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Juan Bolea: Un asesino irresistible

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Juan Bolea Un asesino irresistible

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Martina de Santo, nuestra detective más internacional, ha sido ascendida al cargo de inspectora. Como tal, tendrá que resolver el extraño asesinato de la baronesa de Láncaster, cuyo cadáver, abandonado en un prado, muestra señas de haber sido atacado por un criminal y por un animal salvaje simultáneamente. Al hilo de la investigación, Martina se introducirá en el cerrado y excéntrico mundo de la aristocracia española, contemplará sus grandezas y sus miserias y las luchas cainitas por mantener sus privilegios. Una trama perfecta de Martina, quien tendrá que aplicarse a fondo para solucionar este nuevo y fascinante enigma.

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– Entonces -razoné-, el cadáver que encontramos en los pastos, y que tomamos por el de Azucena de Láncaster, era, en realidad…

– El de la hermana Benedictina -confirmó la inspectora-. Azucena de Láncaster nunca existió, Horacio. Fue una creación de Casilda de Abrantes, la falsa personalidad que eligió para casarse con su primo Hugo, para convivir con él siendo y no siendo su mujer.

Casilda y Hugo compartieron una mirada ausente, pero ninguno de los dos reaccionó. Martina señaló la aguja de piedra de la capilla-panteón, cuyo gótico pináculo sobresalía de los setos.

– Retornemos a la Nochebuena de 1989. Acababa de terminar la misa de gallo. Los invitados regresaron de la capilla al palacio para tomar algo caliente. Faltaba Hugo. Tres días antes, había discutido con su mujer. Enfadado con ella, con la falsa Azucena, Hugo se había refugiado en un hotel de la costa, La Corza Blanca. Los demás actores de la tragedia, la duquesa, su hijo Lorenzo, su sobrino Pablo y su asistenta personal, Elisa Santander, estaban presentes aquí, en el palacio de Láncaster.

– ¿Quién mató a mi madre? -preguntó un desmoronado Lorenzo-. ¡Quiero saberlo!

– Casilda la asfixió en su dormitorio -reveló Martina- y luego trasladó su cuerpo sin vida al viejo cementerio del Convento de la Luz. Venciendo su temor a la oscuridad, abrió el sepulcro de la hermana Benedictina, sacó su cadáver, lo desfiguró e introdujo en su nicho el cuerpo de la duquesa. Cargó con el cadáver de Benedictina hasta el Puente de los Ahogados y lavó en el río su primera pátina de putrefacción y la aparatosa herida que la religiosa se había hecho en la cabeza al caer sobre los remaches de hierro de un carro de labranza.

Relacioné:

– ¡De ahí los restos de agua dulce en los pulmones!

– Efectivamente, Horacio. Pero permítame continuar. Una vez lavado el cadáver, Casilda lo trasladó monte arriba, le puso su propio camisón, sus pendientes y su anillo de boda y lo abandonó junto al aprisco como señuelo de una muerte lo suficientemente extraña como para absorber la atención de la policía mientras se urdía el segundo crimen.

– ¿Cuál? -preguntó Lorenzo.

– El que, en forma de accidente de caza, iba a causar su muerte.

Resistiéndose a dar crédito a esa revelación, el primogénito de la casa ducal y heredero del título se encaró con su hermano:

– ¿Tú lo sabías, Hugo? ¿Tú me disparaste?

El barón vaciló:

– Yo estaba en La Corza Blanca. No supe nada, no hice nada…

Lorenzo se giró hacia su prima. Su lamento sonó desgarrado:

– ¡Dime que no es cierto, Cas!

Casilda le hurtó la mirada. En sus ojos se empozaba una luz negra.

Barbadillo objetó:

– Casilda de Abrantes no pudo hacer todo eso sola, inspectora. Abrir el nicho, trasladar el cadáver -Martina le dio la razón:

– Tuvo un cómplice. Alguien que la sostendría si vacilaba o si la vencía el miedo.

– ¿Quién? -gritó Lorenzo, fuera de sí-. ¿Quién más quería matarme?

La inspectora alivió su incertidumbre:

– No lo adivinaría fácilmente, marqués. El cómplice de Casilda de Abrantes, la persona que estaba a su lado cuando asfixió a doña Covadonga, la que la ayudó a trasladar el cuerpo y a enterrarlo en el convento fue Elisa Santander, la secretaria personal de la duquesa.

