Su padre sonreía de nuevo. Parecía colocado por el subidón de adrenalina de la pelea, o quizá por lo orgulloso que se sentía de su nieto. Al Bolitar había nacido pobre en Newark y había crecido en las calles duras de la ciudad. Había comenzado a trabajar en una carnicería en Mulberry Street cuando sólo tenía once años. La mayor parte de su vida adulta la había pasado en un almacén de ropa interior en el North Ward de Newark, cerca del río Passaic. Su despacho estaba encima de la planta de confección, y era todo de vidrio para poder mirar al exterior mientras sus empleados miraban al interior. Había intentado salvar la empresa durante los disturbios de 1967, pero los saqueadores incendiaron el almacén hasta los cimientos. Papá lo reconstruyó y volvió a trabajar, pero ya nunca miró a sus empleados ni a la ciudad de la misma manera.
– Piénsalo -continuó papá-. Piensa en lo que le dijiste a Kitty. Suponte que alguien se lo hubiese dicho a tu madre.
– Mi madre no es Kitty.
– ¿Crees que eso le importa a Mickey?
Myron sacudió la cabeza.
– ¿Por qué le explicó Kitty lo que dije?
– ¿Acaso una madre debe mentir?
Cuando Myron tenía ocho años se había metido en una pelea a empellones con Kevin Werner delante de la Burnet Hill Elementary School. Sus padres se reunieron en el despacho del director de la escuela y escucharon una severa filípica del director, el señor Celebre, sobre las maldades de las peleas. Cuando volvieron a casa, su madre subió a la planta alta sin decir palabra. Su padre se sentó con él en esa misma habitación. Myron esperaba recibir un severo castigo. Sin embargo, su padre se inclinó hacia delante y le miró a los ojos. «Nunca tendrás problemas conmigo por meterte en una pelea -le dijo-. Si alguna vez te metes en una situación y tienes que hacer algo para arreglarla, respetaré tu decisión. Pelea cuando tengas que hacerlo. No huyas nunca. No retrocedas jamás.» Y por muy sorprendente que este consejo pudiera parecerle, Myron se mantuvo apartado de las peleas durante años, haciendo lo más «prudente», pero la verdad, una verdad que quizás explicaba lo que sus amigos llamaban tener complejo de héroe, era que ninguna pelea duele tanto como retroceder.
– ¿Era de eso de lo que querías hablarme? -preguntó Myron.
Su padre asintió.
– Debes prometerme que les dejarás en paz. Tú ya lo sabes, pero no deberías haber dicho lo que le dijiste a la esposa de tu hermano.
– Sólo quería hablar con Brad.
– No está por aquí -dijo papá.
– ¿Dónde está?
– Está en alguna misión con alguna organización benéfica en Bolivia. Kitty no quiso entrar en detalles.
– Quizás hay algún problema.
– ¿Entre Brad y Kitty? -Papá bebió un sorbo de agua-. Quizá lo haya. No es asunto nuestro.
– Si Brad está en Bolivia, ¿qué hacen Kitty y Mickey aquí?
– Piensan volver a vivir en el país. Están dudando entre esta zona y California.
Otra mentira. Myron lo tenía claro. Kitty estaba manipulando al viejo. «Quítame a Myron de encima y quizá vendremos a vivir cerca de ti. Si nos sigue molestando, nos iremos al otro extremo del país.»
– ¿Por qué ahora? ¿Por qué quieren volver a casa después de todos estos años?
– No lo sé. No se lo pregunté.
– Papá, sé que te gusta respetar a tus hijos, pero creo que estás llevando este asunto de no interferir demasiado lejos.
Él se rió al oírle.
– Tienes que respetarles, Myron. Por ejemplo, yo nunca te dije lo que sentía respecto a Jessica.
De nuevo sacaba a relucir a su antigua novia.
– Espera, creía que te gustaba Jessica.
– Era un mal bicho -declaró papá.
– Nunca dijiste nada.
– No era asunto mío.
– Quizá deberías haberlo hecho -dijo Myron-. Quizás eso me hubiese evitado muchos sufrimientos.
Su padre sacudió la cabeza.
– Haría cualquier cosa por protegerte. -Miró hacia el exterior, donde había demostrado sus palabras hacía unos minutos-. Pero la mejor manera de hacerlo es permitir que cometas tus propios errores. Una vida libre de errores no vale la pena vivirla.
