Harlan Coben - Desaparecida

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Myron Bolitar no es uno más. Es la única esperanza de Terese Collins. Hace ocho años ambos huyeron a una isla caribeña para dedicarse a amarse. Pero ella desapareció sin dejar ni el más mínimo rastro, incluso para alguien tan avieso como Bolitar. Hasta que sonó el teléfono a las cinco de la mañana. Sólo dijo: «Ven a Parísۛ», dejando el aroma de un encuentro romántico, sensual, lleno de fantasías, con el que recuperar el tiempo perdido. Pero Bolitar ya presagiaba que Terese había pronunciado aquellas palabras con otra intención: era un grito de socorro.
Rick, el ex marido de Collins y periodista estrella de la CNN, ha aparecido asesinado en París. Ella es la única sospechosa. La prueba preliminar de ADN, sin embargo, señala a otra: su hija. ¿Pero no murió hace más de diez años? Bolitar nunca habría imaginado todo lo que ocultaba Terese Collins: un íntimo secreto que sólo devastará a los dos, sino que podría cambiar el mundo. Un secreto en el que se cruza el periodismo y la Interpol, incluso el Mossad.

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Tenía la esperanza de que se asustase y errase el tiro.

Apuntó el arma. Vi sus ojos y la calma que la sencilla certidumbre moral da a un hombre. No tenía ninguna oportunidad. Ahora lo tenía claro. No fallaría. Entonces, una fracción de segundo antes de que apretase el gatillo, aulló de dolor y miró hacia abajo.

Berleand le mordía la pantorrilla, la sujetaba con los dientes como un rottweiler furioso.

El arma del jefe bajó para apuntar al cráneo de Berleand. Con una descarga de adrenalina, me lancé hacia él, con los brazos por delante. Pero antes de que pudiese llegar, oí el disparo y vi el retroceso del arma. El cuerpo de Berleand se sacudió cuando alcancé al jefe. Rodeé con los brazos al hijo de puta y mantuve el impulso de la inercia. En la caída, coloqué mi antebrazo contra la nariz del cabrón. Caíamos con fuerza, todo el peso de mi cuerpo detrás del antebrazo. Su nariz reventó como una calabaza. La sangre me salpicó en la cara. La noté caliente en mi piel. Gritó, pero aún le quedaban fuerzas para luchar. A mí también. Eludí un golpe con la cabeza. Intentó rodearme con un abrazo de oso. Un movimiento fatal. Dejé que sus brazos me rodeasen. Cuando comenzó a apretar, liberé los brazos en el acto. Ahora estaba del todo indefenso. No vacilé. Pensé en Berleand, en cómo ese hombre había hecho sufrir a mi amigo. Era hora de acabar con esto.

Los dedos de mi mano derecha formaron una garra. No fui a por los ojos, la nariz o cualquier otro punto blando para debilitar o herir. En la base de la garganta, por encima de la caja torácica, hay una zona hundida donde la tráquea no está protegida. Hundí con todas mis fuerzas los dos dedos y el pulgar en el hueco y le sujeté la garganta como las garras de un halcón. Lloraba cuando tiré de la tráquea hacia mí, grité como un animal mientras un hombre moría en mis manos.

Le arrebaté el arma de la mano inmóvil.

Los hombres corrían hacia nosotros. Aún no habían disparado por miedo a herir a su jefe. Rodé sobre mí mismo hacia el cuerpo a mi derecha.

– ¿Berleand?

Estaba muerto. Ahora lo veía. Sus ridículas gafas con la montura grande estaban torcidas en aquel rostro blando y maleable. Quería llorar. Quería abandonar todo eso, abrazarlo y llorar.

Los hombres se acercaban. Levanté la cabeza. Tenían problemas para verme, pero las luces de la casa detrás de ellos los convertían en siluetas perfectas. Levanté el arma y disparé. Cayó un hombre. Moví el arma a la izquierda. Disparé de nuevo. Cayó el segundo. Comenzaron a responder al fuego. Rodé de nuevo hacia el jefe y utilicé su cuerpo como escudo. Volví a disparar. Cayó el tercero.

Sirenas.

Corrí agachado hacia la casa. Los coches de la policía entraron a toda velocidad. Oí un helicóptero, quizás más de uno, por encima de nosotros. Más disparos. Dejaría que ellos se ocupasen. Quería entrar en la casa.

Pasé junto a Taylor. Muerto. La puerta seguía abierta. El cuerpo de Erickson estaba caído en la galería con la navaja todavía hundida en su pecho. Pasé por encima de él y me zambullí en el vestíbulo.

Silencio.

No me gustó.

Tenía la pistola del jefe en mi mano. Apoyé mi espalda en la pared. El lugar era un desastre. El papel de las paredes se caía a trozos.

