Carlos Sisí - Necrópolis

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El campamento de Carranque vive momentos dulces. Tras haber sobrevivido el ataque del Padre Isidro y sus enloquecedoras huestes de caminantes, los supervivientes se entregan a ensoñaciones y esperanzas de futuro propiciadas por los descubrimientos del doctor Rodríguez. Juan Aranda, su líder, decide utilizar su nueva condición para explorar la ciudad en busca de otras personas que continúen todavía con vida. Sin embargo, han pasado ya tres meses desde que se iniciara la pandemia zombi que asoló el planeta y sobrevivir es cada día más duro. Su periplo personal, no exento de vicisitudes, le aleja de Carranque, donde mientras tanto inciden nefastos designios que amenazan con convertirlo en una ciudad de muertos: una necrópolis.

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– ¡DOZER! -gritó esta vez con toda la fuerza de la que fue capaz. El bote se agitaba como una hoja en un charco castigado por la lluvia intensa y José trastabilló, intentado no acabar en el agua. Era incapaz de apuntar con el rifle. Por fin, Dozer pestañeó y le miró con ojos distantes cargados de confusión. Descubrió entonces que su amigo no lo miraba a él; tenía la vista fija en un punto indeterminado a su espalda.

Cuando quiso girar la cabeza era ya demasiado tarde. El espectro lo abarcó, aprisionándolo con brazos delgados pero fibrosos. José quiso intentar un disparo, pero el nerviosismo lo derrotaba porque era muy consciente de que si era mordido en el cuello todo habría acabado. No obstante, cuando intentó llevarse el rifle al hombro descubrió que no podía; una de las manos se había enganchado en la bandolera y la tenía trabada.

Dozer, regresando lentamente del estado de shock en el que se había refugiado, entró en el túnel del pánico y se precipitó por sus pronunciadas rampas. Al intentar moverse para liberarse sin embargo, provocó que ambos perdieran el equilibrio y cayeran estrepitosamente al agua donde desaparecieron entre la confusa amalgama de espectros y cadáveres. Susana levantó la cabeza alertada por el ruido, y cuando comprobó que Dozer no estaba en el bote se puso en pie como accionada por un resorte.

José se lanzó al borde de la barca y buscó con ojos desesperados pero no lo vio por ningún lado; no estaba allí, no había ninguna mano que fuese la suya despuntando entre las demás y que él pudiera asir. Las descartaba todas: por la ropa, por su estado de putrefacción, porque a algunas les faltaban dedos. Ninguna era la de Dozer.

Gritaron su nombre juntos, pero sin resultado. No emergía. En la cabeza de Susana corría un reloj que marcaba los segundos con golpes sordos. ¿Cuánto tiempo, cuánto tiempo se puede estar bajo el agua sin respirar? ¿Cuánto, un minuto, un minuto y medio? Suponía que alguien como Dozer sería capaz de aguantar bastante tiempo sin oxígeno, pero ¿y si está presa del pánico, y si es prisionero de un muerto viviente? ¿Cuánto tiempo se tarda en dejar que el agua inunde los pulmones y sobrevenga la muerte?

De pronto, hipnotizada como estaba mirando el agua tumultuosa, Susana se sintió zarandeada. José la tenía cogida por las solapas del chaleco y le gritaba a escasos centímetros de su cara, con los ojos fijos en los suyos.

– ¡ESCÚCHAME! ¡Susana, necesito que me escuches! ¿me oyes, estás conmigo? ¡Susana!

Susana asintió, pestañeando repetidas veces.

– ¡Ha MUERTO, Susana!

Susana, intentando huir de él negó con la cabeza, pero José volvió a zarandearla con fuerza.

– ¡Escúchame, Susana! -pidió-. ¡Dozer ha muerto, Uri ha muerto, no hay nada que podamos hacer por ellos!

– No -dijo, con un trémulo hilo de voz.

– ¡SUSANA! -gritó.

José echó un furtivo vistazo a la barca; sobre todo no quería perder el contacto visual con su compañera. La necesitaba. Tenía que recuperarla si querían salir de allí. A su alrededor, los muertos húmedos y fríos como los peces de una oscura laguna subterránea, conseguían encaramarse torpemente a la barca que se sacudía ya peligrosamente. Sus endiablados ojos blancos los buscaban, las mandíbulas chascaban en anticipación.

– S-sí -respondió Susana al fin, con los ojos llenos de lágrimas.

– Vamos a salir de aquí, ¿vale? Por Dozer, por Uri, ¿sí?

– Sí.