– Así que debo dejarlo correr.
– Por ahora sí. Brad sabe que le buscas; Kitty se lo dirá. Yo también le envié un e-mail. Si quiere responderte, lo hará.
Myron recuperó otro recuerdo: Brad a los siete años, víctima de unos gamberros en la casa de colonias. Myron recordaba a Brad sentado solo, junto al viejo campo de sófbol. Brad había fallado la última carrera y los gamberros se habían vuelto en su contra. Myron intentó sentarse junto a él, pero Brad continuó llorando y diciéndole que se fuese. Fue uno de aquellos momentos en que te sientes tan indefenso que matarías para hacer que desaparezca el dolor. Recordó otra ocasión, cuando toda la familia fue a Miami durante las vacaciones escolares de febrero. Brad y Myron compartían una habitación de hotel, y una noche, después de un día lleno de diversiones en Parrot Jungle, Myron le preguntó por la escuela y Brad se vino abajo. Lloró, afirmó que la odiaba y que no tenía amigos, y aquello le rompió el corazón en mil pedazos. Al día siguiente, sentado junto a la piscina, Myron le preguntó a papá qué debía hacer al respecto. El consejo de su padre fue muy sencillo: «No le hables de ello. No le pongas triste. Deja que disfrute de sus vacaciones».
Brad había sido torpe, de desarrollo lento. O quizá sólo había sido por crecer detrás de Myron.
– Creía que deseabas que nos reconciliásemos -dijo Myron.
– Sí, pero no puedes forzarle. Tienes que darle tiempo.
Su padre continuaba respirando con irregularidad a causa del altercado. No había motivos para hacer que se alterara. Podía esperar hasta mañana, pero entonces lo soltó.
– Kitty se droga -dijo Myron.
Su padre enarcó una ceja.
– ¿Tú lo sabes?
– Sí.
Su padre se rascó la barbilla y consideró este nuevo aspecto de la cuestión.
– A pesar de todo tienes que dejarlos en paz.
– ¿Lo dices en serio?
– ¿Sabes que hubo una época en que tu madre fue adicta a los analgésicos?
Myron no dijo nada, estaba sorprendido.
– Es tarde -añadió papá. Comenzó a levantarse del sillón-. ¿Estás bien?
– Espera, ¿acabas de lanzarme esa bomba y ahora te vas?
– Tampoco fue para tanto. Es lo que quería decirte. Lo solucionamos.
Myron no sabía qué decir. Se preguntó qué diría su padre si le contaba las actividades sexuales de Kitty en el club nocturno. Esperaba que su padre no utilizase otra analogía del tipo mamá-hizo-lo-mismo en este caso.
«Déjalo descansar por esta noche -pensó Myron-. No hay ninguna razón para precipitarse. No habrá ninguna novedad antes de que amanezca.» Oyeron que un coche entraba en el camino y el sonido de la puerta del coche al cerrarse.
– Es tu madre. -Al Bolitar se levantó con cuidado. Myron también-. No le digas nada de lo que ha pasado esta noche. No quiero que se preocupe.
– Vale. Escucha, papá.
– ¿Sí?
– Bonito placaje, ahí fuera.
Su padre intentó no sonreír. Myron contempló su rostro envejecido. Le embargaba una abrumadora sensación de melancolía cuando se daba cuenta de que sus padres se hacían mayores. Quería decir más cosas, quería darle las gracias, pero su padre ya sabía todo eso y cualquier manifestación adicional sobre el asunto sería superflua o poco adecuada. «Deja fluir el tiempo en paz. Déjalo respirar.»
A las dos y media de la madrugada, Myron subió las escaleras para ir al dormitorio que había compartido con Brad durante su infancia, el mismo que todavía tenía la pegatina en la ventana, y encendió el ordenador. La mesa del ordenador estaba junto a la misma pared donde una vez habían estado las literas. Myron y Brad se quedaban mucho tiempo hablando en susurros después de que papá les dijera que apagasen las luces. El aro de baloncesto había estado colgado en la puerta del armario. Abrían la puerta y el armario se convertía en la portería de hockey-mano; Brad hacía de portero y Myron tiraba a portería con una pelota de tenis.
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