Harlan Coben - El último detalle

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El plácido descanso caribeño de Myron Bolitar -ex baloncestista de élite retirado por una lesión- junto a una curvilínea presentadora de la CNN se ve bruscamente interrumpido por una mala noticia: Esperanza Díaz, socia de Myron en MB SportsReps, agencia deportiva con sede en Manhattan, ha sido detenida por asesinato. La acusan de haber acabado con la vida de Clu Haid, pitcher de los New York Yankees, hermano de fraternidad de Myron en la Universidad de Duke y cliente de la agencia en la actualidad; el muerto, una estrella del béisbol en declive, se había visto envuelto últimamente en un escándalo de consumo de heroína, lo que acabó definitivamente con su carrera. Bolitar interrumpe inmediatamente sus vacaciones, pero cuando llega a Nueva York se encuentra con que ni Esperanza ni su abogado quieren hablar con él. Sólo una cosa está clara: la mujer oculta algo, pero Myron no sabe si tiene que ver con su vida personal o con el trabajo. La investigación le conduce a hechos y lugares sórdidos, incluido un lamentable incidente de su propio pasado que preferiría olvidar, y, sin saber cómo, ha llegado a un callejón sin salida: todo le señala como único sospechoso.
En esta sexta entrega de la serie protagonizada por el agente deportivo, Myron Bolitar se enfrenta al caso más extraño y difícil de su vida. Un verdadero reto para el lector.

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Myron fue a su coche de alquiler. Dio la vuelta a la manzana. Ninguna sombra. Al menos no tan obvia como la anterior. No importa. Él iba a la mansión de los Mayor en Long Island. No importaba si alguien lo sabía.

Pasó el tiempo en el coche trabajando con el móvil. Tenía dos jugadores de fútbol sala -fútbol en un campo más pequeño, para aquellos que no lo saben-, ambos esperando encontrar un lugar en la plantilla de algún equipo de la NFL antes de que se cerrasen los pases. Myron llamó a los equipos, pero nadie estaba interesado. Muchísimas personas le preguntaron por el asesinato. Se las quitó de encima. Sabía que sus esfuerzos eran un tanto fútiles, pero insistió. Muy bien por su parte. Intentó concentrarse en su trabajo, intentó perderse en el bendito aturdimiento de lo que hacía para ganarse la vida. Pero el mundo continuaba colándose. Pensó en Esperanza en la cárcel. Pensó en Jessica en California. Pensó en Bonnie Haid y sus hijos huérfanos en casa. Pensó en Clu en formaldehído. Pensó en la llamada telefónica de su padre. Y curiosamente, continuó pensando en Terese sola en aquella isla.

Tapó todo el resto.

Cuando llegó a Muttontown, una parte de Long Island que de alguna manera se le había escapado antes, giró a la derecha por una carretera arbolada. Condujo unos tres kilómetros, y pasó quizá por delante de tres entradas. Por fin llegó a una sencilla reja de hierro con un pequeño cartel que rezaba «The Mayors». Había varias cámaras de seguridad y un portero automático. Apretó el botón. Se oyó una voz de mujer que preguntaba:

– ¿En qué puedo ayudarle?

– Myron Bolitar para ver a Sophie Mayor.

– Por favor entre. Aparque delante de la casa.

Se abrió la reja. Myron condujo por una colina un tanto empinada. Ambos lados del camino de entrada estaban bordeados por un seto muy alto, y le daban la sensación de ser una rata en un laberinto. Vio unas cuantas cámaras de seguridad. Todavía ninguna señal de la casa. Cuando llegó a lo alto de la colina, se encontró en un claro. Había una pista de tenis con la hierba un tanto crecida y un campo de croquet. Muy Norma Desmond. Pasó por otra curva. Tenía la casa delante. Era una mansión, por supuesto, aunque no tan enorme como algunas que Myron había visto. Las hiedras se enganchaban en el estuco amarillo pálido. Las ventanas parecían emplomadas. Todo el escenario gritaba Locos Años 20. Myron casi esperaba ver a Scott y Zelda aparcar detrás de él en un elegante descapotable.

Esta parte del camino estaba hecha de cantos rodados en lugar de ser de asfalto. Los neumáticos los aplastaron a su paso. Había una fuente en medio de la rotonda, a unos cinco metros delante de la puerta. En el centro, Neptuno desnudo con un tridente en la mano. Myron advirtió que la fuente era una reproducción a escala de la fuente de la Piazza della Signoria en Florencia. El agua subía pero no muy alto o sin mucho entusiasmo, como si alguien hubiese puesto la presión del agua en «orinar suave».

Myron aparcó. Había una piscina cuadrada a la derecha, con el detalle de los nenúfares flotando en la superficie. El Giverny de los pobres. Había estatuas en el jardín, de nuevo algo de la vieja Italia, Grecia o algo así. Parecidas a Venus de Milo pero con todos los miembros.

Se bajó del coche y se detuvo. Pensó por un momento en lo que iba a desenterrar, y por un instante consideró darse la vuelta. «¿Por qué» -se preguntó de nuevo- tengo que decirle a esta mujer que su hija desaparecida se fundía en un disquete?» No obtuvo respuesta.

