«Soy rematadamente feliz», volvió a oír la voz de Suzze.
Así, pensó mientras miraba a las madres, debió de ser la vida de Suzze. Era lo que Suzze quería. Las personas hacen tonterías. Se desprenden de la felicidad como si fuese una servilleta sucia. Podría haber vuelto a suceder: Suzze estaba muy cerca de la verdadera felicidad, pero lo había estropeado otra vez, como de costumbre.
Miró a través del escaparate de la heladería y vio a las niñas alejarse de las madres y saludarse las unas a las otras con gritos y abrazos. El local era un torbellino de colores y movimientos. Las madres se congregaron en el rincón donde estaba la cafetera. Myron intentó de nuevo imaginarse a Suzze en ese lugar, en su ambiente, y entonces vio a aquel hombre detrás del mostrador que le miraba. Era un hombre mayor, de unos sesenta y tantos, con barriga y un peinado para disimular la calva que podría ganar un premio. Miraba a Myron a través de unas gafas demasiado elegantes, como las que podría llevar un arquitecto de moda, y no paraba de acomodárselas sobre la nariz.
El gerente, se dijo Myron. Sin duda siempre miraba de esta manera a través del escaparate, para vigilar su territorio, un entrometido. Perfecto. Myron se acercó a la puerta con la foto de Suzze T preparada. En el momento en que llegó a la puerta, el hombre ya estaba allí y la mantenía abierta.
– ¿Puedo ayudarle? -preguntó el hombre.
Myron le mostró la foto. El hombre la miró y cerró los ojos.
– ¿Conoce a esta mujer?
La voz del hombre sonó muy distante.
– Hablé con ella ayer.
El tipo no tenía pinta de camello.
– ¿De qué hablaron?
El hombre tragó saliva y apartó la vista.
– Mi hija -respondió-. Me preguntó algo acerca de mi hija.
– Sígame -dijo el hombre.
Pasaron por detrás del mostrador de los helados. La mujer que lo atendía estaba en una silla de ruedas. Mostraba una gran sonrisa y le explicaba a un cliente los extraños nombres de los sabores de los helados y los ingredientes que se podían combinar. Myron dirigió la vista a la izquierda. La fiesta estaba en plena marcha. Las niñas se turnaban para mezclar y triturar helados para crear sus propios sabores. Dos niñas que ya tenían edad para ir al instituto ayudaban con las porciones grandes, mientras otra mezclaba trozos de galleta, nueces, chocolate y cereales.
– ¿Le gustan los helados? -preguntó el hombre.
Myron separó las manos.
– ¿A quién no?
– Por suerte a muy pocas personas, toco madera. -El hombre golpeó el mostrador con cubierta de formica con los nudillos al pasar-. ¿Qué sabor le preparo?
– Estoy bien, gracias.
Pero el hombre no estaba dispuesto a aceptar un no por respuesta.
– ¿Kimberly?
La mujer en la silla de ruedas le miró.
– Prepárale a nuestro invitado el SnowCap Melter.
– Por supuesto.
La tienda estaba llena de carteles con el logo de SnowCap Ice Cream. Esto tendría que habérselo dicho antes. SnowCap. Snow. Myron miró de nuevo el rostro del hombre. Los últimos quince años no habían sido amigos ni enemigos del hombre, un envejecimiento convencional, pero Myron empezó a encajar las piezas.
– Usted es Karl Snow -dijo Myron-. El padre de Alista.
– ¿Es poli? -le preguntó a Myron.
Myron titubeó.
– No importa. No tengo nada que decir.
Myron decidió darle una ayudita.
– ¿Va a ayudar a encubrir otro asesinato?
Myron esperaba una reacción de sorpresa o de enfado, pero en cambio recibió una firme sacudida.
– He leído los periódicos. Suzze T murió de una sobredosis.
– Correcto, y su hija sólo se cayó por una ventana.
Myron lamentó haber pronunciado esas palabras en el mismo momento en que salieron de sus labios. Se había precipitado. Esperó el estallido, pero no se produjo. El rostro de Karl Snow se distendió.
– Siéntese. Dígame quién es usted.
