– Me lo dijo.
– Y que correspondían a los de Miriam Collins.
– Lo sé.
– Entonces perdóneme pero no le entiendo. ¿Por qué estaría interesado en proteger a esta probablemente terrorista peligrosa?
– No puedo decírselo a menos que esté de acuerdo en trabajar conmigo.
– ¿Y mantener a Jones fuera?
– Sí.
– ¿Por qué quiere proteger a la muchacha rubia, que es una presunta implicada en los asesinatos de Karen Tower y Mario Contuzzi?
– Como dijo, presunta.
– Por eso tenemos tribunales.
– No quiero verla en uno. Lo comprenderá en cuanto le diga lo que sé.
Berleand guardó silencio.
– ¿Tenemos un trato? -pregunté.
– Hasta cierto punto.
– ¿Qué significa?
– Significa que una vez más está pensando a corto plazo. Solo le preocupa una persona. Lo comprendo. Asumo que me explicará en unos momentos por qué es importante para usted. Pero lo que estamos tratando podría atañer a miles de vidas. Miles de padres, madres, hijos e hijas. La charla que escuché sugiere que hay en marcha algo muy grande, no solo un ataque, sino una serie de ataques a lo largo de varios meses. En realidad no me importa una muchacha, no si lo comparo con los miles que pueden morir.
– Entonces, ¿qué me promete?
– No me dejó acabar. Que no me importe la muchacha tiene una doble cara. No me importa si la atrapan y no me importa si escapa al juicio. Así que, sí, estoy con usted. Intentaremos solucionar esto nosotros mismos; algo que he estado haciendo muy bien solo. Pero si nos vemos superados en número o potencia de fuego, me reservo el derecho de llamar a Jones. Mantendré mi palabra y le ayudaré a proteger a la muchacha. Pero aquí la prioridad es detener a los terroristas antes de que cumplan con su misión. Una vida no vale la de miles.
Pensé en ello.
– ¿Tiene hijos, Berleand?
– No. Pero por favor no me venga con el rollo paterno. Es insultante -hizo una breve pausa y añadió-: Espere, ¿me está diciendo que la muchacha rubia es hija de Terese Collins?
– En cierta manera.
– Explíquese.
– ¿Tenemos un trato?
– Sí, con las reservas que acabo de explicarle. Dígame lo que sabe.
Se lo conté todo, las visitas a Salvar a los Ángeles, a la Official Photography de Albin Laramie, el descubrimiento de las adopciones de los embriones, la llamada «a mamá» que Terese acababa de recibir. Me interrumpió varias veces con sus preguntas. Se las respondí lo mejor que pude. Cuando acabé se lanzó sin más.
– En primer lugar, necesitamos encontrar la identidad de la muchacha. Haremos copias de la foto. Le enviaré una a Lefebvre. Si es norteamericana, quizás estuvo en París en algún programa de intercambio. Podrá mostrarla por ahí.
– Vale.
– ¿Dijo que la llamada llegó al móvil de Terese?
– Si.
– Supongo que el número no apareció en la pantalla.
No se me había ocurrido preguntar. Miré a Terese. Ella asintió.
– Sí -respondí.
– ¿A qué hora?
Miré a Terese. Ella miró en su registro de llamadas y me la dijo.
– Le llamaré de nuevo en cinco minutos -dijo Berleand. Colgó.
– ¿Todo en orden? -preguntó Win, que entraba en ese momento.
– De coña.
– Ya nos hemos encargado de tus padres. También de Esperanza y del despacho.
Asentí. El teléfono sonó de nuevo. Era Berleand.
– Quizás tenga algo.
– Adelante.
– La llamada a Terese se hizo desde un móvil desechable adquirido al contado en Danbury, Connecticut.
– Es una ciudad bastante grande.
– A lo mejor puedo reducirla un poco. Le dije que habíamos escuchado conversaciones que provenían de una posible célula en Pa-terson, Nueva Jersey.
– Así es.
– La mayoría de las comunicaciones van o vienen de ultramar, pero hemos visto algunas que permanecen en Estados Unidos. ¿Sabe que muchos criminales a menudo se comunican por correo electrónico?
