Harlan Coben - Alta tensión

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Myron Bolitar siempre ha soñado con la voluptuosa mujer fatal que acaba de entrar en su despacho para pedirle ayuda. Tiene unas curvas de locura, pero está embarazada de ocho meses, y eso pone fin a todas las posibles fantasías de Bolitar. La antigua estrella del tenis Suzze T y su marido, Lex, una estrella del rock, son clientes, y a lo largo de los años Myron ha negociado multitud de contratos para la preciosa pareja. Pero ahora Lex ha desaparecido y la muy embarazada Suzze llora, convencida de que los rumores colgados en la red poniendo en duda la paternidad del bebé hayan alejado al hombre que ella jura es el padre de su hijo.
“Harlan Coben es el maestro moderno del “agárrate y no te menees” desde la primera página, para dejarte completamente noqueado en la última.” Dan Brown

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En ese momento ya habían aparecido ocho guardias de seguridad más, pero ninguno quería montar un escándalo. Le escoltaron hasta fuera del centro comercial. Subió a su coche. «Vaya manera de irse -pensó Myron-. De verdad, lo has manejado muy bien.» Pero ¿qué otra cosa hubiera podido hacer? Quería ver a su hermano, pero ¿estaba bien forzar la situación? Había esperado dieciséis años. Podía esperar un poco más. Olvidarse de Kitty. Intentaría llegar a Brad a través de aquella dirección de correo electrónico, a través de su padre o algo así.

Sonó el móvil de Myron. Dirigió un saludo a los amables guardias de seguridad y metió la mano en el bolsillo. En la pantalla aparecía un nombre: lex ryder.

– ¿Hola?

– Oh, Dios…

– ¿Lex?

– Por favor… deprisa. -Comenzó a sollozar-. La están sacando.

– Lex, cálmate.

– Es culpa mía. Oh, Dios. Suzze…

– ¿Qué pasa con Suzze?

– No tendrías que haberte metido.

– ¿Suzze está bien?

– ¿Por qué tuviste que meterte?

Más llanto. Myron sintió un miedo helado en el pecho.

– Por favor, Lex, escúchame. Necesito que te calmes y me digas qué está pasando.

– Deprisa.

– ¿Dónde estás?

Lex volvió a sollozar.

– ¿Lex? Necesito saber dónde estás.

Se oyó un sonido ahogado, más llanto, y después tres palabras:

– En la ambulancia.

Fue difícil sacarle algo más a Lex.

Myron consiguió averiguar que a Suzze la llevaban al hospital de Santa María. Eso fue todo. Myron envió un mensaje de texto a Win y llamó a Esperanza.

– Estoy en ello -dijo Esperanza.

Myron intentó buscar el hospital en su GPS, pero su mano continuaba temblando y el GPS tardaba demasiado, y cuando comenzó a conducir el coche, aquella maldita característica de seguridad no le permitía conectar la información.

Se vio retenido por el tráfico de la autopista de Nueva Jersey, comenzó a tocar la bocina y a hacer señas a la gente como un loco. La mayoría de los conductores no le hicieron caso. Vio que algunos cogían el móvil, sin duda para llamar a la policía y avisar de que una persona había perdido el juicio en el atasco.

Myron llamó a Esperanza.

– ¿Alguna noticia?

– En el hospital no dicen nada por teléfono.

– Vale, llámame si te enteras de algo. Tendría que llegar allí dentro de unos diez o quince minutos.

Fueron quince.

La entrada en el aparcamiento del hospital fue bastante complicada. Estaba lleno y, después de dar varias vueltas, lo envió todo al diablo. Aparcó en doble fila, bloqueando la salida a alguien, y dejó las llaves puestas. Corrió hacia la entrada, pasó junto a un grupo de fumadores vestidos con batas de hospital y entró en la sala de urgencias. Se detuvo en el mostrador de entrada, detrás de otras tres personas, balanceándose de un pie a otro como si fuera un chico de dieciséis años que necesitara ir al lavabo urgentemente.

Por fin le llegó su turno. Le dijo a la recepcionista por qué estaba allí. La mujer que había detrás del mostrador mostraba esa implacable expresión de «ya lo he visto todo».

– ¿Es un familiar? -le preguntó en un tono que no podía resultar más indiferente.

– Soy su agente y amigo íntimo.

Exhaló un suspiro muy ensayado. Myron comprendió que iba a ser una pérdida de tiempo. Su mirada recorrió la sala, buscando a Lex, a la madre de Suzze o a alguien. Le sorprendió ver en un rincón a Loren Muse, jefa investigadora del condado. Myron había conocido a Muse tras la desaparición de una adolescente llamada Aimee Biel, hacía unos cuantos años. Muse sujetaba su libreta, hablaba con alguien y tomaba notas.

– ¿Muse?

