Juan Bolea - Un asesino irresistible

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Martina de Santo, nuestra detective más internacional, ha sido ascendida al cargo de inspectora. Como tal, tendrá que resolver el extraño asesinato de la baronesa de Láncaster, cuyo cadáver, abandonado en un prado, muestra señas de haber sido atacado por un criminal y por un animal salvaje simultáneamente. Al hilo de la investigación, Martina se introducirá en el cerrado y excéntrico mundo de la aristocracia española, contemplará sus grandezas y sus miserias y las luchas cainitas por mantener sus privilegios. Una trama perfecta de Martina, quien tendrá que aplicarse a fondo para solucionar este nuevo y fascinante enigma.

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– ¡También Azucena estaba embarazada de tres meses!

Solté esa acotación, incapaz de reprimirme, pero sin ni yo mismo saber qué podía significar, si algo significaba. Hugo recibió mi comentario con una expresión hermética, pero Martina se mostró más calurosa conmigo:

– En efecto, Horacio. E igualmente, según los resultados de la autopsia, Azucena esperaba alumbrar un varón.

Chasqueé los dedos.

– ¡Esos embarazos, al mismo tiempo! ¡Ambas mujeres, la baronesa y la monja, muertas en las mismas fechas!

– ¡Muy bien, Horacio! -aplaudió la inspectora-. Está a punto de descubrirlo. ¡Siga un paso más!

Me devané los sesos, imagino que como todos los presentes. Un lejano resplandor comenzaba a iluminar mi cerebro, pero aún se agitaban demasiadas sombras entre la solución y la luz. La cara de Barbadillo era un mapa de contradicciones. Tampoco los restantes agentes adivinaban la verdad.

64. Una monja y una pantera

Los murmullos de los invitados habían subido de tono. Martina reclamó silencio.

– Si me prestan un poco de atención, señoras y señores, procuraré dar una explicación lógica a cuantos misteriosos sucesos se han venido sucediendo en el Ducado de Láncaster. Comenzando por la muerte de la primera baronesa, Azucena, en la madrugada del día Navidad de 1989, y terminando por esa serie de recientes asesinatos de cuya inspiración intelectual mi colega el subinspector Barbadillo ha acusado erróneamente a Hugo de Láncaster.

Dalia emitió un grito de alegría. El barón rugió triunfalmente:

– ¡Gracias, inspectora! ¡Les dije que era inocente! ¡Quítenme las esposas!

Martina acababa de soltarse una almohadilla que, sujeta a su espalda, entre los omóplatos, venía, como parte de su disfraz, cargando su figura. Enderezó los hombros y buscó algo bajo el peto de camarera.

– No tan deprisa, barón. Ya hace dos años, en su primera causa, sostuve que podía ser usted culpable e inocente a la vez, y mi opinión no ha variado en lo sustancial… Pero permítame que le consulte una duda: ¿esta antigua pieza africana le pertenece?

La inspectora sostenía en alto un primitivo guante de piel con unas tiras de cuero para sujetarlo a un antebrazo. En su extremo, se recortaba una zarpa de temible aspecto.

– ¿La reconoce, barón? -insistió Martina-. ¿No? Es curioso. Originalmente, esta garra de hombre-leopardo estuvo expuesta en el palacio, formando parte de su colección de fetiches. Pero hace dos años y medio ya que dejó de ocupar su lugar en la vitrina; tal vez por eso no la recuerde. Por eso y porque la ocultaron en el mismo nicho en que fue enterrada su madre. Allí dentro la encontré, junto con el anillo ducal y, naturalmente, junto al cadáver de doña Covadonga. Los felinos adornos de los hombres-leopardo tienen carácter mágico. En la antigua región del Congo, el hechicero desgarraba con estas sagradas zarpas la carne de los jóvenes guerreros, abriéndoles las puertas del sacrificio y de la inmortalidad. ¿Quieren ver lo afiladas que están sus uñas?

Martina pasó la zarpa por su propio rostro. Instantáneamente, su mejilla quedó arañada por curvas estrías. Uno de esos superficiales cortes se cubrió de un hilo de sangre. Hubo gritos entre la gente.

La inspectora explicó:

– Con este mismo fetiche desgarraron el rostro de la hermana Benedictina, a fin de hacer pasar su cadáver por el de Azucena de Láncaster.

En medio de un silencio total, Martina se dirigió a Hugo:

– ¿Fue idea suya, señor barón, o se dejó aconsejar, también en este recurso, por su mujer?

