Harlan Coben - Alta tensión

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Myron Bolitar siempre ha soñado con la voluptuosa mujer fatal que acaba de entrar en su despacho para pedirle ayuda. Tiene unas curvas de locura, pero está embarazada de ocho meses, y eso pone fin a todas las posibles fantasías de Bolitar. La antigua estrella del tenis Suzze T y su marido, Lex, una estrella del rock, son clientes, y a lo largo de los años Myron ha negociado multitud de contratos para la preciosa pareja. Pero ahora Lex ha desaparecido y la muy embarazada Suzze llora, convencida de que los rumores colgados en la red poniendo en duda la paternidad del bebé hayan alejado al hombre que ella jura es el padre de su hijo.
“Harlan Coben es el maestro moderno del “agárrate y no te menees” desde la primera página, para dejarte completamente noqueado en la última.” Dan Brown

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Como si eso importase mucho ya. Fue hacia la puerta. Una enfermera le detuvo, le obligó a lavarse las manos y le ofreció una bata amarilla. Myron abrió la puerta con la espalda. Lex no le miró.

– ¿Lex?

– Ahora no.

– Creo que deberíamos hablar.

Lex por fin le miró. Tenía los ojos inyectados en sangre. Cuando habló, su voz fue suave.

– Te pedí que lo dejaras correr, ¿no?

Silencio. Más tarde, Myron no lo dudaba, esas palabras le dolerían. Más tarde, cuando se tumbase e intentase dormir, el sentimiento de culpa llegaría a su pecho y estrujaría su corazón como si fuera un vaso de plástico.

– Vi el tatuaje -dijo Myron-. Estaba en aquel mensaje.

Lex cerró los ojos.

– Suzze era la única mujer a la que siempre he amado, y ahora se ha ido. Para siempre. No la volveré a ver nunca más. Ya nunca podré abrazarla. Este niño, tu ahijado, nunca conocerá a su madre.

Myron no dijo nada. Sintió un temblor en el pecho.

– Tenemos que hablar, Lex.

– Esta noche no. -Ahora su voz era muy suave-. Esta noche sólo quiero quedarme aquí y proteger a mi hijo.

– ¿Protegerle de qué?

Lex no respondió. Myron sintió la vibración del móvil. Echó una ojeada y vio que la llamada era de su padre. Salió de la sala y se llevó el teléfono al oído.

– ¿Papá?

– Me acabo de enterar de lo de Suzze por la radio. ¿Es verdad?

– Sí. Ahora estoy en el hospital. -Lo siento mucho. -Gracias. Ahora estoy ocupado… -Cuando acabes, ¿crees que podrías pasar por casa? -¿Esta noche? -Si es posible. -¿Pasa algo?

– Sólo necesito hablar contigo de una cosa -respondió su padre-. No me importa lo tarde que sea. Estaré despierto.

18

Antes de salir del hospital, Myron hizo de abogado y le advirtió a Loren Muse que no hablase con su cliente, Lex Ryder, sin estar él presente. Ella le respondió que creciera y se multiplicase, aunque no en esos mismos términos. Llegaron Win y Esperanza. Win les informó de su encuentro en la cárcel con Frank Ache. Myron no tenía claro cómo interpretarlo.

– Quizá deberíamos reunimos con Herman Ache -sugirió Win.

– O quizá tendríamos que reunimos con Gabriel Wire -señaló Myron. Se dirigió a Esperanza-. También tendríamos que comprobar dónde estaba Crush, nuestro profesor de francés favorito, a la hora de la muerte de Suzze.

– De acuerdo -dijo Esperanza.

– Te puedo acompañar a casa -se ofreció Win.

Myron rechazó la invitación. Necesitaba un tiempo de descanso. Necesitaba dar un paso atrás. Quizá Muse tuviera razón. Podría había sido una sobredosis. La noche anterior, en aquella terraza que daba a Manhattan, toda aquella charla sobre los secretos, los sentimientos de culpa por Kitty y el pasado, quizás habían convocado a los viejos demonios. Tal vez la respuesta fuera así de sencilla.

Myron subió a su coche y se dirigió a su casa en Livingston. Llamó a su padre para decirle que iba de camino. «Conduce con prudencia», le advirtió. Myron confiaba en que quizá su padre podría darle alguna pista sobre lo que necesitaba saber, pero no lo hizo. Las emisoras de radio informaban ya sobre la muerte de la «antigua y problemática estrella del tenis Suzze T», y Myron se volvió a extrañar por las ineptas simplificaciones que siempre hacían los medios.

