Él se metió las manos en los bolsillos. La brisa le acarició la cara.
– ¿Te das cuenta de que tu teoría sobre un inmigrante ilegal o un empleado de mantenimiento no tiene sentido?
– ¿Por qué no?
– Un conserje, o lo que sea, pasa, ve la puerta entreabierta, entra en el apartamento, y después, supongo, sube hasta la terraza.
Muse pensó en eso.
– Tienes razón.
– Es mucho más probable que la persona que llamó estuviese con ella cuando se inyectó.
– ¿Y?
– ¿Qué quieres decir con «y»?
– Como ya te dije, yo actúo cuando se produce un crimen, no por curiosidad. Si ella se estaba drogando con un amigo, y él o ella huyeron, no me corresponde a mí averiguarlo. Si era su camello, vale; quizá pueda encontrarlo y demostrar que le vendió la droga, pero en realidad, no es eso lo que estoy intentando averiguar.
– Estuve con ella la noche anterior, Muse.
– Lo sé.
– Estuve en esta misma terraza. Estaba preocupada, pero no era una suicida.
– Es lo que me has dicho -admitió Muse-. Pero piénsalo: estaba preocupada pero no era una suicida. Es una distinción muy fina. Y para que conste, nunca dije que fuese una suicida. Pero estaba preocupada, ¿no? Eso pudo haberla llevado a saltar del vagón, y quizá cayó demasiado fuerte.
El viento volvió a levantarse. Le pareció volver a oír la voz de Suzze, ¿era la última cosa que le había dicho?: «Todos tenemos secretos, Myron».
– Hay que tener en cuenta otro detalle -precisó Muse-. Si fuera un asesinato, sería el crimen más estúpido que he visto en mi vida. Supongamos que alguien quería matar a Suzze. Digamos que, de alguna manera, consiguiera obligarla a inyectarse la heroína por su propia voluntad, sin violencia física. Quizás apuntándola con una pistola en la cabeza, lo que sea. ¿Me sigues?
– Continúa.
– Bueno, si quería matarla, ¿por qué no matarla sin más? ¿Por qué llamar a urgencias y correr el riesgo de que aún estuviera viva cuando llegasen aquí? En cuanto a eso, con la cantidad de drogas que había tomado en otros tiempos, ¿por qué no llevarla más allá de la arcada y dejar que cayese? En cualquier caso, lo que no tiene sentido es llamar a urgencias o dejar la puerta abierta para que entre el conserje o quien fuese. ¿Entiendes lo que digo?
– Sí -dijo Myron.
– ¿Tiene sentido?
– Sí.
– ¿Tienes algo que pueda contradecir lo que te estoy diciendo?
– Nada -admitió Myron, e intentó aclarar sus ideas-. Por lo tanto, si estás en lo cierto, es probable que ayer llamase a su camello. ¿Tienes alguna pista sobre quién es?
– Todavía no. Sabemos que ayer hizo un viaje. Quedó registrado en el peaje de la Garden State Parkway, cerca de la ruta 280. Pudo haber ido a Newark.
Myron pensó en ello.
– ¿Revisaste su coche?
– ¿Su coche? No. ¿Por qué?
– ¿Te importa si lo reviso?
– ¿Tienes las llaves?
– Sí.
Ella sacudió la cabeza.
– Agentes. Adelante. Tengo que volver al trabajo.
– Una pregunta más, Muse.
Muse aguardó.
– ¿Por qué me estás enseñando todo esto a pesar de que anoche jugué al abogado-cliente?
– Porque ahora mismo no tengo ningún caso -dijo ella-. Y porque, si se me estuviera pasando algo por alto y esto fuera un asesinato, no me importa a quién se supone que defiendes. Tú querías a Suzze. No dejarías que el asesino escapase.
Bajaron en el ascensor en silencio. Muse salió en la planta baja, y Myron continuó hasta el garaje. Apretó el botón del mando a distancia y escuchó el pitido. Suzze conducía un Mercedes S63 AMG. Lo abrió y se sentó al volante. El perfume de alguna flor silvestre le hizo pensar en Suzze. Abrió la guantera y encontró el registro, la tarjeta del seguro y el manual del coche. Buscó debajo de los asientos sin saber qué. Pistas. Lo único que encontró fue calderilla y dos bolígrafos. Sherlock Holmes sin duda los hubiese utilizado para descubrir con exactitud dónde había ido Suzze, pero Myron no era capaz de hacerlo.