Myron se sentó frente a Karl Snow y se presentó. Detrás de Snow, la fiesta de cumpleaños de Laurent era cada vez más bulliciosa. Myron pensó en la yuxtaposición obvia -la fiesta de cumpleaños de una niña atendida por un hombre que había perdido a su hija-, pero lo dejó correr enseguida.
– Las noticias decían que había muerto de una sobredosis -dijo Karl Snow-. ¿Es cierto?
– No estoy seguro -contestó Myron-. Es lo que estoy tratando de averiguar.
– No lo entiendo. ¿Por qué usted? ¿Por qué no la policía?
– ¿Podría decirme por qué vino aquí?
Karl Snow se echó hacia atrás y volvió a acomodarse las gafas en la nariz.
– Déjeme preguntarle algo antes de hablar de eso. ¿Tiene usted alguna prueba de que Suzze T fue asesinada, sí o no?
– Para empezar -dijo Myron-, está el hecho de que estaba embarazada de ocho meses y que esperaba con ansia fundar una familia.
Él no pareció impresionado.
– No parece una gran prueba.
– No lo es -admitió Myron-. Pero hay algo que sé a ciencia cierta. Suzze estuvo aquí ayer. Habló con usted. Y unas pocas horas más tarde estaba muerta.
Miró detrás de él. La joven en la silla de ruedas se acercaba a ellos con un helado monstruosamente grande. Myron iba a levantarse para ayudarla, pero Karl Snow sacudió la cabeza y se quedó donde estaba.
– Un SnowCap Melter -dijo la mujer, y lo puso delante de Myron-. Que lo disfrute.
El helado hubiese costado meterlo en el maletero de un coche. Myron pensaba que la mesa iba a ceder bajo su peso.
– ¿Es para una sola persona? -preguntó.
– Sí -contestó ella.
Myron la observó.
– ¿Viene con una angioplastia, o quizá con una inyección de insulina?
Ella puso los ojos en blanco.
– Caray, nunca había oído decir eso.
– Señor Bolitar, le presento a mi hija Kimberly -dijo Karl Snow.
– Encantada de conocerle -contestó Kimberly, y le dedicó una de esas sonrisas que hacen que hasta los cínicos piensen en seres celestiales.
Charlaron durante un par de minutos. Ella era la encargada, Karl sólo era el propietario, y luego la joven volvió detrás del mostrador.
Karl aún miraba a su hija cuando dijo.
– Tenía doce años cuando Alista… -Se detuvo, como si no estuviese seguro de qué palabra utilizar-. Su madre murió dos años antes, de cáncer de mama. No lo llevé bien. Empecé a beber demasiado. Kimberly nació minusválida. Necesitaba una atención constante. Supongo que Alista se perdió por las grietas.
Como si hubiese sido una señal, se oyó un estallido de risas en la fiesta infantil, detrás de él. Myron contempló a Lauren, la niña que celebraba su cumpleaños. Ella también sonreía, y un aro de chocolate se había formado alrededor de su boca.
– No tengo ningún interés en perjudicarle a usted ni a su hija -afirmó Myron.
– Si hablo con usted ahora -dijo Snow con voz pausada-, necesito que me prometa que nunca volveré a verle. No quiero que la prensa se meta otra vez en nuestras vidas.
– Se lo prometo.
Karl Snow se frotó el rostro con las dos manos.
– Suzze quería saber algo sobre la muerte de Alista.
Myron esperó a que dijese algo más. Al ver que no lo hacía, preguntó:
– ¿Qué quería saber?
– Quería saber si Gabriel Wire mató a mi hija.
– ¿Y usted qué le respondió?
– Que después de reunirme en privado con el señor Wire, ya no creía que fuese el culpable. Le dije que había sido un trágico accidente y que me daba por satisfecho con esa conclusión. También le dije que se trataba de un acuerdo confidencial y que no podía decir nada más.
Myron le observó. Karl Snow lo había dicho todo con una voz monótona ensayada. Myron esperó a que Snow le mirase a los ojos. No lo hizo. En cambió Snow sacudió la cabeza y añadió en voz baja:
Читать дальше