Ya era de noche cuando Myron llegó a la casa familiar. La luz en el dormitorio de la planta alta, aquel que él había compartido con Brad cuando ambos eran muy jóvenes, estaba aún encendida y Myron miró hacia allí. Vio en la ventana la marca de una pegatina borrada que el cuerpo de bomberos de Livingston había repartido a principios de la administración Carter para indicar que se trataba de la habitación de un niño. La imagen de la pegatina era impresionante, un valiente bombero, con la barbilla alzada, rescataba a un niño inerte y con el pelo largo. Ahora el dormitorio era un despacho.

Los faros del coche iluminaron un cartel de «Se vende» en el jardín de los Nussbaum. Myron había ido al instituto con su hijo Steve, aunque todos le llamaban «Nuss» o «Baum», un chico amable. A Myron le caía muy bien pero, por alguna razón, no frecuentaba su compañía. Los Nussbaum eran una de las familias más antiguas de la zona, compraron su parcela cuando empezaron a urbanizar estas tierras de cultivo, cuarenta años atrás. Los Nussbaum amaban el lugar. Les encantaba la jardinería y trabajar en el cenador del patio de atrás. Les traían a los Bolitar los tomates del huerto que les sobraban; si no has probado nunca un tomate de Jersey en agosto, no lo puedes entender. Ahora, incluso los Nussbaum se marchaban de allí.

Myron aparcó en el camino. Vio un movimiento en la ventana. Lo más probable es que su padre estuviera esperándole, atento como un centinela silencioso. Cuando Myron era un adolescente no tenía una hora límite para regresar a casa porque, como le explicó su padre, había demostrado ser lo bastante responsable y no hacía falta. Al Bolitar dormía fatal, y Myron no recordaba ni una sola vez, no importaba a qué hora volviese a casa, que su padre no estuviese levantado esperándole. Su padre necesitaba que todo estuviese en su lugar antes de cerrar los ojos. Myron se preguntó si todavía seguía siendo así, y por qué su sueño se alteró cuando su hijo menor escapó con Kitty y nunca más volvió.

Aparcó el coche. Suzze estaba muerta. Nunca había sido muy bueno para negar la realidad, pero aún le costaba trabajo conseguir que su cerebro lo aceptase. Ella había estado a punto de iniciar el siguiente gran capítulo de su vida: la maternidad. A menudo imaginaba el día en que sus propios padres llegaron a esa vivienda; su padre trabajaba en el almacén de Newark y su madre estaba embarazada. Se imaginaba a El-Al jóvenes, cogidos de la mano y caminando por el sendero de cemento, mirando la casa de dos plantas y decidiendo que éste sería el lugar que acogería a su nueva familia y albergaría sus sueños e ilusiones. Ahora se preguntaba si, cuando miraban atrás, sentían que aquellos sueños se habían hecho realidad o si se arrepentirían de algo. Se preguntaba: si mamá y papá pudiesen volver atrás y entrar de nuevo por este camino de cemento agrietado, ¿continuarían avanzando cogidos de la mano o darían media vuelta y dejarían que el destino les llevase a alguna otra parte?

Muy pronto Myron también estaría casado. Terese no podía tener hijos. Lo sabía. Durante toda su vida había deseado fundar una familia americana de ensueño: la casa, la cerca blanca, el garaje para dos coches, los 2,4 hijos, la barbacoa en el jardín, el aro de baloncesto en el garaje; en resumen, la vida de personas como los Nussbaum, los Brown, los Lyon, y los Fronteras y los El-Al Bolitar. Al parecer, no iba ser así.

Mamá había hablado con franqueza, y tenía razón en lo de vender la casa. No puedes aferrarte demasiado. Quería a Terese en casa, con él, allí donde pertenecía, porque al final sólo tu amante puede hacer que el mundo desaparezca; sí, sabía lo cursi que sonaba eso.

Myron se adentró por ese camino, perdido en sus pensamientos, y quizá por eso no intuyó el peligro que se cernía sobre él. O quizás el agresor era una persona buena y paciente, acurrucada en la oscuridad, a la espera de que Myron se acercase lo suficiente o estuviese lo bastante distraído para atacarle.

Primero vio el destello de luz. Veinte años atrás, su padre había instalado unos sensores de movimientos que encendían las luces de delante de la casa. Había sido una gran maravilla para sus padres, como el invento del fuego o la televisión por cable. Durante semanas, El-Al habían puesto a prueba esta nueva tecnología, caminaban o se arrastraban con la intención de comprobar si podían engañar al detector de movimientos. Mamá y papá se acercaban desde diversos ángulos, a distintas velocidades, riéndose a carcajadas cada vez que la luz se encendía, pillándoles todas las veces. Los placeres sencillos.

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