Dalia enlazó las manos y rogó:

– ¿A quién te refieres, Martina? ¿A qué mujer?

– A la suya, Dalia. A la mujer de la que Hugo de Láncaster siempre estuvo enamorado, y de la que, pese a todo lo que le ha hecho sufrir, sigue estándolo hoy en día. Me estoy refiriendo, querida Dalia, y no sabes cuánto lamento hacerte daño, a su prima hermana, a Casilda.

Esta rompió a reír histéricamente. Hugo compartió su risa y después dijo con desprecio:

– Ni está usted en sus cabales, inspectora, ni espere de mí un solo comentario a sus delirantes fantasías. ¡No siga por ese camino porque nada podrá demostrar!

Martina le dedicó una sonrisa radiante.

– Al menos, déjeme intentarlo. De momento, el Supremo me ha dado la razón.

Un hombre calvo, con una llamativa americana de listas y un chaleco de seda verde, intervino tras esa alusión:

– ¿Se refiere al mismo tribunal que ha decretado la absolución de mi defendido?

No tardé en reconocerle: era Pedro Carmen, el abogado de Hugo.

Martina le contestó:

– El Tribunal Supremo analizó correctamente las pruebas, el cabello encontrado en el cuerpo de Azucena y la viruta metálica incrustada en la herida de su cabeza. Ni el cabello era, con absoluta seguridad, del barón, ni la viruta de hierro se correspondía con su palo de golf. En consecuencia, la alta Sala declaró inocente a Hugo de Láncaster. Pero seguía siendo culpable.

Pedro Carmen objetó:

– La aplicación de la ley nunca es contradictoria.

Martina replicó al letrado:

– Y no hubo contradicción en el comportamiento criminal de su cliente. Hugo de Láncaster es inocente de la muerte de su madre y culpable del intento de asesinato de su hermano Lorenzo.

– ¿Y del resto de los crímenes? -preguntó el subinspector Barbadillo.

– Inocente.

– Entonces, inspectora -volvió a preguntar Barbadillo-, ¿quién mató a Nicolás Peregrino y a Jacinto Rivas?

– Concédame unos minutos más y podrá ver la secuencia completa. Todo comenzó con una pantera.

– ¿Ven como es una gran farsa? -exclamó Hugo, forcejeando entre dos agentes-. ¡Exijo que me quiten las esposas!

Martina continuó, imperturbable:

– La pantera se llamaba Romita. Alguien abrió la puerta de su jaula en la Nochebuena de 1989 para que escapase del Circo Véneto, instalado en el municipio de Turbión de las Arenas; en línea recta a través de los bosques, a menos de cinco kilómetros del palacio de Láncaster.

»Desde un principio, la fuga de esa bella pantera de las nieves me pareció muy extraña. En ese circo había otros felinos, leones, tigres, pero el que escapó fue un ejemplar de una especie rara, descubierta en época reciente y todavía no suficientemente conocida. Original de las montañas centrales de Asia, este hermoso felino se caracteriza por su capacidad para mimetizarse en los paisajes invernales. Y, si recuerdan, la nieve había comenzado a cubrir por aquellos días estos mismos bosques de la Sierra de la Pregunta.

Martina hizo una pausa para comprobar que mantenía el interés de la audiencia. Como así era, prosiguió:

– ¿Y por qué me extrañó tanto que del Circo Véneto se hubiese escapado una pantera de las nieves y no un aparatoso león o un fiero y astuto tigre? Porque un animal de estas características, huidizo, capaz de trepar a los árboles, tardaría más en ser descubierto que un león o un tigre. Y eso era, precisamente, lo que perseguía aquel que dejó escapar a Romita: sembrar la alarma en la zona y crear el ambiente propicio para hacer creer que Azucena de Láncaster había sido víctima del ataque de una fiera. Sin embargo, quien diseñó esa puesta en escena sabía muy bien que la pantera de las nieves no suele atacar al hombre. Ante la posibilidad -como así, efectivamente, sucedió- de que Romita se limitase a husmear el cadáver tendido junto al aprisco del ganado, sin llegar a despedazarlo o a alimentarse con él, la mano criminal, utilizando, como les he dicho, esta antigua garra ritual de los hombres- leopardo, le provocó previamente los desgarramientos que vimos en su rostro, a fin de borrar sus rasgos y confundir su identidad.

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