La paciencia y la espada derrotarán a los pecadores.
Las rubias comenzaron a venir hacia mí, pese a ser quien tenía el arma. Algunas continuaron con la cantinela. Otras gritaron. Unas cuantas, las más aterrorizadas, se ocultaron detrás de la mujer embarazada vestida con el burka. Me moví deprisa hacia las escaleras. Desde arriba, llegó una voz conocida que decía mi nombre.
– ¿Bolitar? ¿Bolitar?
Le di la espalda a la monstruosidad nacida en el infierno que estaba debajo, subí las escaleras, me zambullí a través de la puerta y la cerré. Como si eso pudiese ayudar. Como si eso pudiese hacer que todo desapareciese.
Jones estaba allí. También sus hombres con chalecos antibalas. Jones vio la expresión de mi rostro.
– ¿Qué pasa? -me preguntó-. ¿Qué hay ahí abajo?
Pero yo ni siquiera podía hablar, ni siquiera podía formar las palabras. Corrí al exterior, hacia Berleand. Me tumbé junto a su cuerpo inmóvil. Esperaba un cambio, rogaba para que quizás en la confusión hubiese cometido un error. No lo había hecho. Berleand, aquel pobre y maravilloso cabrón, estaba muerto. Lo retuve un segundo, quizás dos. No más.
El trabajo no se había acabado. Berleand hubiese sido el primero en decírmelo.
Todavía necesitaba encontrar a Carrie.
Mientras corría hacia la casa, llamé a Terese. Ninguna respuesta.
Me uní al grupo de búsqueda. Jones y sus hombres ya estaban en el sótano. Hicieron subir a las rubias. Las miré, miré sus ojos llenos de odio. Ninguna era Carrie. Encontramos a otras dos mujeres vestidas con los tradicionales burkas negros. Ambas estaban embarazadas. Los agentes comenzaron a llevarse a las prisioneras al exterior; Jones me miró con una expresión de horror e incredulidad. Miré atrás y asentí. Estas mujeres no eran madres. Eran incubadoras, portadoras de embriones.
Buscamos un poco más, abrimos todos los armarios, encontramos manuales de entrenamiento y películas, ordenadores, horror sobre horror. Pero no a Carrie.
Saqué el móvil y volví a llamar a Terese. Siguió sin responder. No estaba en el móvil. No estaba en el apartamento del Dakota.
Salí con paso inseguro. Win había llegado. Me esperaba en la galería. Nuestras miradas se encontraron.
– ¿Terese? -pregunté.
Win sacudió la cabeza.
– Se ha ido.
De nuevo.
Provincia de Cavinda. Angola, África
Tres semanas más tarde.
Llevamos viajando en esta camioneta desde hace más de ocho horas a través del más desquiciado territorio. No he visto ni una persona o siquiera un edificio en más de seis horas. Había estado antes en zonas remotas, pero esta eleva la condición de remota a la enésima potencia.
Cuando llegamos a la choza, el conductor se detiene y apaga el motor. Me abre la puerta y me alcanza la mochila. Me señala el sendero. Me dice que hay un teléfono en la choza. Cuando quiera regresar, debo llamarlo. Vendrá a recogerme. Le doy las gracias y comienzo a caminar por el sendero.
Siete kilómetros más adelante, veo el claro.
Terese está allí. Me da la espalda. Cuando regresé al Dakota aquella noche, ella, como había dicho Win, se había ido. Había dejado una nota escueta:
«Te quiero tanto, tanto».
No había más.
Terese se ha teñido el pelo de negro. Supongo que lo mejor para mantenerse oculta. Las rubias destacarían, incluso aquí. Me gusta el cambio. La miro caminar alejándose de mí, y no puedo evitar la sonrisa. Mantiene la cabeza erguida, los hombros echados hacia atrás, la postura perfecta. Recuerdo aquel vídeo de la cámara de vigilancia, la manera como había visto que Carrie tenía la misma postura perfecta, el mismo caminar lleno de confianza.
