– No funcionará, no funcionará -decía Dozer una y otra vez, sin dirigirse a nadie en particular.
– ¡URI, NOO! -gritó Susana al borde de las lágrimas.
El tercer disparo penetró limpiamente, pero el aluminio no produce chispa fácilmente y la bala sólo hizo que el barril se estremeciera violentamente.
Con el cuarto disparo todo fue diferente. El sonido de la bala se mezcló abruptamente con el de la tremenda explosión que lanzó, en medio de una bola de fuego, miembros, carne y una lluvia de sangre y trozos irreconocibles en todas direcciones. Sirviéndose del gas, el fuego trepó por el aire y alcanzó la pasarela de comunicación sacudiéndola brutalmente y haciendo desaparecer a Uriguen entre las ávidas llamas. Susana gritó llevándose ambas manos a la boca en un vano intento de contenerse. Cuando la copa de la explosión terminó por desgranarse en negros nubarrones, alcanzaron a ver a Uriguen de nuevo, incorporándose del suelo.
– ¡Dios, lo ha conseguido! -dijo Dozer.
Pero entonces, afectada por el impacto de la explosión, la pasarela descendió casi medio metro antes de quedar enganchada de nuevo entre los hierros que la sustentaban arrojando a Uriguen contra el extremo de la derecha. Rodó sobre sí mismo y, antes de caer por el borde, se aferró al suelo como pudo. Quedó a duras penas sujeto del borde con los pies colgando en el vacío y una expresión de absoluta consternación en el rostro.
– ¡URI! -gritó Susana.
Debajo de él, las llamas ardían alimentadas por el combustible que había quedado esparcido por el suelo. Uriguen notaba el intenso calor en las piernas, y a medida que se movía intentando encaramarse de nuevo, la ropa se le pegaba a la carne y notaba su extraordinaria temperatura, lo que le producía un dolor tan intenso como insoportable.
– Dios… sube ya… ¡que suba ya! -decía Dozer, hipnotizado por los momentos de tensión que vivía su compañero.
Pero tenían, además, otros problemas. Habían estado tan concentrados con Uriguen que dejaron de prestar atención al agua; ahora el bote avanzaba con su lenta marcha y se encontraba ya rodeado por los muertos vivientes. José pestañeo cuando notó el bamboleo de la barca; algunas manos estaban agarrándose a los bordes para intentar encaramarse, o quizá para volcarlos.
– ¡El agua! -gritó José, y volviéndose con rapidez descargó un par de disparos sobre los cadáveres con implacable puntería.
Dozer recuperó rápidamente el control sobre sí mismo y se prestó a ayudar a José manteniendo los zombis a raya, Susana en cambio permaneció donde estaba, con el fusil entre las manos y la mirada fija en el cuerpo bamboleante de Uriguen.
Uriguen ya no aguantaba más. Estaba agarrado con los dedos a la rejilla del suelo, y los brazos le temblaban. El pantalón ardía y sentía las botas como si estuvieran hechas de fuego. Había intentado volver a encaramarse, pero no conseguía tirar de su propio cuerpo: la pasarela estaba demasiado inclinada y no veía la forma de volver arriba.
Se acabó, se descubrió pensando. Se acabó, pero… por Dios… no quiero morir quemado. Así no.
Giró la cabeza para mirar a sus compañeros, y aún tuvo tiempo de engendrar un extraño pensamiento que parecía fuera de lugar en la tesitura en la que se encontraba: que la escena le parecía del todo surrealista. Tres combatientes armados en una barca no demasiado grande y rodeados de cadáveres que flotaban perezosamente; y entre éstos, un número preocupante de zombis que intentaban agarrarse. Después, sus ojos se encontraron con los de Susana, y aún en la distancia, vio lágrimas en ellos.
Susana levantó el fusil con ambas manos y lo mantuvo así unos breves segundos para luego volverlo a bajar, como ofreciéndoselo. Y Uriguen, con los dedos doloridos y las piernas procurándole un dolor ya inaguantable, captó el mensaje y asintió en silencio. Cerró los ojos y apretó los dientes. La tela de los pantalones y sobre todo las botas, humeaban de manera visible.
