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Juan Bolea: Un asesino irresistible

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Juan Bolea Un asesino irresistible

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Martina de Santo, nuestra detective más internacional, ha sido ascendida al cargo de inspectora. Como tal, tendrá que resolver el extraño asesinato de la baronesa de Láncaster, cuyo cadáver, abandonado en un prado, muestra señas de haber sido atacado por un criminal y por un animal salvaje simultáneamente. Al hilo de la investigación, Martina se introducirá en el cerrado y excéntrico mundo de la aristocracia española, contemplará sus grandezas y sus miserias y las luchas cainitas por mantener sus privilegios. Una trama perfecta de Martina, quien tendrá que aplicarse a fondo para solucionar este nuevo y fascinante enigma.

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Satrústegui se pasó los dedos por los párpados.

– Parece cosa de brujas.

La inspectora sonrió.

– Al menos, de dos. Saben que, popularmente, llaman al palacio de Láncaster la Casa de las Brujas. Pues bien, el plural ya está justificado.

Satrústegui inventarió:

– Vamos a ver si la he seguido, Martina. Esas dos mujeres, Casilda y Elisa, asfixiaron a la duquesa en su dormitorio y la sacaron del palacio cuando todos dormían. Cargando con sus restos, caminaron a través del bosque hasta el cementerio monástico y ocultaron su cadáver en el mismo osario donde reposaba el de una monja recién fallecida. Cerraron el sepulcro, dejando a doña Covadonga dentro, y sumergieron los restos de la religiosa en el río para confundir al forense con la data de su muerte. Su última estratagema consistió en trasladar monte arriba el cuerpo de la hermana Benedictina, abandonándolo como si fuese el cadáver de Azucena de Láncaster.

– ¡Perfecto, comisario! -aplaudió Martina-. Ni yo misma lo habría resumido mejor. Respecto a este punto, tan sólo añadiré que todos esos movimientos estuvieron sincronizados con el único, y mucho más simple, que el señor Bruno Arnolfino, director del Circo Véneto, tenía que hacer, manipulando una de las jaulas de los felinos. Recuerden que ese circo estaba acampado en el municipio de Turbión de las Arenas, muy cerca del palacio de Láncaster.

– ¿Y qué tenía que hacer el señor Arnolfino?

– A cambio de la generosa cantidad que le pagó Hugo de Láncaster, abrir durante la noche la jaula de Romita, a fin de que la pantera de las nieves pudiera escapar, sembrar el pánico y contribuir a transformar la teatral muerte de Azucena en un peliagudo misterio.

– ¿Cómo ha averiguado eso? -preguntó el comisario.

– Se trata de una deducción, señor, pero no dudo que nos resultará sencillo comprobarla, en cuanto el barón no tenga más remedio que aceptar nuestro conocimiento de todos estos hechos y ratificar aquellos en los que niega su participación. Cuando el señor Arnolfino llamó a Jefatura para cursar la denuncia, presumió que la fuga de Romita podía haberse debido a la falta de celo de un cuidador. En mi inspección del Circo Véneto, no descubrí a ningún encargado de ese cometido. Las llaves de las jaulas las custodiaba de día el domador; pero, por motivos de seguridad, tenía orden de depositarlas, cada noche, en la caravana del director. Arnolfino fue el único que pudo abrir la jaula. -Martina hizo un leve gesto de dolor, como si le molestase la herida. Tomó aire y agregó-: En el mismo momento en que esa pantera escapó del Circo Véneto se estaba creando una cortina de humo para el segundo acto de la trama criminal, cuyo violento desenlace se llevaría a cabo al día siguiente, en la mañana del 26 de diciembre de 1989.

– ¿Se refiere al atentado contra Lorenzo de Láncaster? -apuntó el comisario.

– En efecto. Fue su hermano Hugo quien le disparó, oculto entre la maleza y los árboles. No se atrevió a utilizar uno de sus rifles telescópicos de caza mayor, pues la munición habría sido identificada, y decidió utilizar una escopeta de caza corriente, con la que sólo consiguió herir a Lorenzo.

Volví sobre algo que no me había quedado claro.

– Un momento, inspectora. ¿Y si los investigadores hubiésemos llegado realmente a creer que fue la pantera la que destrozó ese cadáver? En ese caso, no habría habido culpables.

