– Hombres.
– Tú y yo no hemos acabado, tío -le susurró Músculos Kyle a Myron.
– Quedaremos para comer -dijo Myron-. Quizá podamos ir a la matiné de South Pacific.
Mientras entraban, Esperanza observó a Myron y sacudió la cabeza.
– ¿Qué?
– Dije que te vistieses para impresionar. Y pareces un chaval de quinto grado a punto de ir a la reunión de padres con el maestro.
Myron señaló sus pies.
– ¿Con mocasines Ferragamo?
– ¿Por qué te estabas metiendo con esos neardentales?
– Llamó gorda a una chica.
– ¿Y tú acudiste a su rescate?
– Bueno, no. Pero se lo dijo a la cara. «Tus amigas pueden entrar, pero tú no porque estás gorda.» ¿Quién sería capaz de hacer eso?
La sala principal del club era oscura con unos toques de neón. Había grandes pantallas de televisión en una pared porque, cuando vas a un club nocturno lo que de verdad quieres, pensó Myron, es mirar la tele. El equipo de sonido, que tenía más o menos el tamaño y la dimensión de un concierto al aire libre de los Who, atacaba los sentidos. El Dj pinchaba música house, un estilo en el que los Dj con talento toman una canción decente y la destrozan a fondo añadiendo bajos sintetizados o percusión electrónica. Había un espectáculo láser, algo que Myron creía pasado de moda después de la gira de Blue Oyster Cult en 1979, y un grupo de chicas esqueléticas hacían «oooh» y «aaah» por encima de unos efectos especiales en un lugar donde la pista de baile escupía vapor, como si eso no pudieses verlo en la calle, cerca de cualquier camión de Con Ed.
Myron intentó gritar por encima de la música, pero era inútil. Esperanza le llevó a una zona tranquila, provista nada menos que de ordenadores. Todos los sitios estaban ocupados. Una vez más Myron sacudió la cabeza. ¿Iban a un club nocturno para navegar por la red? Se volvió hacia la pista de baile. Las mujeres encajaban, en aquella luz vaporosa, en el concepto de atractivas, aunque eran demasiado jóvenes e iban vestidas más como si jugaran a ser adultas que como si lo fueran. La mayoría de las mujeres sujetaban móviles y enviaban mensajes con los dedos huesudos; bailaban con una languidez que bordeaba lo comatoso.
Esperanza mostraba una leve sonrisa en su rostro.
– ¿Qué? -preguntó Myron.
Ella le señaló el lado derecho de la pista de baile.
– Mira el culo de la tía de rojo.
Myron contempló las caderas vestidas de rojo que bailaban y recordó una frase de Alejandro Escovedo: «Me gusta más cuando se aleja». Hacía mucho tiempo que Myron no oía a Esperanza hablar de esa manera.
– Bonito -dijo Myron.
– ¿Bonito?
– ¿Espectacular?
Esperanza asintió mientras seguía sonriendo.
– Hay muchas cosas que podría hacer con un culo como ése.
Al mirar a la erótica bailarina y luego a Esperanza, una imagen apareció en la mente de Myron. La apartó de inmediato. Hay lugares en tu mente en los que más vale no entrar cuando estás intentando concentrarte en otras cosas.
– Estoy seguro de que a tu marido le encantaría.
– Estoy casada, no muerta. Puedo mirar.
Él la miró al rostro y notó su excitación, la extraña sensación de que ella se sentía de nuevo en su elemento. Cuando nació su hijo Héctor, hacía dos años, Esperanza se activó en modo mamá. Su mesa se llenó de pronto del clásico popurrí de imágenes cursis: Héctor con el Conejito de Pascua, Héctor con Santa Claus, Héctor con los personajes de Disney en la zona de juegos infantiles en Hershey Park. Sus mejores prendas de trabajo a menudo estaban salpicadas con saliva de bebé y, más que ocultarlo, le encantaba explicar cómo llegaban los escupitajos a su persona. Trababa amistad con mujeres de ese tipo mamá que le hubiesen hecho vomitar en el pasado, y hablaban de cochecitos Maclaren, de parvularios Montessori, de movimientos intestinales y de cuándo sus retoños habían gateado, caminado y hablado por primera vez. Todo su mundo, como el de muchas madres antes que ella -aunque decirlo parezca una declaración sexista-, se había reducido a una pequeña masa de carne de bebé.
