Harlan Coben
Desaparecida
Myron Bolitar 9
Para Sandra Whitaker, la tía más guay del mundo entero.
«Aguanta.
Esto te dolerá como nunca te ha dolido.»
William Fitzsimmons, I Don't Feel ItAnymore
«Tú no conoces su secreto», me dijo Win.
«¿Debería?»
Win se encogió de hombros.
«¿Es malo?», pregunté.
«Mucho», respondió Win.
«Entonces quizás no quiera saberlo.»
Dos días antes de conocer el secreto que ella había guardado durante una década -en apariencia el íntimo secreto que no solo nos devastaría a los dos sino que cambiaría el mundo para siempre-, Terese Collins me llamó a las cinco de la mañana para sacarme de un sueño casi erótico y meterme en otro. Solo dijo: «Ven a París».
No había oído su voz en… ¿cuánto?, quizás siete años, y se oía el crepitar de la estática en la línea. Ella no se preocupó por cosas como el hola o cualquier preámbulo. Me desperté del todo y pregunté:
– ¿Terese? ¿Dónde estás?
– En un precioso hotel en la margen izquierda llamado D'Aubusson. Te encantará. Hay un vuelo de Air France que sale esta noche a las siete.
Me senté. Terese Collins. Las imágenes sacudieron mi mente: un biquini de infarto, aquella isla privada, la playa abrasada por el sol, una mirada que derretía el acero, un biquini de infarto.
Vale la pena mencionar dos veces el biquini.
– No puedo.
– París.
– Lo sé.
Casi una década atrás nos fugamos a una isla como dos almas perdidas. Creí que nunca más nos volveríamos a ver, pero lo hicimos. Unos pocos años más tarde me ayudó a salvar la vida de mi hijo. Después, puf, desapareció sin dejar rastro… hasta ahora.
– Piénsalo -añadió ella-. La Ciudad de la Luz. Podríamos amarnos toda la noche.
Conseguí tragar.
– Sí, claro, pero, ¿qué haremos durante el día?
– Si no recuerdo mal es probable que necesites descansar.
– Además de vitamina E -señalé, sin poder evitar la sonrisa-. No puedo, Terese. Tengo una relación.
– ¿Con la viuda del 11-S?
Me pregunté cómo lo sabía.
– Sí.
– Esto no tiene nada que ver con ella.
– Perdona, pero creo que sí.
– ¿Estás enamorado? -preguntó.
– ¿Importaría si dijese que sí?
– No.
Cambié de tema.
– ¿Qué pasa, Terese?
– No pasa nada. Quiero pasar contigo un fin de semana romántico, sensual, lleno de fantasías en París.
Otro trago.
– No he sabido nada de ti en… ¿siete años?
– Casi ocho.
– Te llamé -dije-. Muchas veces.
– Lo sé.
– Te dejé mensajes. Te escribí. Intenté encontrarte.
– Lo sé -repitió.
Siguió un silencio. No me gusta el silencio.
– ¿Terese?
– Cuando necesitaste de mí, cuando me necesitaste de verdad, estuve allí, ¿no?
– Sí.
– Ven a París, Myron.
– ¿Así de sencillo?
– Sí.
– ¿Dónde has estado todos estos años?
– Te lo contaré todo cuando estés aquí.
– No puedo. Tengo una relación con una persona.
De nuevo aquel maldito silencio.
– ¿Terese?
– ¿Recuerdas cuándo nos conocimos?
Sucedió después del mayor desastre de mi vida. Supongo que lo mismo le pasó a ella. Unos amigos bienintencionados nos habían «obligado» a asistir a una gala benéfica, y tan pronto como nos vimos el uno al otro fue como si nuestras respectivas miserias se convirtiesen en imanes. No creo mucho que los ojos sean el espejo del alma. He conocido demasiados pirados capaces de convencerte de esa seudociencia. Pero la tristeza era tan obvia en los ojos de Terese… En realidad emanaba de todo su ser, y aquella noche, con mi propia vida en ruinas, era lo que necesitaba.