Se abrió la puerta. Una mujer con un atuendo informal lo llevó por un pasillo hasta una gran habitación con el techo de cinc muy alto, montones de ventanas y una vista casi decepcionante de más estatuas blancas y bosque. El interior era art déco, pero sin matarse. Bonito. Excepto, por supuesto, por los trofeos de caza. Pájaros embalsamados ocupaban las estanterías. Los pájaros parecían sobresaltados. Probablemente lo estaban. ¿Quién podía culparlos?

Myron se volvió y miró la cabeza de un ciervo. Él esperaba a Sophie Mayor. El ciervo también esperaba. El ciervo parecía muy paciente.

– Adelante -dijo una voz.

Myron se volvió. Era Sophie Mayor. Vestía unos tejanos sucios de tierra y una camisa a cuadros, la quintaesencia de la botánica de fin de semana.

Nunca desprovisto de una ingeniosa apertura, Myron replicó:

– ¿Adelante y qué?

– Haga el sarcástico comentario sobre la caza.

– No he dicho nada.

– Vamos, vamos, Myron. ¿No cree que la caza es una barbarie?

Myron se encogió de hombros.

– Nunca lo había pensado.

No era verdad, pero qué diablos.

– Pero no la aprueba, ¿verdad?

– No me corresponde a mí aprobar.

– Qué tolerante. -Sophie sonrió-. Pero por supuesto usted nunca lo haría, ¿me equivoco?

– ¿Cazar? No, no es lo mío.

– Cree que es inhumano. -Hizo un gesto con la barbilla hacia al ciervo embalsamado-. Matar a la mamá de Bambi y todo eso.

– No, sólo que no es para mí.

– Comprendo. ¿Es vegetariano?

– No como mucha carne roja -admitió Myron.

– No hablo de su salud. ¿Alguna vez ha comido algún animal muerto?

– Sí.

– ¿Por lo tanto cree más humano matar, digamos, a un pollo o a una vaca que matar a un ciervo?

– No.

– ¿Tiene idea de las terribles torturas por las que pasa una vaca antes de ser sacrificada?

– Para comida -señaló Myron.

– ¿Perdón?

– La sacrifican para comida.

– Yo como lo que mato, Myron. Su amigo -hizo un gesto hacia el ciervo paciente- fue descuartizado y comido. ¿Se siente mejor?

Myron lo pensó.

– No vamos a comer, ¿verdad?

La respuesta provocó una ligera risa.

– No voy a entrar en toda la discusión de la cadena alimentaria -continuó Sophie Mayor-. Pero Dios creó un mundo donde la única manera de sobrevivir es matar. Todos matamos. Incluso los más estrictos vegetarianos tienen que arar los campos. ¿No cree que arar mata a un sinfín de animales pequeños e insectos?

– En realidad nunca lo he pensado.

– Cazar es ensuciarse las manos, es más sincero. Cuando usted se sienta y come un animal, no tiene aprecio por el proceso, por el sacrificio hecho para que usted pueda sobrevivir. Deja que algún otro haga la matanza. Usted está por encima de eso sin ni siquiera pensarlo. Cuando yo como un animal, lo tengo todo mucho más claro. No lo hago porque sí. No lo despersonalizo.

– Vale -dijo Myron-, ya que estamos en el tema, ¿qué pasa con los cazadores que no matan por la comida?

– La mayoría comen lo que matan.

– ¿Pero qué pasa con aquellos que matan por deporte? Quiero decir, ¿no es también una parte?

– Sí.

– ¿Qué pasa con eso? ¿Qué pasa con matar sólo por deporte?

– ¿Como opuesto a qué, Myron? ¿Matar por un par de zapatos? ¿Por un bonito abrigo? Es pasar un día entero al aire libre, para llegar a comprender cómo funciona la naturaleza y apreciar su abundante gloria, ¿es menos digno que una cartera de cuero? Si vale la pena matar a un animal porque usted prefiere su cinturón hecho de piel de animal en lugar de algo fabricado por el hombre, ¿no es digno matar porque usted simplemente disfruta con la emoción?

Myron no dijo nada.

– Siento meterme con usted por este tema. Pero la hipocresía me pone de los nervios. Todos quieren salvar a las ballenas, pero ¿qué pasa con los miles de peces y calamares que una ballena se come cada día? ¿Sus vidas valen menos porque no son tan bonitos? ¿Alguna vez se ha fijado en que nadie quiere salvar a los animales feos? Las mismas personas que creen que cazar es un acto de barbarie levantan cercas especiales para que los ciervos no se puedan comer sus preciosos jardines. Por lo tanto, hay una superpoblación de ciervos y se mueren de hambre. ¿Es eso mejor? Y vale más que no comience con las llamadas ecofeministas. Dicen que los hombres cazan, pero que las mujeres son demasiado gentiles. Menuda estupidez sexista. ¿Quieren ser medioambientalistas? ¿Quieren mantenerse lo más cerca posible a un estado natural? Entonces deben comprender la verdad universal de la naturaleza. Si no matas, mueres.

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