Harlan Coben
Alta tensión
Myron Bolitar 10
Para Anne, porque lo mejor est á a punto de llegar
La más fea de las verdades, le dijo una vez un amigo a Myron, es mejor que la más bonita de las mentiras.
Myron pensó en aquella frase mientras miraba a su padre en la cama del hospital. Volvió dieciséis años atrás, a la última vez que le había mentido a su padre, a la mentira que había causado tanta desolación y dolor, una mentira que inició una trágica oleada y que, finalmente, de forma desastrosa, terminaría aquí.
Los ojos de su padre permanecían cerrados, su respiración era rasposa e irregular. Los tubos parecían salir por todas partes. Myron miró el antebrazo de su padre. Recordó que en su infancia acudía a visitar a su padre a aquel almacén de Newark, y la manera en que su padre se sentaba a la enorme mesa, con las mangas enrolladas. Entonces, el antebrazo era tan poderoso que tensaba la tela, haciendo que el puño se apretase como un torniquete sobre el músculo. Ahora el músculo se veía esponjoso, deshinchado por la edad. Aquel pecho de tonel que había hecho sentirse tan seguro a Myron todavía estaba allí, pero se había vuelto tan quebradizo que si una mano lo estrujase podría romperle las costillas como si fueran ramas secas. El rostro sin afeitar de su padre mostraba unas manchas grises en lugar de la habitual sombra de barba, y la piel alrededor de la barbilla suelta le colgaba como una capa que le viniese demasiado grande.
La madre de Myron -la esposa de Al Bolitar durante los últimos cuarenta y tres años- estaba sentada junto al lecho. Su mano, temblorosa por el Parkinson, sujetaba la de él. Ella también parecía sorprendentemente frágil. En su juventud, su madre había sido una de las primeras feministas que quemaron su sujetador con Gloria Steinem y llevaba camisetas con lemas como «El lugar de una mujer está en la casa… Blanca». Y ahora, ahí estaban los dos, Ellen y Al Bolitar. («Somos el El-Al -siempre bromeaba mamá-, como las Líneas Aéreas Israelíes»), destrozados por la edad, agarrados de la mano, más afortunados que la gran mayoría de amantes ancianos; éste era el final que la suerte parecía depararles.
Dios tenía sentido del humor.
– ¿Qué? -preguntó mamá a Myron en voz baja-. ¿Estamos de acuerdo?
Myron no respondió. La más bonita de las mentiras contra la más fea de las verdades. Myron tendría que haber aprendido la lección entonces, dieciséis años atrás, con aquella última mentira a este gran hombre que amaba como a ningún otro. Pero no, no era tan sencillo. La más fea de las verdades podía ser devastadora. Podía sacudir un mundo.
Incluso matar.
Así que cuando su padre abrió los ojos, y ese hombre, al que Myron admiraba como a ningún otro, miró a su hijo mayor con una confusión suplicante, casi infantil, Myron observó a su madre y asintió despacio. Luego se tragó las lágrimas y se preparó para decirle a su padre una última mentira.
SEIS DÍAS ANTES
– Por favor, Myron, necesito tu ayuda.
Para Myron era algo así como la materialización de una fantasía: una preciosa damisela en apuros acababa de entrar en su despacho, como si saliera de una vieja película de Bogart. Sólo que, bueno, caminaba como un pato, y su ausencia de silueta delataba que la preciosa damisela en cuestión estaba embarazada de ocho meses, detalle que, lo siento, mataba todo el efecto de la fantasía.
Su nombre era Suzze T, abreviatura de Trevantino, y era una estrella del tenis retirada. Había sido la sensual chica mala del tour, más conocida por sus atuendos provocativos, los piercings y los tatuajes que por su juego. A pesar de todo, Suzze había ganado uno de los grandes campeonatos y consiguió una millonada con los patrocinios, el más notable de ellos como portavoz (a Myron le encantaba el eufemismo) de la La-La-Latte, una cadena de cafeterías topless, donde a los chicos universitarios les encantaba pedir «más leche». Qué buenos tiempos.