Ella se volvió hacia él. Myron dirigió la mirada a su derecha y vio que estaba interrogando a Ryder. Lex tenía un aspecto horrible, el color había desaparecido de su rostro, sus ojos miraban al vacío y su cuerpo estaba derrumbado contra la pared. Muse cerró la libreta y se acercó a Myron. Era una mujer baja, de apenas un metro cincuenta de estatura, y Myron medía uno noventa. Se detuvo delante de él, alzó la mirada y le miró a los ojos. A Myron no le gustó lo que vio.

– ¿Cómo está Suzze? -preguntó Myron.

– Está muerta -contestó Muse.

17

Había sido una sobredosis de heroína.

Muse se lo explicó a Myron mientras él estaba a su lado, con la visión borrosa, sacudiendo la cabeza una y otra vez en una pertinaz negativa. Cuando por fin pudo hablar, preguntó:

– ¿Cómo está el bebé?

– Está vivo -respondió Muse-. Nació por cesárea. Es un niño. Parece que está bien, pero lo han ingresado en la unidad de cuidados intensivos para prematuros.

Myron intentó sentir algún alivio ante esa noticia, pero el asombro y la estupefacción seguían dominándole.

– Suzze no hubiese tratado de acabar con su vida, Muse.

– Pudo ser un accidente.

– No consumía.

Muse asintió de la manera que hacen los polis cuando no quieren discutir.

– Lo investigaremos.

– Estaba limpia.

Asintió de nuevo.

– Muse, te lo aseguro.

– ¿Qué quieres que te diga, Myron? Lo investigaremos, pero ahora mismo, todo indica que se trata de una sobredosis. No han forzado la entrada. No hay señales de lucha. También tiene un largo historial de consumo de drogas.

– Un historial. Eso pertenece al pasado. Iba a tener un bebé.

– Las hormonas -dijo Muse-. Nos hacen hacer cosas estúpidas.

– Venga, Muse. ¿Cuántas mujeres embarazadas de ocho meses se suicidan?

– ¿Cuántos drogadictos consiguen mantenerse limpios para siempre jamás?

Él pensó en su querida cuñada Kitty, otra adicta que no podía mantenerse limpia. El cansancio comenzó a pesarle en los huesos. Curiosamente, comenzó a pensar en su prometida. La hermosa Terese. De pronto decidió alejarse de todo eso ahora mismo, renunciar, sin más. Quería echarlo todo por la borda. Al diablo con la verdad. Al diablo con la justicia. Al diablo con Kitty, Brad, Lex y todos los demás. Tomaría el primer avión con destino a Angola y se reuniría con la única persona que conseguiría hacerle olvidar esa locura.

– ¿Myron?

Concentró su atención en Muse.

– ¿Puedo verla? -preguntó.

– ¿Te refieres a Suzze?

– Sí.

– ¿Por qué?

No estaba seguro. Quizás era la típica necesidad de sentir que aquello fuese real, o de encontrar -por Dios, cuánto detestaba esa expresión- alguna especie de punto final. Recordó el movimiento de la coleta de Suzze cuando jugaba al tenis. Pensó en cuando ella posaba para aquellos divertidos anuncios de La-La-Latte, en su risa fácil, en su manera de masticar chicle en la pista y en la expresión de su rostro cuando le pidió que fuese el padrino de su hijo.

– Se lo debo.

– ¿Vas a investigarlo?

Él sacudió la cabeza.

– El caso es todo tuyo.

– Ahora mismo no hay caso. Es una sobredosis.

Se internaron por el pasillo y se detuvieron delante de una puerta en el ala de partos.

– Espera aquí -le pidió Muse.

Entró. Cuando salió, le dijo:

– El patólogo del hospital está con ella. La ha limpiado, ya sabes, después de la cesárea.

– Vale.

– Hago esto porque todavía te debo un favor -dijo Muse.

Él asintió.

– Considéralo pagado.

– No lo quiero pagado. Quiero que seas sincero conmigo.

– De acuerdo.

Ella abrió la puerta y le hizo entrar en la sala. El hombre que estaba de pie junto a la camilla -Myron supuso que era el patólogo- vestía una bata y permanecía inmóvil. Suzze estaba acostada boca arriba. La muerte no te hace parecer más joven ni más viejo, ni estar en paz o perturbado. La muerte te hace parecer vacío, hueco, como si algo hubiese escapado de tu interior y de repente te hubieras convertido en una casa abandonada. La muerte convierte el cuerpo en un objeto inanimado: una silla, un archivador, una piedra. Polvo eres y en polvo te convertirás, ¿no? A Myron le hubiera gustado creer en todas esas racionalizaciones, en todo aquello de que la vida continúa, de que un eco de Suzze seguiría viviendo a través de su hijo en la sala de recién nacidos, pero ahora mismo no podía hacerlo.

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