De los labios de Elisa brotó un grito sordo. A su rostro, habitualmente tan dulce, asomó una fiera expresión. Su cuerpo menudo se arqueó y sus manos se movieron con rapidez e hicieron culebrear un brillo de níquel.

Sonó un disparo. Martina de Santo abrió los brazos, dio unos vacilantes pasos y cayó al estanque. A su alrededor, el agua comenzó a teñirse de rojo.

Del cañón de la pistola que sostenía Elisa brotaba una columnita de humo. Me abalancé sobre ella y derribé a la frágil y servicial mujer que había disparado contra la inspectora.

65. Últimas revelaciones

Una ambulancia habría tardado demasiado. Decidimos trasladar a Martina en un coche patrulla.

Me tocó conducir, pero no sabría detallar en qué condiciones regresé a la ciudad. Tomé la carretera interior, con menos tráfico pesado del normal, al ser domingo. Un coche rápido, puede que un Porsche, quiso jugar a las carreras. En mi memoria, el resto del trayecto se ha borrado.

Un nublado subinspector Barbadillo y un angustiado doctor Guillen sostuvieron a Martina en el asiento de atrás del coche patrulla, que se manchó con su sangre. El médico le había realizado una cura de urgencia y procuró mantenerla despierta. Lo consiguió durante un rato, hasta que, al llegar a la bahía de Bolscan, la inspectora perdió el conocimiento. Volvió a recuperarlo una vez que le hubieron extraído la bala que se le había alojado en un costado y que, por suerte, no afecto a órganos vitales.

A lo largo de las siguientes catorce horas, rumiando las claves del caso, velé en el pasillo de la cuarta planta del Hospital Clínico, frente a una puerta blanca tras la que descansaba o dormitaba Martina de Santo.

El comisario Satrústegui me iba llamando por teléfono cada dos o tres horas, y sólo dejó de hacerlo en el curso de las seis que esa noche consagraría al sueño. Pero a las ocho de la mañana siguiente volvió a llamarme, y yo, que acababa de hablar con el médico de guardia, pude decirle:

– La inspectora está mejor. Nos dejarán verla a las doce.

Faltaba un cuarto para el mediodía cuando el comisario apareció en el hueco del ascensor. Todavía tuvimos que esperar unos minutos para que nos permitiesen entrar a la habitación de Martina.

La inspectora no tenía buen aspecto. La habían recostado sobre un par de almohadones y cubierto con una delgada sábana celeste, debajo de la cual no me costó nada imaginarme la herida de bala en forma de estrella, con la epidermis hinchada en sus bordes por los puntos quirúrgicos.

El comisario le preguntó a Martina cómo se encontraba y le felicitó por su extraordinario trabajo. Luego nos notificó que Casilda de Abrantes y Elisa Santander habían confesado haber dado muerte a la duquesa, ocultado el crimen y suplantado a la víctima. Hugo de Láncaster, sin embargo, se negaba a colaborar. Su silencio, unido a las zonas de sombra que quedaban por resolver en el caso, dificultaba la completa comprensión de la trama.

– Básicamente, inspectora -expuso Satrústegui-, su línea deductiva ha dado en el clavo. Tenemos suficientes pruebas para demostrar que Casilda de Abrantes y Elisa Santander aparecen detrás de una intriga criminal que ha evolucionado a lo largo de los dos últimos años y medio, a medida que se iban sucediendo cambios y acontecimientos internos en el seno de la familia Láncaster. Pero el papel de Hugo nos sigue pareciendo ambiguo o confuso.

– No más de lo que él mismo lo sigue estando -sonrió Martina-. Un seductor enamorado corre doblemente, sin defensas, el riesgo de ser traicionado. Porque hay amor y venganza en esta historia, todo un melodrama en torno al irresistible Hugo de Láncaster…

– Está hablando de un asesino.

– No pretendía frivolizar, comisario. Pero antes, más lejos en el tiempo, debemos hablar de un hombre morganáticamente enamorado de su prima hermana, Casilda de Abrantes.

– ¿Cuándo comenzó su relación? -pregunté.

Satrústegui contestó:

– En su declaración, Casilda se ha negado a precisar ese dato.

– Tal vez brotase durante su adolescencia, en el idílico entorno de las vacaciones de verano en el palacio -apuntó la inspectora-. Tal vez, más adelante, cuando empezaron a rodar películas. ¿Quién sabe?

– ¿Por qué nunca hicieron pública su relación? -quise saber-. ¿Por miedo a la censura familiar?

– Había precedentes. Los padres de Hugo, sin ir más lejos, también eran primos.

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