Vamos… hazlo ya… por Dios, que duele… DUELE…
Susana se rindió ante el llanto que le sobrevino violentamente inundando sus mejillas. Aún así cargó el fusil, apuntó con cuidado y le concedió un único tiro. El impacto penetró por encima de la oreja, hizo estremecer todo su cuerpo y salió por el otro lado acompañado de una lluvia fina de sangre. Por fin, el cuerpo cayó al vacío y se perdió entre las llamas.
Dozer estaba demasiado impresionado para decir nada. No había comprendido como Susana, que Uriguen nunca conseguiría ya encaramarse de nuevo a la pasarela. No entendía el disparo piadoso que ambos habían acordado con gestos, y que era preferible al dolor atroz de morir quemado. El pecho empezó a dolerle, como si una presilla invisible le hubiera atenazado el cuerpo, y de pronto todo lo que pudo oír era un zumbido disonante que crecía en intensidad como el de un diapasón.
José se volvió y movió los labios, pero no consiguió entender lo que decía. Tenía la sensación de estar viviendo una película, como si lo viera todo a través del cristal barrigudo y brillante de un viejo televisor. Susana cayó postrada de rodillas delante de él con las manos cubriéndose el rostro; el cuerpo se movía arriba y abajo como si estuviese consumida por un llanto irrefrenable.
Ahora su amigo parecía chillarle algo directamente a la cara, pero Dozer se concentró en los pequeños salivajos que salían espurreados; se fijó en cómo brillaban con la luz dorada del atardecer, y ensimismado como estaba le pareció extrañamente hermoso. Entonces algo tiró de José hacia atrás, que cayó de espaldas contra las tablas del bote. Para Dozer todo se ejecutaba como a cámara lenta, y mientras los muertos que habían conseguido arrastrarse desde el agua hasta el bote sujetaban con manos terribles a su compañero, se fue… y la realidad pintada con trazos de color sepia y dorados, se mezcló con imágenes remotas de cuando conoció a Uriguen y velaban juntos por la seguridad de Carranque. Cuando se creían invencibles y corrían entre los zombis cubriéndose unos a otros.
Cerró los ojos.
José gritaba sintiendo el nauseabundo aliento de los muertos cerca del hombro por el que lo tenían preso. Llamó a Dozer y llamó a Susana, pero ninguno de los dos parecía hacer nada por ayudarlo. Susana era una forma doblada sobre sí misma, y Dozer parecía una especie de Buda entregado a la meditación. El sol brillaba en su cabello cortado a cepillo, pero no se inmutaba.
Por fin, a pesar del dolor lacerante se incorporó como pudo y se libró de la garra mortal del muerto. El fusil estaba en el suelo parcialmente mojado por el agua que había entrado en el bote, pero cuando se giró para usarlo descubrió que seguía en perfectas condiciones. Esta vez debido a la proximidad, la sangre tibia y espesa le salpicó en la cara y la ropa, pero los zombis cayeron de nuevo al agua privados ya del hálito de la vida que Necrosum les prestaba.
– ¡SUSANA! -gritó. Tuvo que abrir las piernas y flexionar las rodillas para no perder el equilibrio, porque el bote se zarandeaba ya peligrosamente. Las manos que tanteaban el reborde de la barca era lo peor; las había por todas partes, tentando, buscando. Utilizó la culata para descargarla sobre la que tenía más a mano y el ruido crujiente y desgarrador de los dedos machacados le repugnó sobremanera.
– ¡Dozer! -llamó de nuevo. -¡Por Dios, AYUDADME!
Pero entonces vio algo: la figura amenazante de un espectro que levantaba los brazos a medida que se hacía más y más grande detrás de Dozer. El sol brillaba justo a su espalda, de manera que José sólo veía la silueta negra y ominosa como si se tratase de una extraña ave sin plumaje.
El corazón se le aceleró; estaba tan cerca de Dozer que casi podía ya escuchar el sonido de los tendones del cuello crujiendo bajo sus manos. Tuvo que hacer acopio de energías para conseguir vencer el bloqueo que el terror le insuflaba.
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