La luz estaba encendida. Por el rabillo del ojo vi a alguien que corría, oí pisadas que bajaban las escaleras. Tenía que ser un nivel inferior. Un sótano.

En el exterior sonaban los disparos. Alguien gritaba con un megáfono para exigir la rendición. Podía ser Jones. Tocaba esperar. De todas maneras no tenía ninguna oportunidad para sacar a Carrie de allí. Tenía que permanecer a la espera, vigilar la puerta, no permitir que nadie entrase o saliese. Era lo que tocaba. Esperar.

Quizás tendría que haber hecho eso. Quizás tendría que haberme quedado allí y no haber ido nunca a aquel sótano si el chico rubio no hubiese bajado corriendo las escaleras.

Lo llamé «chico». No era justo. Parecía tener unos diecisiete años, quizás dieciocho, no mucho más joven que los hombres de pelo oscuro que acababa de matar sin el menor titubeo. Pero cuando ese adolescente de pelo rubio, pantalón caqui y camisa bajó corriendo las escaleras -con un arma en la mano- no disparé en el acto.

– ¡Quieto! -grité-. Suelta el arma.

El rostro del chico se retorció para convertirse en algo que parecía una siniestra máscara mortuoria. Levantó el arma y apuntó. Salté, rodé sobre mí mismo a la izquierda y me levanté disparando. No busqué un disparo mortal, a diferencia de lo que había hecho en el exterior. Disparé a las piernas. Disparé bajo. El adolescente gritó y cayó. Aún retenía el arma, aún mantenía aquella expresión de máscara mortuoria. Apuntó de nuevo.

Salí del vestíbulo y pasé al pasillo, donde me encontré cara a cara con la puerta del sótano.

Había alcanzado al chico rubio en la pierna. Era imposible que me siguiese. Contuve el aliento, sujeté el pomo con la mano libre y abrí la puerta.

Una oscuridad total.

Mantuve el arma contra el pecho. Bien apretado contra la pared para convertirme en un blanco lo más pequeño posible. Comencé a bajar las escaleras paso a paso, tanteaba el camino con mi pie. Una mano sujetaba el arma, la otra buscaba el interruptor de la luz. No lo encontré. Con el cuerpo siempre a un lado, bajé las escaleras, pie izquierdo un paso, pie derecho reuniéndose con el primero. Me pregunté por la munición. ¿Cuántas balas me quedaban? Ni idea.

Escuché unos murmullos.

No había ninguna duda. Las luces podían estar apagadas, pero había alguien en la oscuridad. Tal vez más de uno. De nuevo me debatí sobre si hacer lo correcto: detenerme, permanecer quieto, volver hacia lo alto de la escalera, esperar a que llegasen los refuerzos. Habían cesado los disparos en el exterior. Estaba seguro de que Jones y sus hombres tenían controlada la zona.

Pero no lo hice.

Mi pie izquierdo llegó al último escalón. Escuché un rascar que me puso la carne de gallina. Mi mano libre palpó la pared hasta que encontré el interruptor, o para ser más preciso, interruptores. Tres seguidos. Puse mi mano debajo de ellos, preparé el arma, respiré a fondo, y luego levanté los tres a la vez.

Más tarde recordaría los otros detalles. Los grafitis árabes pintados en las paredes, las banderas verdes con las medias lunas tintas en sangre, los carteles de los mártires con ropa de combate y fusiles de asalto. Más tarde recordaría los retratos de Mohammad Matar durante las muchas y diferentes etapas de su vida, incluido el tiempo cuando había trabajado como médico residente con el nombre de Jiménez.

Pero en aquel momento, todo aquello no era más que un telón de fondo.

Porque allí, en el rincón más apartado del sótano, vi algo que me hizo detener el corazón. Parpadeé; miré de nuevo; no podía creerlo, sin embargo, tenía todo el sentido.

Un grupo de adolescentes rubias y niños estaban acurrucados junto a una mujer embarazada con un burka negro. Sus ojos eran azul hielo, y todos me miraban con odio. Comenzaron a hacer un ruido, quizás un gruñido, como una única persona, y entonces me di cuenta de que no era un gruñido. Eran palabras, repetidas una y otra vez…

«Al-sabr wal-sayf».

Me aparté de ellas, sacudiendo la cabeza.

«Al-sabr wal-sayf».

El cerebro comenzó de nuevo con aquello de la sinapsis: el pelo rubio. Los ojos azules. CryoHope. El doctor Jiménez que era Mohammad Matar. Paciencia. La espada.

Paciencia.

Contuve un grito cuando comprendí la verdad: Salvar a los Ángeles no había utilizado los embriones para ayudar a las parejas estériles. Los habían utilizado para crear el arma definitiva, para infiltrar, para prepararse para la yihad global.

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