Juan Bolea - Un asesino irresistible

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Martina de Santo, nuestra detective más internacional, ha sido ascendida al cargo de inspectora. Como tal, tendrá que resolver el extraño asesinato de la baronesa de Láncaster, cuyo cadáver, abandonado en un prado, muestra señas de haber sido atacado por un criminal y por un animal salvaje simultáneamente. Al hilo de la investigación, Martina se introducirá en el cerrado y excéntrico mundo de la aristocracia española, contemplará sus grandezas y sus miserias y las luchas cainitas por mantener sus privilegios. Una trama perfecta de Martina, quien tendrá que aplicarse a fondo para solucionar este nuevo y fascinante enigma.

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– ¡Si ella no lo hace, lo haré yo! -intervino con firmeza Lorenzo de Láncaster-. ¿Qué está pasando? ¡Que alguien me dé una explicación!

– Conteste, Casilda -la invitó Martina.

La actriz declinó. La inspectora dijo:

– Una doncella ve muchas cosas. Llevo tres semanas trabajando en el palacio, haciendo las habitaciones y sacudiendo el polvo, y he tenido tiempo para observar y extraer conclusiones…

Lorenzo la interrumpió:

– ¿Dónde está mi madre?

– ¿Quiere explicárselo usted, Casilda?

Nuevamente, la actriz permaneció callada. Algunos comenzamos a pensar que el silencio de Casilda era culpable, y que tal vez encubría actuaciones de extrema gravedad. El sol calentaba sobre los invitados y el cielo era azul zafiro, pero una destemplada sensación se extendió entre los presentes cuando Martina volvió a tomar la palabra:

– En mi calidad de camarera, me di cuenta de que la duquesa se ausentaba con demasiada frecuencia. Por las fechas de las cartas que mi amiga Dalia me iba enviando desde los paraísos de su luna de miel, pude comprobar que una interesante coincidencia se repetía una y otra vez: cuando usted, Casilda, no se hallaba aquí, en el palacio, doña Covadonga se encontraba en paradero desconocido; y las reapariciones de la señora duquesa en esta residencia coincidían siempre con las visitas de su sobrina predilecta.

El número de los curiosos se había ido engrosando con otros invitados, atraídos por la aglomeración en torno al estanque donde estaba sucediendo este episodio. No todos estaban atentos. Los más alejados ignoraban qué ocurría.

Martina dio unos pasos hacia Casilda y elevó la voz para que se le escuchara con claridad:

– Mis sospechas aumentaron durante estos últimos días, en los que usted, Casilda, a fin de preparar la fiesta de bienvenida de Dalia, tuvo que volver a representar el papel de duquesa. Al hacerle la cama, recogí cabellos suyos y los envié al laboratorio. El análisis de ADN probó que la mujer que ocupaba el dormitorio de doña Covadonga Narváez no era la señora duquesa, sino usted, su sobrina. Demostrando que también era usted, Casilda, quien, en su silla de ruedas, caracterizada con su apariencia, con su ropa, representaba en público a su difunta tía.

No se oía una mosca. Martina continuó:

– La ciencia avanza, Casilda. Gracias a las pruebas genéticas, sabemos que usted ha venido suplantando a doña Covadonga en sus últimas apariciones; pero fue este anillo el que me reveló que, previamente a ocupar el lugar de su tía, la asesinó a sangre fría.

Un rumor de voces acogió esa acusación. Casilda levantó una mano, tal vez para dibujar un gesto de protesta, pero, como si realmente volviese a encarnar a una anciana sin fuerzas, se tambaleó y estuvo a punto de caer redonda.

Me acerqué a ella y la sostuve. Se desasió, volvió a apoyarse en el respaldo de la silla de ruedas y se llevó las manos al rostro.

– Sólo era una actuación -murmuró Casilda con su grave y cinematográfica voz-. Nada más que una broma.

– ¡Nada de lo que aquí se ha dicho sobre la duquesa puede ser cierto! -dijo en un tono bastante más alto, y escandalizado, el doctor Guillén-. ¡Yo lo sabría!

Martina se lo quedó mirando con ironía.

– Supongo, doctor Guillén, que está hablando como médico de la familia. Pero ¿hace cuánto tiempo que la duquesa no se hacía un chequeo? ¿Que usted no la examinaba? ¿No se había dado cuenta de que ni siquiera en verano se quitaba esos mitones y pañuelos que ocultaban su edad y su piel? Revise su diario clínico, doctor. Estoy segura de que en los dos últimos años y medio, la suplantada duquesa no ha requerido sus servicios profesionales, al margen de alguna mera consulta verbal para mantener las apariencias. Y nada tiene de extraño, puesto que Casilda de Abrantes, como a la vista está, goza de una magnífica salud.