Terese está rodeada por tres mujeres negras con vistosos atavíos. Camino hacia ellas. Una de las mujeres me ve y le susurra algo. Terese se vuelve, curiosa. Cuando sus ojos me ven, todo su rostro se ilumina. También, supongo, el mío. Deja caer el cesto que sujeta y corre en mi dirección. No hay ningún titubeo. Corro a su encuentro. Me rodea con los brazos y me acerca a ella.
– Dios, te he echado de menos -dice.
La abrazo. Eso es todo. No quiero decir nada. Todavía no. Quiero fundirme en este abrazo. Quiero desaparecer en él y permanecer en sus brazos para siempre. En lo más profundo de mi alma sé que es donde pertenezco, abrazándola, y solo por unos momentos, quiero y necesito esa paz.
– ¿Dónde está Carrie? -pregunto.
Me coge de la mano y me lleva hasta una esquina del claro. Señala a través del campo hacia otro pequeño claro. A unos cien metros, Carrie está sentada con dos chicas negras de su edad. Todas trabajan en algo. No sé en qué. Recogen o pelan. Las chicas negras se ríen. Carrie no.
Carrie también tiene el pelo teñido de negro.
Me vuelvo hacia Terese. Miro sus ojos azules con el borde dorado alrededor de las pupilas. Su hija tiene el mismo anillo dorado. Lo vi en aquella foto. El andar confiado, el anillo de oro. El inconfundible eco genético.
«¿Qué más se ha transmitido?», me pregunté.
– Por favor, comprende por qué tuve que huir -dice Terese-. Es mi hija.
– Lo sé.
– Tenía que salvarla.
– Sí.
– Ella te dio su número de teléfono la primera vez que llamó.
– Sí.
– Podrías habérmelo dicho.
– Lo sé. Pero escuché a Berleand. No vale la vida de miles de personas para nadie excepto para mí.
La mención de Berleand me provoca un dolor agudo. Me pregunto qué decir después. Me protejo los ojos y miro de nuevo hacia Carrie.
– ¿Comprendes lo que ha sido su vida?
Terese no mira, no parpadea.
– Fue criada por terroristas.
– Es peor que eso. Mohammad Matar hizo su residencia médica en el Columbia-Presbyterian en el mismo momento en que la fertilización in vitro y el almacenamiento de embriones comenzaba a ser importante. Vio la oportunidad para un golpe terrible: paciencia y la espada. Salvar a los Ángeles era un grupo terrorista radical que se disfrazaba como cristianos de extrema derecha. Utilizó la coerción y la mentira para conseguir los embriones. No los dio a parejas estériles. Utilizó a las mujeres musulmanas simpatizantes con su causa como madres de alquiler. Como un almacén hasta que los embriones naciesen. Entonces él y sus seguidores criaron a sus hijos para que fueran terroristas desde el primer día. Nada más. A Carrie no se le permitió relacionarse con nadie. Nunca conoció el amor, ni siquiera en la niñez. Nunca conoció la ternura. Nadie la abrazó. Nadie la consoló cuando lloraba en su sueño. Ella y los demás fueron adoctrinados desde el primer día de su vida para matar infieles. Eso es lo que hay. Nada más. Fueron criados para ser el arma final, para pasar como uno de nosotros y estar preparados para la guerra santa final. Imagínatelo. Matar buscaba embriones de padres rubios y de ojos azules. Sus armas podían ir a cualquier parte porque quién iba a sospechar de ellos.
Espero que Terese reaccione, que haga un gesto. No lo hace.
– ¿Los capturaste a todos?
– No fui yo. Deshice el grupo principal en Connecticut. Jones encontró más información en el interior de aquella casa y supongo que algunos de los terroristas supervivientes fueron interrogados. -No quería pensar en cómo, o quizás sí, ya no lo sé-. Muerte Verde tenía otro campamento en las afueras de París. Fue asaltado en cuestión de horas. El Mossad y los israelíes bombardearon un gran campo de entrenamiento en la frontera sirio-iraquí.
– ¿Qué pasó con los niños?
– A algunos los mataron. Otros están en custodia.
Terese comienza a bajar la colina.
– ¿Crees que como Carrie nunca conoció antes el amor ahora no debería conocerlo?
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