Harlan Coben - Alta tensión

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Myron Bolitar siempre ha soñado con la voluptuosa mujer fatal que acaba de entrar en su despacho para pedirle ayuda. Tiene unas curvas de locura, pero está embarazada de ocho meses, y eso pone fin a todas las posibles fantasías de Bolitar. La antigua estrella del tenis Suzze T y su marido, Lex, una estrella del rock, son clientes, y a lo largo de los años Myron ha negociado multitud de contratos para la preciosa pareja. Pero ahora Lex ha desaparecido y la muy embarazada Suzze llora, convencida de que los rumores colgados en la red poniendo en duda la paternidad del bebé hayan alejado al hombre que ella jura es el padre de su hijo.
“Harlan Coben es el maestro moderno del “agárrate y no te menees” desde la primera página, para dejarte completamente noqueado en la última.” Dan Brown

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– Después -continuó-, muy de vez en cuando, tienes algún amigo de verdad. Como Buzz, que está allí. Hablamos de todo. Sabemos la verdad del otro; hasta el último fallo repugnante y depravado. ¿Tienes amigos así?

– Esperanza sabe que tengo una vejiga tímida -respondió Myron.

– ¿Qué?

– No importa. Continúa. Sé de qué estás hablando.

– Vale, en cualquier caso, amigos de verdad. Dejas que vean toda la porquería que hay en tu cerebro. Lo feo. -Se irguió en el asiento, ahora que ya iba lanzado-. ¿Sabes qué es lo más extraño? ¿Sabes qué ocurre cuando estás totalmente abierto y dejas que la otra persona vea que eres un completo degenerado?

Myron sacudió la cabeza.

– Tus amigos te quieren todavía más. Con todos los demás, pones la fachada para esconder la mierda y hacer que te quieran. Pero con los amigos verdaderos, les muestras la mierda y eso hace que se preocupen por ti. Cuando nos quitamos la fachada, conectamos más. Entonces te pregunto, Myron, ¿por qué no lo hacemos con todos?

– Supongo que vas a decírmelo.

– Que me cuelguen si lo sé. -Lex se echó hacia atrás, bebió un buen trago y ladeó la cabeza, pensativo-. Pero aquí viene lo importante: la fachada es, por naturaleza, una mentira. Está bien casi siempre. Pero si no te abres con la persona que más quieres, si no muestras los fallos, no puedes conectar. De hecho, estás ocultando secretos. Y esos secretos se infectan y te destruyen.

La puerta se abrió de nuevo. Cuatro mujeres y dos hombres entraron tambaleantes, riéndose y sonriendo, y sosteniendo botellas de champán de un precio obsceno en sus manos.

– ¿Qué secretos le ocultas a Suzze? -preguntó Myron.

Él se limitó a sacudir la cabeza.

– Es una calle de dos direcciones, compañero.

– ¿Qué secretos te oculta Suzze?

Lex no respondió. Miraba a través de la habitación. Myron se volvió para seguir su mirada.

Entonces la vio.

O al menos creyó haberla visto. Un parpadeo a través de la sala VIP, iluminada con la luz de las velas y llena de humo. Myron no la había vuelto a ver desde aquella noche nevada, dieciséis años atrás, con el vientre hinchado, las lágrimas corriendo por las mejillas y la sangre entre sus dedos. Ni siquiera había vuelto a saber nada de ellos. Pero lo último que había oído era que estaban viviendo en algún lugar de Sudamérica.

Sus ojos se cruzaron a través de la habitación durante no más de un segundo. Por imposible que pareciese, Myron la reconoció.

– ¿Kitty?

Su voz quedó apagada por la música, pero Kitty no titubeó. Sus ojos se abrieron un poco, ¿quizá por miedo?, y se volvió. Corrió hacia la puerta. Myron intentó incorporarse, pero el mullido cojín del sofá le demoró. Cuando consiguió levantarse, Kitty Bolitar -la cuñada de Myron, la mujer que tanto le había arrebatado- ya se había ido.

5

Myron corrió tras ella.

Cuando llegó a la salida de la sala VIP, ésta era la imagen que cruzó su mente: Myron tenía once años, su hermano Brad, seis, con el pelo rizado, y estaban en el dormitorio que compartían, jugando a un sucedáneo de baloncesto. El tablero era de cartón, la pelota una esponja redonda. El aro estaba sujeto a la parte superior de la puerta del armario con dos ventosas de color naranja que tenías que lamer para pegarlas. Los dos hermanos jugaban durante horas, se inventaban equipos y se asignaban apodos y nombres de otras personas. Estaban Shooting Sam, Jumping Jim y Leaping Jenny, y Myron, por ser el hermano mayor, controlaba la acción, se inventaba un universo falso con jugadores que eran buenos tipos y jugadores que eran malos tipos, partidos emocionantes y juegos reñidos hasta el último segundo. Pero la mayoría de las veces, al final, dejaba que Brad ganase. Por la noche, cuando se acostaban en sus literas -Myron en la de arriba, Brad debajo-, recapitulaban los encuentros en la oscuridad como comentaristas de televisión haciendo sus análisis después del partido.