Terese tenía un amigo propietario de una pequeña isla caribeña cerca de Aruba. Nos largamos allí aquella misma noche sin decirle nada a nadie. Acabamos pasando allí tres semanas, amándonos casi sin hablar, desapareciendo y desgarrándonos el uno al otro, porque no había mucho más que hacer.
– Por supuesto que lo recuerdo.
– Ambos estábamos destrozados. Nunca hablamos de eso. Pero los dos lo sabíamos.
– Sí.
– Fuiste capaz de superar aquello que te destrozó. Es natural. Nos recuperamos. Nos destruyen y luego nos recuperamos.
– ¿Y tú?
– No pude recuperarme. Ni siquiera creo que lo desease. Estaba destrozada y quizás fue mejor mantenerme así.
– No sé si te sigo.
En ese momento su voz era suave.
– No creí, no, bórralo, sigo sin creer que me gustase ver cómo sería mi mundo reconstruido. No creo que me gustase mucho el resultado.
– ¿Terese?
No respondió.
– Quiero ayudar.
– Quizás no puedas -contestó-. Quizás no tenga sentido.
Más silencio.
– Olvida que he llamado, Myron. Cuídate.
Luego desapareció.
– Ah -exclamó Win-, la deliciosa Terese Collins. Un culo de primera clase, algo sensacional.
Estábamos sentados en las destartaladas gradas plegables del gimnasio del Kasselton High School. Los habituales olores a sudor y jabón industrial llenaban el aire. Todos los sonidos, como en todos los gimnasios similares de este vasto continente, llegaban distorsionados, y los extraños ecos formaban el equivalente auditivo de una cortina de baño.
Me encantan los gimnasios como éste. Crecí en ellos. Pasé muchos de mis momentos más felices en idénticos recintos mal ventilados con una pelota de baloncesto en la mano. Me encanta el sonido del driblaje. Me encanta la pátina de sudor que comienza a aparecer en los rostros durante los calentamientos. Me encanta la sensación del cuero granulado en las yemas; ese momento de pureza neorreligiosa cuando te centras en el borde del aro, lanzas la pelota, encestas y no hay nada más en el mundo.
– Me alegra que la recuerdes.
– Un culo de primera clase, algo sensacional.
– Sí, ya te oí la primera vez.
Win había sido mi compañero de habitación en el colegio universitario Duke. Ahora era mi socio y, junto con Esperanza Díaz, mi mejor amigo. Su verdadero nombre era Windsor Horne Lockwood III, y le sentaba bien: rizos dorados separados por una raya trazada con un tiralíneas; tez rubicunda; un rostro patricio; bronceado de golfista; ojos azul hielo. Vestía unos carísimos pantalones de color caqui con una raya que rivalizaba con la del pelo, una americana azul Lily Pulitzer con el forro rosa y verde y un pañuelo en el bolsillo abullonado como la flor lanza agua de un payaso.
Una vestimenta decadente.
– Cuando Terese estaba en la tele -continuó Win con su estirado acento de instituto privado con el tono de alguien que le explica algo obvio a un niño un tanto retrasado-, no podías apreciar la calidad. Estaba sentada detrás de la mesa de los presentadores.
– Aja.
– Pero cuando la vi con aquel biquini -para aquellos que llevan la cuenta, el mismo que mencioné antes, el de infarto-, bueno, es un activo estupendo. Un desperdicio en una presentadora. Es una tragedia cuando lo piensas.
– Como el Hindenburg -señalé.
– Una referencia hilarante -aprobó Win-, y, oh, tan oportuna.
La expresión de Win siempre es altiva. Las personas miran a Win y ven a un elitista, un esnob, alguien con dinero de toda la vida. En su mayor parte, están en lo cierto. Pero hay una parte en la que se equivocan… y esa parte puede hacer que un hombre sufra graves daños.
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