Myron abrió los brazos.
– Aquí estoy para ti, Suzze, veinticuatro horas al día, los siete días de la semana; ya lo sabes.
Estaban en su despacho de Park Avenue, sede de MB Reps. La M mayúscula correspondía a Myron, la B a Bolitar y Reps indicaba que era representante de deportistas, actores y escritores. Se trataba de un nombre literal.
– Sólo dime qué puedo hacer por ti.
Suzze comenzó a caminar por el despacho.
– No sé por dónde empezar. -Myron se disponía a hablar cuando ella levantó la mano-. Si te atreves a decir: «Empieza por el principio», te arrancaré uno de tus testículos.
– ¿Sólo uno?
– Ahora estás comprometido. Pienso en tu pobre prometida.
Suzze aumentó la velocidad e intensidad de sus pasos hasta tal punto que una pequeña parte de Myron temió que comenzase a parir allí mismo, en su despacho recién acabado de reformar.
– Estoo… la alfombra -dijo Myron-. Es nueva.
Ella frunció el entrecejo, siguió caminando un poco más y comenzó a morderse las uñas, demasiado pulidas.
– ¿Suzze?
Ella se detuvo. Sus miradas se encontraron.
– Dímelo -dijo él.
– ¿Recuerdas cuando nos conocimos?
Myron asintió. Hacía sólo unos pocos meses que había salido de la Facultad de Derecho y acababa de poner en marcha su empresa. Entonces, en sus comienzos, MB Reps, era conocido como MB Sport Reps. Se llamaba así porque al principio Myron sólo representaba a deportistas. Cuando empezó a representar a actores, escritores y otros profesionales del campo de las artes y las celebridades, quitó el Sports del nombre de la empresa, y éste se quedó en MB Reps. De nuevo, la preferencia por lo literal.
– Por supuesto.
– Era un desastre, ¿verdad?
– Tenías un gran talento para el tenis.
– Y era un desastre. No me dores la píldora.
Myron levantó las palmas hacia el techo.
– Tenías dieciocho años.
– Diecisiete.
– Diecisiete, lo que sea. -Tuvo un rápido recuerdo de Suzze al sol: el pelo rubio recogido en una coleta, la sonrisa traviesa en su rostro, un golpe derecho que le daba a la pelota como si ésta la hubiese ofendido-. Acababas de convertirte en jugadora profesional. Los adolescentes colgaban tu retrato en sus dormitorios. Se suponía que ibas a derrotar a las leyendas de inmediato. Tus padres redefinieron la palabra prepotente. Habría sido un milagro que te mantuvieses incólume.
– Bien dicho.
– Entonces, ¿qué pasa?
Suzze se miró la barriga como si acabase de aparecer.
– Estoy embarazada.
– Eh, sí, ya lo veo.
– La vida es buena, ¿sabes? -Ahora su voz era suave, nostálgica-. Después de todos aquellos años, cuando era un desastre… encontré a Lex. Su música nunca ha sonado mejor. La academia de tenis funciona a tope. Ahora todo va de maravilla.
Myron esperó. Los ojos de ella permanecían fijos en su barriga mientras la acunaba como si su contenido fuese lo que, más o menos, era, dedujo Myron. Para mantener la conversación, preguntó:
– ¿Te gusta estar embarazada?
– ¿Te refieres al acto físico de gestar un niño?
– Sí.
Suzze se encogió de hombros.
– No es que me sienta radiante ni nada por el estilo. Me refiero a que estoy muy dispuesta a parir. Es un pensamiento interesante. A algunas mujeres les encanta estar embarazadas.
– ¿A ti no?
– Es como si tuviese una excavadora aparcada en la vejiga. Creo que la razón por la que a las mujeres les gusta estar embarazadas es porque las hace sentirse especiales. Como si fuesen famosillas. La mayoría de las mujeres pasan por la vida sin llamar la atención, pero cuando están embarazadas, la gente monta revuelo a su alrededor. Puede parecer un poco condescendiente, pero a las mujeres embarazadas les gusta el aplauso. ¿Sabes a qué me refiero?
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