– ¿Dónde puede estar Lex? -preguntó Myron.
– Es probable que en una de las salas VIP.
– ¿Cómo entramos?
– Me desabrocharé otro botón -respondió Esperanza-. En serio, déjame trabajar sola un minuto. Ve al lavabo. Te apuesto veinte pavos a que no puedes mear en el urinario.
– ¿Qué?
– Apuesta y ve -dijo, y señaló a la derecha.
Myron se encogió de hombros y fue hacia el lavabo. Era negro, oscuro y de mármol. Se acercó a los urinarios y de inmediato entendió a qué se refería Esperanza. Los urinarios estaban en una enorme pared de cristal de una sola dirección, como el espejo de una sala de interrogatorios de la policía. En resumen, desde ahí veías toda la pista de baile. Las lánguidas mujeres estaban literalmente a unos pasos de él, y algunas utilizaban el lado espejo del cristal para comprobar su maquillaje, sin darse cuenta (o quizá sí que se daban cuenta) de que estaban mirando a un hombre que intentaba mear.
Salió. Esperanza tenía la mano extendida con la palma hacia arriba. Myron la cruzó con un billete de veinte dólares.
– Veo que todavía tienes la vejiga tímida.
– ¿El lavabo de señoras es idéntico?
– No lo quieras saber.
Esperanza hizo un gesto con la barbilla hacia el hombre con el pelo peinado hacia atrás que se abría camino hacia ellos. Si hubiera tenido que llenar su solicitud de trabajo, Myron no dudaba de que habría escrito: «Apellido: Basura. Nombre de pila: Euro». Myron contempló la estela del hombre en busca de babas.
Euro sonrió con dientes de comadreja.
– Poca, mi amor.
– Antón -dijo ella, y le dejó que le besase la mano con quizá demasiado entusiasmo.
Myron temió que pudiese utilizar aquellos dientes de comadreja para roerle la piel hasta el hueso.
– Todavía eres una criatura magnífica, Poca.
Hablaba con un curioso acento, quizás húngaro, quizás árabe, como si lo utilizara para hacer un número cómico. Antón iba sin afeitar, la sombra de la barba en su rostro brillaba de una manera poco agradable. Llevaba gafas de sol, pese a que allí adentro reinaba la oscuridad de una caverna.
– Te presento a Antón -dijo Esperanza-. Dice que Lex está en el servicio de botellas.
– Oh -exclamó Myron, sin tener idea de lo que era el servicio de botellas.
– Por aquí -dijo Antón.
Navegaron entre un mar de cuerpos. Esperanza iba delante. Myron disfrutó al ver cómo todos los cuellos se giraban para echarle una segunda mirada. Mientras continuaban serpenteando entre la multitud, algunas mujeres cruzaron la mirada con Myron y la mantuvieron, aunque no tantas como uno, dos o cinco años atrás. Se sentía como un viejo lanzador que necesitara este radar particular para saber si su pelota rápida estaba perdiendo velocidad. O quizá se tratara de otra cosa. Quizá las mujeres intuían que ahora Myron estaba prometido, que se había retirado del mercado por la encantadora Terese Collins y que ya no se le podía tratar como una simple golosina para los ojos.
«Sí -pensó Myron-. Sí, tenía que ser eso.»
Antón utilizó su llave para abrir la puerta de otra habitación y, al parecer, otra época. Mientras que el club actual era puro tecno con ángulos duros y superficies suaves, esa sala VIP era como un burdel de la América primitiva. Sofás color burdeos, candelabros de cristal, molduras de cuero hasta el techo, velas en las paredes. La habitación también tenía una pared de cristal de una sola dirección, de forma que los vips pudiesen mirar a las chicas bailar y quizás escoger unas cuantas para que se uniesen a ellos. Varias chicas con muchos implantes modelo porno suave, vestidas con corsés de época y ligueros, caminaban con botellas de champán; de ahí vendría, dedujo Myron, lo de «servicio de botellas».
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