá. ¿Pero una sonrisa? Mo me habría puesto la mano en la frente y habría mirado si me había dado algún golpe.
De pronto el pensamiento arrancó un destello vago e impreciso en su memoria, como un estallido luminoso, y la sensación de caer hacia delante de bruces contra el suelo. ¿Dónde estaba, antes de eso? En el huerto, trabajando con las manos y embriagada por el aroma de la tierra fértil y ligeramente húmeda por el rocío de la mañana. Entonces, ¿qué le había ocurrido?
– ¿Dónde estoy? -preguntó al fin.
– Está usted en nuestra casa. Es nuestra invitada.
– Pero, ¿cómo he llegado aquí, dónde están los demás?
El hombre canoso hizo un gesto impreciso con las manos.
– Zu schnell -dijo suavemente, sin aflojar la sonrisa- demasiado rápido, ¿no cree? permítame presentarnos primero. Mi nombre es Theodor, y mi amigo aquí detrás es Reza.
Reza asintió brevemente a modo de saludo, pero no dijo nada.
– Hay otros amigos que se reunirán con nosotros, más tarde -continuó Theodor- lamentablemente, están ocupados en estos momentos.
– Oh -exclamó Isabel esperanzada- ¿mis amigos, de Carranque?
Theodor sonrió y apuró su vaso dejando el líquido en la boca unos instantes antes de tragarlo.
– En realidad, no. Lo siento -dijo al fin. -A decir verdad, nuestro amigo ha ido a avisar a otros amigos de que nuestro pequeño juego, ha acabado. Con la victoria de Reza, debo añadir.
– No entiendo -musitó Isabel. Reza había ido acercándose desde el sofá poco a poco, a medida que Theodor hablaba.
– No hay nada que entender -dijo Theodor suavemente, sin abandonar su cautivadora sonrisa en ningún momento- ¿le apetece a usted cenar? Sería un placer que nos acompañara.
La cabeza de Isabel daba vueltas. Mientras intentaba comprender a aquellos hombres que parecían actuar y vivir como si el mundo siguiese rodando sin muertos vivientes poblando las calles de sus ciudades, una parte de sí misma intentaba comprender la situación, por sus palabras en vano. La referencia al juego y al ganador, el hecho
¿delicioso?
de sus lagunas mentales, el recuerdo inaprensible de haber sufrido una especie de golpe mientras trabajaba. Movía las piezas en su cabeza con grandes esfuerzos, y la imagen resultante empezaba a parecerle cada vez más inquietante.
– Pero ¿dónde están mis amigos? -preguntó de nuevo descubriendo que la voz empezaba a temblar.
Theodor había sacado un colorido paquete de cigarrillos Afri Rot de su bolsillo y estaba encendiendo uno. Otra vez sus gestos le parecieron en extremo elegantes y refinados, y su forma pausada de expulsar el humo le recordó a un galán de Hollywood en las viejas películas de los años cincuenta.
– Es mejor que se olvide de eso -dijo al fin.
Ahora, los oídos de Isabel pulsaban con una especie de zumbido, como una alarma siniestra cuyo sonido llega desde alguna parte indeterminada. De repente, el lujo y el confort de la casa le oprimían el pecho y le robaban el mismo aire. Echó un vistazo a los altos techos revestidos con elegantes maderas oscuras como para buscar el oxígeno que de repente le faltaba; pero ahora las poderosas vigas le sugerían más el entarimado siniestro que se construye para ahorcar a los hombres con una soga.
– Yo… debo irme -dijo visiblemente nerviosa.
– Oh, eso sería una imprudencia. Aquí dentro está el mundo civilizado. Ahí fuera -hizo un gesto de desdén con la mano que resultó extrañamente femenino -no hay más que muerte. Pero eso ya lo sabe.
Otra vez volvió Isabel a formular la pregunta que más le angustiaba.
– ¿Por qué dice que me olvide de mis amigos?
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