Algo sonó en mi cabeza. Aceleré el paso.
– ¿Myron?
Oí detrás de nosotros el ruido de la cadena contra el suelo y luego un coche. Caminé más rápido, con el deseo de echar una mirada. Miré atrás en el momento en que se detenía un coche de la policía del condado. Berleand se detuvo. Yo no.
– ¿Señor? Está entrando en una propiedad privada.
Llegué a la esquina. Había una cerca que rodeaba la propiedad. Más seguridad. Pero desde ese punto ventajoso, veía la fachada de la mansión.
– Deténgase donde está. Ya ha ido bastante lejos.
Me detuve. Miré la casa. La visión confirmó lo que había sospechado desde que había visto las buhardillas. Tenía el aspecto del hostal perfecto, una pintoresca y casi exagerada casa victoriana con torres, torretas, vidrieras, una galería, y sí, un techo con buhardillas.
La había visto en la página web de Salvar a los Ángeles.
Era uno de sus hogares para madres solteras.
Dos agentes de policía salieron del coche.
Eran jóvenes, musculosos y caminaban con el garbo airoso de los polis. También llevaban sombreros de la Policía Montada. Pensé que los sombreros de la Policía Montada tienen un aspecto ridículo y parecen contraproducentes para las actividades de las fuerzas de la ley, pero eso me lo callé.
– ¿Podemos hacer algo por ustedes caballeros? -preguntó uno de los agentes.
Era el más alto de los dos, las mangas de la camisa cortaban sus bíceps como dos torniquetes. Su placa de identificación ponía: «Taylor».
Berleand sacó la foto.
– Buscamos a esta chica.
El agente cogió la foto, la miró y se la pasó a su compañero, que, según la placa, se llamaba «Erickson».
– ¿Usted es? -preguntó Taylor.
– El capitán Berleand de la Brigade Criminelle de París.
Berleand le entregó a Taylor la placa y la identificación. Taylor las cogió con dos dedos como si Berleand le hubiese dado una bolsa de papel con excrementos de perro. Observó la identificación por un momento y luego me señaló a mí con la barbilla.
– ¿Quién es su amigo?
Levanté una mano en señal de saludo.
– Myron Bolitar. Es un placer conocerlo.
– ¿Qué relación tiene usted con esto, señor Bolitar?
Iba a decir que era una larga historia, pero entonces pensé que quizás no era tan complicado.
– La muchacha que buscamos puede ser la hija de mi novia.
– ¿Puede ser? -Taylor miró a Berleand-. Bien, inspector Clouseau, ¿quiere usted decirme qué están haciendo aquí?
– Inspector Clouseau -repitió Berleand -.Es muy divertido. Porque soy francés, ¿no?
Taylor solo lo miró.
– Trabajo en un caso de terrorismo internacional -respondió Berleand.
– ¿Es un hecho?
– Sí. El nombre de esta chica ha aparecido en el curso de las investigaciones. Creemos que vive aquí.
– ¿Tiene usted una orden?
– El tiempo es esencial.
– Lo interpretaré como un no. -Taylor suspiró y miró a su compañero, Erickson. Erickson mascaba un chicle sin decir palabra. Taylor me miró-. ¿Es verdad, señor Bolitar?
– Lo es.
– Entonces, ¿la quizás hija de su novia está mezclada en una investigación de terrorismo internacional?
– Sí.
Se rascó un granito que tenía en su mejilla de bebé. Intenté adivinar sus edades. Lo más probable es que tuviesen veintitantos, aunque bien podían pasar por adolescentes. ¿Cuándo habían comenzado los polis a parecer tan jóvenes?
– ¿Sabe qué es este lugar? -preguntó Taylor.
Berleand comenzó a sacudir la cabeza, incluso mientras yo decía:
– Es un hogar para madres solteras.
Taylor asintió.
– Se supone que es confidencial.
– Lo sé.
– Pero tiene toda la razón. Por lo tanto, comprenderá por qué se preocupan tanto por proteger su intimidad.
– Lo comprendemos.
– Si un lugar como éste no es un refugio seguro, ¿qué lo es? Vienen aquí para escapar de las miradas curiosas.