El recuerdo se clavó de nuevo en su corazón.

Esperanza le vio correr.

– ¿Qué?

– Kitty.

– ¿Qué?

No había tiempo para dar explicaciones. Llegó a la puerta y salió.

Ahora estaba de nuevo en el club, con aquella música ensordecedora. El hombre mayor que había en él se preguntó quién podía disfrutar socializando si no podías oír lo que te decían. Pero en realidad ahora sus pensamientos estaban completamente concentrados en alcanzar a Kitty.

Myron era alto, un metro noventa, y de puntillas, veía por encima de la mayoría de la multitud. Ninguna señal de Quizá-Kitty. ¿Qué vestía? Un top turquesa. Buscó destellos de turquesa.

Allí. De espaldas a él. Iba hacia la salida del club.

Myron tenía que moverse. Gritó «perdón» mientras intentaba nadar entre los cuerpos, pero había demasiados. Las luces estroboscópicas y el espectáculo láser tampoco ayudaba. Kitty. ¿Qué demonios estaba haciendo Kitty allí? Años atrás, Kitty también había sido una maravilla del tenis, y se entrenaba con Suzze. Así se habían conocido. Podría ser que las dos viejas amigas estuviesen de nuevo en contacto, por supuesto, pero ¿respondía eso de verdad a la cuestión de por qué estaba Kitty allí esa noche, en ese club, sin su hermano?

¿O es que Brad también estaba allí?

Comenzó a moverse más rápido. Intentó no chocar con nadie pero, por supuesto, eso era imposible. Recibió miradas asesinas y gritos de «¡Eh!» o «¿Dónde está el fuego?», pero Myron no les hizo caso, siguió adelante; toda la escena comenzaba a adquirir una cualidad onírica, como uno de esos sueños en los que corres sin ir a ninguna parte y los pies te pesan cada vez más, o en los que tratas de avanzar a través de un metro de nieve.

– ¡Ay! -gritó una chica-. ¡Imbécil, gilipollas, me has dado un pisotón!

– Lo siento -se disculpó Myron, que seguía insistiendo en abrirse paso.

Una mano grande se apoyó en el hombro de Myron y le hizo girar. Alguien le empujó con fuerza por detrás y casi le derribó. Myron recuperó el equilibrio y se vio frente a lo que podría ser una actuación del Jersey Shore: la reuni ó n de los diez a ñ os. Formaban una mezcla de espuma para el pelo, falso bronceado, cejas depiladas, pechos aceitados y músculos de concurso. Tenían las expresiones desdeñosas de los tipos duros, el aspecto extraño de los que se acicalan y depilan a tope. Darles un puñetazo en la cara dolería; estropearles el peinado dolería todavía más.

Eran cuatro, cinco o quizá seis -tendían a confundirse en una masa de baboso aspecto y asfixiante hedor a colonia Axe-, y estaban excitados por la posibilidad de demostrar lo hombres que eran en defensa del honor de los dedos de los pies de una chica.

A pesar de todo, Myron se comportó como todo un diplomático.

– Lo siento, tíos -dijo-. Es una emergencia.

– ¿Dónde está el fuego? -preguntó Gorro de Ducha-. ¿Tú ves algún fuego, Vinny?

– ¿Sí, dónde está el fuego? -repitió Vinny-. Porque yo no lo veo. ¿Tú lo ves, Slap?

Antes de que Slap pudiese hablar, Myron dijo:

– Sí, ya lo entiendo. No hay fuego. Lo siento mucho, de verdad, pero tengo mucha prisa.

Pero Slap tenía que decir la suya.

– No, yo tampoco veo ningún fuego.

No tenía tiempo para eso. Myron trató de a moverse (maldita sea, ninguna señal de Kitty), pero los tipos cerraron filas. Gorro de Ducha, con la mano todavía en el hombro de Myron, decidió apretar los dedos.

– Dile a Sandra que lo sientes.

– Ah, ¿qué parte de «lo siento mucho, de verdad» no has entendido?

– A Sandra -insistió.

Myron se volvió hacia la muchacha que, a juzgar por el vestido y la compañía que llevaba, no recibía nunca bastante atención de su papá. Sacudió el hombro para apartar la molesta mano que lo agarraba.

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