– El deliberado hecho de que los zarpazos se limitasen al rostro, y que en el resto del cuerpo no hubiese mordeduras ni desgarramientos, ya nos habría hecho sospechar. Además, Casilda había depositado en las heridas del rostro algunos cabellos de su hermano Pablo. Por si esta prueba escapaba a la indagación policial, una llamada anónima, a cargo de Elisa, denunciaría a Pablo de Abrantes como autor del crimen. Llamada, Horacio, que usted mismo atendió.

– ¡Pero no llamaron para denunciar a Pablo de Abrantes, sino a Hugo de Láncaster!

– Exactamente, Horacio. Esa llamada de Elisa marcó el punto de inflexión en el caso. Hugo había fracasado en su misión, dejando con vida a Lorenzo, y el vuelco de la situación, sumado a las sospechas policiales, hizo que Casilda y Elisa siguieran urdiendo sus propios planes, sin incluir al barón. Ambas decidieron traicionarle. Para culparle del primer crimen, y puesto que el cadáver de la hermana Benedictina presentaba un fuerte golpe en el cráneo, enterraron uno de sus palos de golf y denunciaron su escondite a la policía. Hugo sería detenido y condenado. Siendo paradójicamente, como he venido sosteniendo, inocente y culpable a la vez.

El comisario asintió.

– Continúe, Martina. ¿Qué sucedió después?

– Una vez encarcelado el barón, Elisa y Casilda asumieron el control de la casa ducal. Casilda había comenzado a representar el papel de la duquesa con tal arte que nadie iba a notar esa usurpación. Ambas cómplices habían recorrido ya un arriesgado camino, e iban a persistir en sus fines. La casa de Láncaster atravesaba momentos de desprestigio, y cada nuevo escándalo beneficiaría sus propósitos. Estaban maquinando una acusación contra Lorenzo, a quien, mediante la falsificación de su firma, pensaban denunciar por evasión de capitales y otros delitos financieros, cuando les sorprendió la noticia de la liberación de Hugo. Para ellas, el barón en libertad era un enemigo. Hugo las desconcertó con una baza sorprendente: nada más salir de la cárcel había conocido a una mujer, a mi amiga Dalia Monasterio y, pocos meses después, haciendo honor a su fama de irresistible seductor, se casó con ella.

– Casilda debió de ponerse furiosa -opiné.

– Imagínese. De pronto, tenía que dar la bienvenida a una segunda baronesa de Santa Ana, con la diferencia, respecto a ella, de que ésta, la nueva, Dalia, era real. Casilda y Elisa contraatacaron sembrando numerosos indicios para atribuirle a Hugo nuevos crímenes: el de Jacinto Rivas y el del juez Peregrino, sin olvidar la agresión al inspector Buj. Hugo les guardaba rencor a todos ellos. El sicario que los ejecutó había sido compañero de celda del barón en la prisión de Santa María de la Roca, por lo que de inmediato la policía establecería una relación entre ellos dos y los recientes crímenes.

El comisario informó:

– Óscar Domínguez ha confesado. Una voz con simulador contactó con él en la pensión en la que se alojaba y una mujer cuya descripción responde a Elisa Santander le visitó, de parte de Hugo de Láncaster, para entregarle un maletín con dinero.

Satrústegui consultó su reloj.

– Voy a dejarles, quiero contrastar todos estos datos con los propios implicados. Si es necesario, los someteré a careo. ¿Desea añadir algo más, inspectora?

– Como estoy segura de que al puntilloso Horacio le habrá quedado más de una duda, se las resolveré a él para que luego, espero que una vez satisfechas, se las resuma.

– Muy bien, Martina. Que se mejore. Y enhorabuena de nuevo. Ha hecho un trabajo increíble.

– Me he limitado a cumplir con mi deber.

– Ojalá que su nuevo cargo le dé oportunidad para pronunciar a menudo esa frase.

– Estoy segura de que así será.

EPÍLOGO

El comisario salió de la habitación y Martina se giró hacia la mesilla de noche en busca de un cigarrillo, pero yo fui más rápido y escondí el paquete.

– Nada de tabaco, inspectora. No en unos cuantos días, hasta que esa herida esté cicatrizada y se encuentre con fuerzas.

– Estoy perfectamente, Horacio.

– Le acaban de pegar un balazo. Sé lo que es eso.

– Odiaría que dejara de ser mi amigo para convertirse en mi enfermero. Venga, deme un cigarrillo.

– No voy a hacerlo, pero sí le voy a pedir una respuesta. ¿Quién era Azucena López Ortiz, la azafata de vuelo que se casó legalmente con el barón? ¿Existió?

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