– Tiene su lógica.
– Porque es un tanto anónimo. Abren una cuenta con un proveedor gratuito y las utilizan. Lo que muchas personas no saben es que ahora podemos saber dónde se creó la cuenta. No es que ayude mucho. La mayoría de las veces se abren desde un ordenador público, en una biblioteca o un cibercafé, algo por el estilo.
– ¿Y en este caso?
– La conversación mencionaba una dirección creada hace ocho meses en la biblioteca Mark Twain, en Redding, Connecticut, a menos de quince kilómetros de Danbury.
Pensé.
– Es un vínculo.
– Sí. Más que eso, la biblioteca la utilizan muchos estudiantes de la academia Carver. Podríamos tener suerte. Su «Carrie» podría ser una de las estudiantes.
– ¿Puede comprobarlo?
– Ahora me llaman. Redding está a una hora y media de aquí. Podríamos ir hasta allí y mostrar la foto.
– ¿Quiere que conduzca yo?
– Creo que será lo mejor -respondió Berleand.
Convencí a Terese para que se quedase por si necesitábamos algo en la ciudad, una tarea bastante difícil. Le prometí que le llamaríamos en el momento en que supiésemos algo. Aceptó a regañadientes. No hacía falta que estuviésemos todos allí y dispersar nuestros recursos. Win permanecería cerca, sobre todo para proteger a Terese, pero ellos podían intentar investigar otros caminos. La clave era, con toda probabilidad, Salvar a los Ángeles. Si podíamos encontrar sus archivos, nos enteraríamos del nombre completo de Carrie y de la dirección, buscar a sus padres adoptivos, de alquiler o como quiera que se llamen, y ver si de esa manera podíamos encontrarla.
En el camino, Berleand me preguntó:
– ¿Alguna vez se ha casado?
– No. ¿Y usted?
– Cuatro veces. -Sonrió.
– Vaya.
– Todos acabaron en divorcio. No lamento ninguno.
– ¿Sus ex esposas dirían lo mismo?
– Lo dudo. Pero ahora somos amigos. No soy bueno reteniendo a las mujeres, solo consiguiéndolas.
Sonreí.
– No me imaginaba que usted fuera de esa clase.
– ¿Porque no soy guapo?
Me encogí de hombros.
– La imagen está sobrevalorada -dijo él-. ¿Sabe qué tengo?
– No me lo diga. Un gran sentido del humor, ¿verdad? Según las revistas femeninas, el sentido del humor es la cualidad más importante en un hombre.
– Sí, por supuesto, y el cheque está en el correo -dijo Berleand.
– Así que no es eso.
– Soy un hombre muy divertido, pero no es eso.
– ¿Y entonces qué? -pregunté.
– Se lo dije antes.
– Dígamelo de nuevo.
– El carisma. Tengo un carisma casi sobrenatural.
Sonreí.
– Eso es difícil de rebatir.
Redding era más rural de lo que había esperado, una tranquila y poco pretenciosa ciudad de arquitectura de los puritanos de Nueva Inglaterra, casas suburbanas postmodernas de pésima construcción, tiendas de antigüedades junto a la carretera, granjas viejas. Encima de la puerta verde de la modesta biblioteca una placa anunciaba:
«BIBLIOTECA MARK TWAIN»
Abajo, en letras de imprenta más pequeñas:
«DONACIÓN DE SAMUEL L. CLEMENS»
Me pareció curioso, pero no era el momento de pararse. Nos dirigimos a la mesa de la bibliotecaria.
Dado que Berleand tenía la placa oficial, incluso aunque estuviese muy lejos de su jurisdicción, le dejé llevar la voz cantante.
– Hola -le dijo a la bibliotecaria. Su placa de identificación decía «Paige Wesson». Nos dirigió una mirada de hastío, como si Berleand estuviese devolviendo un libro que se había llevado hacía mucho y le ofreciera una pobre excusa que había escuchado un millón de veces-. Estamos buscando a esta joven desaparecida. ¿La ha visto?
Le mostró la placa en una mano y la foto de la rubia en la otra. La bibliotecaria miró primero la placa.
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