La actriz, en efecto, parecía haberse recuperado. La luz había regresado a sus ojos y sus movimientos eran vivos. Dispuesta a luchar por su inocencia, plantó cara a la inspectora:

– ¡Usted no puede acusarme de nada! ¡No es quién!

Martina le repuso enigmáticamente:

– ¿Y quién es usted, Casilda? ¿Cuál de las tres?

La actriz miró a Martina con furia.

– No sé de qué me está hablando.

Lorenzo de Láncaster interrumpió su conversación:

– ¿Por qué no se dejan de secretos y me dicen dónde está mi madre?

– ¿Quiere responder ahora, Casilda? -volvió a proponerle la inspectora-. ¿O tampoco lo hará esta vez?

La actriz miraba a sus primos. Lorenzo le hizo un gesto angustiado, pero fue su hermano Hugo quien preguntó:

– ¿Mamá está muerta?

Martina acarició el sello ducal y lo hizo brillar al sol.

– Descubrí esta sortija en su féretro, en el cementerio del Convento de la Luz. Aprovechando la luna llena, abrí su nicho hace dos noches. Doña Covadonga llevaba allí desde la madrugada del día de Navidad de 1989. Sus asesinos la enterraron con el hábito de la monja que hasta ese momento había ocupado el sepulcro, pero, al colocar el cuerpo de la duquesa dentro de la tumba, se les olvidó quitarle el anillo, este sello. Estaba oscuro, nevaba, apenas tenían tiempo y cometieron ese error.

– ¡Oh, Dios! -clamó Lorenzo.

Airadamente, el padre Arcadio preguntó a Martina:

– ¿A qué nichos se refiere? ¿Es que ha estado profanando tumbas?

– Me limité a exhumar la de la hermana Benedictina -repuso Martina-. Y ahora que me da la oportunidad, padre, quiero agradecerle que me proporcionase la clave del caso y que indirectamente me animara a entrar en ese camposanto, distrayendo con buen fin el sueño eterno de los muertos.

El sacerdote quedó atónito:

– ¿Yo le di una clave?

– Sí.

– ¿Cuál?

– ¿Recuerda la mañana del 25 de diciembre de 1989, día de Navidad, cuando atravesamos el bosque a pie, desde el palacio hasta el aprisco, para examinar el cadáver de Azucena de Láncaster? Portaba usted los santos óleos.

– Nunca podré olvidar aquellas dolorosas horas.

– Mi compañero Horacio le oyó comentar que una joven religiosa, la hermana Benedictina, había muerto dos días atrás, el 22 de diciembre, en el Convento de la Luz, de un accidente doméstico, y que, en la mañana del 24, había tenido usted que oficiar su funeral. Usted mismo añadió que el cementerio conventual tenía problemas de espacio y que, para sepultar a Benedictina, las monjas habían tenido que agrupar los huesos en osarios comunes. Pero no nos dijo entonces toda la verdad, padre, y temo que pretenda empeñarse en seguir ocultándola.

El sacerdote percibió que la gente le miraba y se ofuscó:

– ¡Yo no he mentido!

– Se puede pecar por omisión -le recordó Martina.

– ¿Qué insinúa, inspectora?

– Yo no insinúo, padre. Mi método es empírico y no contempla la insinuación. Muy al contrario, afirmo que la hermana Benedictina no fue víctima de ningún accidente doméstico. Del granero del convento se desprendió una techumbre, cierto, pero nunca llegó a caer sobre ella. Como usted sabía muy bien, pues así se lo había confesado la priora, la hermana Benedictina se suicidó, arrojándose al vacío desde una altura de siete metros y cayendo sobre las guías de un carro de labor.

– ¡Qué imaginación! -saltó el cura-. ¿Por qué iba a hacer una cosa así?

– Porque estaba encinta. De tres meses, exactamente. La criatura era varón y el futuro padre, Jacinto Rivas. Sólo lo sabían usted, la priora y Azucena de Láncaster, quien había hecho amistad con algunas hermanas, en especial con Benedictina, encargada de los telares que tanto entusiasmaban a la primera esposa del barón.

En mi cerebro, dos cables se conectaron con un chispazo.

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