Puso en marcha el coche y miró el GPS en el salpicadero. Pinchó en «anteriores destinos» y vio una lista de los lugares que Suzze había pinchado en busca de direcciones. Que te zurzan, Sherlock Holmes. Su más reciente destino era Kasselton, Nueva Jersey. Para llegar allí tenía que ir por la Garden State Parkway, más allá de la salida 146, según los registros del peaje.
La penúltima entrada correspondía a una intersección en Edison, Nueva Jersey. Myron sacó la Blackberry y comenzó a teclear las direcciones de la lista. Cuando acabó se las envió por e-mail a Esperanza. Ella podía buscarlas en Internet y deducir si alguna de ellas era importante. No había fechas junto a las entradas; por lo que Myron sabía, Suzze bien podía haber visitado esos lugares hacía meses y no haber vuelto a utilizar el GPS.
Sin embargo, todas las señales indicaban que Suzze había visitado Kasselton hacía poco, quizás incluso el día de su muerte. Valdría la pena hacer una visita rápida.
La dirección en Kasselton correspondía a un pequeño centro comercial con cuatro locales. El King's Supermarket era el principal. Los otros tres locales albergaban la Renato's Pizzeria, una heladería llamada SnowCap, donde podías hacerte tu propio helado, y una vieja barbería llamada Sal and Shorty Joe's Hair-Clipping, con el clásico poste rojo y blanco en la fachada.
¿Qué habría venido a hacer aquí Suzze?
Había supermercados, heladerías y pizzerías mucho más cerca de su casa, y Myron dudaba que Sal o Shorty Joe le cortasen el pelo a Suzze. ¿Por qué conducir hasta aquí? Myron permaneció ahí parado, esperando que se le ocurriera alguna respuesta. Pasaron un par de minutos. La respuesta no llegaba, así que Myron decidió darle un empujón.
Comenzó por el King's Supermarket. Sin saber qué otra cosa hacer, mostró la foto de Suzze T y preguntó si alguien la había visto. Un recurso de la vieja escuela. Como Sal y Shorty Joe. Unas cuantas personas reconocieron a Suzze de su época de tenista famosa. Algunos la habían visto en las noticias de la noche de ayer y supusieron que Myron era un poli, una suposición que él no intentó desmentir. Al final resultó que nadie la había visto en el supermercado.
Primer fallo.
Myron salió. Echó un vistazo al aparcamiento. ¿Qué otras posibilidades habría? Tal vez Suzze había venido hasta aquí para comprar droga. Los vendedores de drogas, sobre todo en los suburbios, utilizaban siempre los aparcamientos públicos. Aparcas el coche junto a otro, bajas la ventanilla de tu lado, alguien tira el dinero de un coche al otro y alguien tira la droga al tuyo.
Intentó imaginárselo. ¿Suzze, la mujer que le había hablado la noche anterior de los secretos y de su preocupación por ser demasiado competitiva? ¿La mujer embarazada de ocho meses que entró en su oficina dos días antes diciendo «soy rematadamente feliz» habría venido hasta este centro comercial a comprar heroína para matarse?
Lo siento pero no, Myron no podía creer eso.
Quizá tenía que encontrarse con alguien, no con un vendedor de drogas, en este aparcamiento. Tal vez sí, o tal vez no. Hasta el momento aún no había realizado un gran trabajo detectivesco. Vale, aún quedaba mucho por hacer. La Renato's Pizzeria estaba cerrada. La barbería, en cambio, funcionaba a pleno rendimiento. A través del cristal del escaparate, Myron vio a varios hombres mayores hablar, discutían de manera amable, como lo hacen las personas con aspecto de estar muy contentas. Se volvió hacia la heladería. Alguien estaba colgando un cartel que decía «¡Feliz cumpleaños, Laurent!». Varias niñas, de unos ocho o nueve años, entraban cargadas con paquetes de regalos de cumpleaños. Sus madres las llevaban de la mano; parecían cansadas y agobiadas, pero felices.
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