– Lo entiendo.
– ¿Está seguro de que la quizás hija de su novia no está aquí porque está embarazada?
Me pareció una pregunta justa.
– Eso es irrelevante. El capitán Berleand se lo puede decir. Esto va de un complot terrorista. Si está embarazada o no, no supondrá ninguna diferencia.
– Las personas que dirigen este lugar nunca han causado ningún problema.
– Lo comprendo.
– Esto sigue siendo Estados Unidos de América. Si no le permiten entrar en su propiedad, usted no tiene ningún derecho a estar aquí sin una orden.
– Eso también lo comprendo -dije. Miré hacia la mansión-. ¿Fueron ellos quienes los llamaron?
Taylor me miró, y supuse que estaba a punto de decirme que no era asunto mío. En vez de eso, miró también hacia la casa.
– Por curioso que resulte, no. Por lo general lo hacen. Cuando entran los chicos, lo que sea. Nos enteramos de ustedes por Paige Wesson, de la biblioteca, y luego alguien lo vio perseguir a un chico en la academia Carver.
Taylor continuó mirando la casa como si acabase de materializarse.
– Por favor, escúcheme -dijo Berleand-. Éste es un caso muy importante.
– Esto sigue siendo Estados Unidos -repitió Taylor-. Si ellos no quieren hablar con usted, tendrá que aceptarlo. Dicho esto… -Taylor miró de nuevo a Erickson-. ¿Ves alguna razón para no llamar a la puerta y mostrarles la foto?
Erickson lo pensó un momento. Sacudió la cabeza.
– Ustedes dos quédense aquí.
Se adelantaron, abrieron la verja y caminaron hacia la puerta principal. Oí un motor en el fondo. Me volví. Nada. Quizás un coche que pasaba por la carretera principal. El sol se había puesto, se oscurecía el cielo. Miré la casa. Una quietud total. No había visto ningún movimiento, ninguno desde que habíamos llegado.
Oí el motor de otro coche, esta vez en la dirección general de la casa. De nuevo no vi nada. Berleand se me acercó.
– ¿No tiene un mal presentimiento? -preguntó.
– No tengo uno bueno.
– Creo que deberíamos llamar a Jones.
Sonó mi móvil en el momento en que Taylor y Erickson llegaban a la escalinata de la galería. Era Esperanza.
– Tengo algo que debes ver.
– ¿Sí?
– ¿Recuerdas que te dije que el doctor Jiménez había asistido a un seminario de Salvar a los Ángeles?
– Sí.
– Encontré a otras personas que también lo hicieron. Visité sus páginas en Facebook. Uno de ellos tiene toda una galería de fotos de los asistentes. Te envío una. Es una foto del grupo. El doctor Jiménez está de pie en el extremo derecho.
– Vale, espero a que cortes.
Colgué y el Blackberry comenzó a zumbar. Abrí el e-mail de Esperanza y cliqué en el adjunto. La foto se cargó poco a poco. Berleand miró por encima de mi hombro.
Taylor y Erickson llegaron a la puerta principal. Taylor tocó el timbre. Un adolescente rubio abrió la puerta. No estaba lo bastante cerca como para oírlos. Taylor dijo algo. El chico respondió.
La foto se cargó en mi Blackberry. La pantalla era muy pequeña, y también lo eran los rostros. Apreté la opción de zoom, moví el cursor a la derecha y otra vez el zoom. La figura se amplió, pero entonces era borrosa. Apreté el enfoque. Apareció un reloj de arena mientras se enfocaba la foto.
Miré de nuevo la puerta principal de la casa victoriana. Taylor se adelantó, como si quisiese entrar. El chico rubio levantó la mano. Taylor miró a Erickson. Vi la sorpresa en su rostro. Ahora oía a Erickson. Sonaba furioso. El adolescente parecía asustado. Aproveché la espera para acercarme.
La foto quedó enfocada. La miré, vi el rostro del doctor Jiménez, y casi dejé caer el teléfono. Fue una conmoción, sin embargo, al recordar lo que Jones me había dicho, las cosas comenzaron a encajar de una manera fulminante.
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