– Vamos, maneja el remo. Yo te cubro.

Mientras hablaba su mano se precipitaba ya hacia el rifle de Susana que había quedado tirado en cubierta. Apenas lo hubo cogido, empezó a disparar contra los muertos que tenían ya medio cuerpo dentro. A tan poca distancia su precisión era letal y contundente: los zombis fueron enviados de nuevo al mar con los brazos laxos describiendo grandes aspavientos. Después disparó también contra las manos que se aferraban al pasamanos. Esquirlas de madera y dedos volaron por los aires a medida que los disparos resonaban en el aire.

Susana solo podía operar un remo: eran demasiado largos y pesados como para intentar usar ambos. De manera que decidió utilizarlo como una improvisada pértiga para empujar el barco en dirección contraria, utilizando los cuerpos que flotaban sin vida. La cosa funcionó bien, y empezaron a avanzar fuera de la zona. Una vez hubieron salido de ella, José se sentó a su lado y empezaron a remar juntos. Las paladas eran vigorosas, y el bote manchado de sangre y lleno de agujeros de bala, pronto se encontró a bastantes metros de distancia.

De pronto, sin advertencia alguna, Susana soltó el remo con expresión asqueada. José seguía remando sin embargo, sudando a la luz del crepúsculo que se acercaba inexorable, y el bote empezó a dar vueltas sobre sí mismo.

– Ya está -dijo ella- ya está.

Pero José continuó todavía un rato más hasta que también él cejó en el empeño. Resoplaba pesadamente, exhausto por la emoción y el esfuerzo. Los gritos y alaridos de los zombis quedaban ahora lejos, y el ruido del agua golpeando mansamente las paredes de la barca llegó hasta sus oídos, reparador como el sonido de una suave música.

Y entonces, de nuevo sin aviso previo, se buscaron y se abrazaron con una fuerza desmedida, como si pudieran mitigar el dolor apretándose el uno contra el otro. Permanecieron así llorando en silencio, mecidos por las rítmicas olas y compartiendo su dolor durante algunos minutos. A medida que la oscuridad ganaba terreno, unas gaviotas cantaron brevemente como despidiendo los últimos vestigios de luz, y en sus corazones la tristeza se mezcló furiosamente con la rabia, la desesperanza y la perplejidad, un amargo crisol que hacía temblar todos los cimientos de sus almas.

La noche cayó, fría y húmeda, y los encontró a ambos todavía fundidos en un abrazo. No habían intercambiado ni una sola palabra; no hacía falta. Finalmente, fue José el que se separó de ella. Se aclaró la garganta con un ronco carraspeo antes de hablar.

– Volvamos a casa. Volvamos.

Y Susana, sin saber que el lugar que había llamado hogar en los últimos meses ya no existía, asintió en silencio.

28. Isabel y la casa del miedo

Cuando tras muchas horas inconsciente abrió los ojos de nuevo, se sobresaltó al instante. El techo era alto, y las molduras tenían talladas en sus bordes finísimas filigranas. En el centro, por encima de ella, había una hermosa lámpara dorada llena de pequeños cristales que hacían que la luz centellease sutilmente, pero la veía a través de una especie de tela traslúcida que parecía una suerte de gasa con la textura de la seda. Era el dosel de la cama en la que estaba tendida, cubierta con blancos de seiscientos hilos.

Se incorporó, sobresaltada, y la suntuosa estancia en la que estaba se abrió ante ella. La habitación era espaciosa y de estilo imperial; todos los muebles eran antiguos, en particular un fascinante buró de caoba con detalles en piel y acero. Justo encima había un enorme tapiz que representaba una escena de la Mitología griega en la que Ariadna recorría los pasillos del laberinto de Minos. Los suelos eran de mármol blanco Macael, recorridos por una cenefa oscura que bordeaba la estancia, y en las ventanas colgaban cortinas de café pintadas a mano, de Bougeois.

Pero, ¿dónde estaba? Había estado trabajando en el huerto después de dar un paseo con Moses, de eso estaba segura, pero ¿y después? Se miró las manos y las olisqueó furtivamente. Los guantes de trabajo habían desaparecido, pero todavía podía percibir el olor a tierra húmeda y fértil. No se equivocaba.

Bajó de la cama experimentando una extraña sensación de estar involucrada en alguna clase de sueño. Era como si todo el horror zombi se hubiese alejado. La estancia era en verdad muy bella, y las luces indirectas que provenían de unas lujosas lámparas de Tiffany le daban una luz cálida y de algún modo hogareña.

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